Guerra de nervios. Mónica Gallego

Guerra de nervios - Mónica Gallego


Скачать книгу
vivir, sino también por concienciar y cambiar la opinión y perspectiva de los millones y millones de personas que pueblan el planeta, para ver si se dan cuenta, entre otras muchas cosas, de que la epilepsia no es discriminatoria ni diferencia a quien la padece de aquella persona que va en silla de ruedas o es ciego y, en cambio, ayudamos tan amablemente a cruzar el paso de peatones no regulado por semáforo. La epilepsia es una enfermedad más, y ante una crisis sería conveniente saber cómo actuar para ayudar a quien la sufre. Mientras tanto, no deberíamos dejar de lado que son personas como todas. Suspiró. Tocaba ir a hacer la cena. Sin ganas, muerta en vida, y con una tristeza que muchos minutos del día la aplastaba, se dirigió a la cocina hablando consigo misma, «Ánimo, Natalia, vayamos a ver qué cenamos antes de ir a la cama». Ya eran cuatro los días en que no hablaba con nadie que no fuera su yo interior o las paredes de su casa. Si la pudiera ver su psiquiatra no sé lo que pensaría de ella. Seguramente entendería que lo hiciera porque, ¿quién puede vivir sin pronunciar palabra alguna a lo largo de un día entero si uno está despierto? Hasta dormidos hablamos; en los propios sueños que mantenemos a la noche o a la tarde, con la media hora o una hora de siesta. Tocaba continuar adelante, un día más, por mucho que la espalda le doliera a raudales.

      Capítulo 4

       Vuelvo a reunirme con Jorge al cabo de unos días. Desconozco si su pérdida de memoria le hace retomar la conversación en un punto ya comentado o si, por el contrario, es importante para él volverme a hablar del curso en que hacía sexto de EGB. De aquel momento exacto en que se vio obligado a repetir, a dejar atrás a niños y niñas que, aunque claramente le habían hecho un vacío, los prefería a los nuevos compañeros, quienes, por supuesto, desconocían la enfermedad que padece, planteamiento este que le debió atormentar durante días, o quizás durante todo el verano de 1990, y que aún hoy en día le acompaña como una sombra más de su vida. Un sufrimiento que dio lugar a miedos. El miedo al rechazo. A lo que pensarían de él al enterarse de su enfermedad, la cual no debería ocultarse, por su propio beneficio. ¡Qué menos que ser esa una razón más que suficiente para no ser tratada como algo tabú! El miedo a los insultos. A tantas y tantas cosas que mirarle a la cara, profundamente a los ojos, me hace empatizar con él. Siento una opresión en el pecho que casi no me permite ni tragar la saliva que mis glándulas salivares fabrican. El propio paso por la garganta se escucha en la estancia en la que continúo la entrevista, perfectamente, interrumpiendo un silencio que me hace hasta sentirme incómoda. Miedos que le han acompañado durante sus treinta y nueve años de vida y que, sin dudarlo, seguirán formando parte de su futuro no muy lejano. Todo aflora en él en recuerdo a una época pasada, si bien sé que los sucesos, al menos algunos, se repiten en la época actual por mucho que, de alguna manera, quiera aparentar lo contrario frente a mí o frente a todos aquellos que quieren estar en su presencia. Ha sido aislado, apartado; ha vivido un auténtico calvario por culpa de gente cruel que en su día a día se han cruzado con él, para mal, no para bien. Un estigma social que nada tiene que ver con la realidad de una enfermedad desconocida. En lo referente a su familia, me lo deja más que claro. Cómo sus hermanos no jugaban con él, considerándosele «el bicho raro», sin que su madre o su padre les hiciera comprender a ambos que humano e hijo suyo era, a la par de aleccionarles a que lo que hacían no se debía hacer, y mucho menos a un hermano, sangre de su sangre. Le provocaban un daño interior que quizás jamás sabría llevar. Como así parece haber sucedido. Un dolor que ha trasladado a su propio matrimonio, vulnerando una pareja que podía haber sido feliz. Dañando a una mujer auténtica. A una gran persona como es Natalia.

      Durante esa nueva etapa de su vida conoce a dos amigos que aún hoy en día conserva, si bien en la actualidad no tiene apenas trato con ellos, Alain y Ander. Este último marchó a vivir a Madrid a la edad de trece años al trasladarse su padre a trabajar a la capital de España; Alain sigue viviendo en la tierra que le vio nacer, bailando las danzas vascas que tanto le apasionaban ya desde edad bien temprana. En la actualidad, ambos muchachos son padres, el primero de dos niñas, el segundo de dos niños, hermosos todos ellos, inteligentes y risueños, que ven la vida del color del que todos la percibimos a la edad que tienen actualmente, no más de siete años: bella, digna de ser contemplada por la inocencia que todos ellos emanan. Ojalá a la edad adulta los días fueran tan mágicos como a esa edad donde los problemas no existen, donde las rabietas son con nuestros hermanos o hermanas por algún juguete hurtado sin permiso, generalmente, o con nuestros padres por no querernos lavar los dientes o ir a la cama a la hora estipulada. Muchos son los días que miro a los niños y niñas que he conocido gracias a la publicación de mi primer libro infantil, susurrándome a mí misma. «No tengáis prisa por crecer, por haceros mayores; a vuestra edad la vida se ve de color de rosa y merece la pena disfrutarla». Aunque la verdad es otra bien distinta; nunca antes había caído en la cuenta, porque nunca había pensado en ello realmente. No siempre es de ese color. Se desea que lo sea pero con lo que ha existido y existe en los colegios hoy en día, donde los niños y niñas se llegan incluso a quitar la vida por el bullying de compañeros de su misma clase, o de aulas contiguas, es muy difícil. El acoso a los más vulnerables ha existido siempre, si bien quizás ahora sea ejercido con más dureza. Esos pequeños que sufren en sus carnes un dolor tremendo, muy duro de llevar, verán la vida de un color negro muy intenso en lugar de un color rosa bello que les haga sonreír y desear madrugar para ir al colegio a aprender y jugar. Yo me he sabido defender, ya lo he comentado anteriormente. Aún recuerdo el sopapo que le di a Aitor al sentir su mano en mi trasero. Si cierro los ojos viene a mi memoria la cara de la profesora, de sorpresa absoluta, quien no me regañó; supongo que le pareció bien que lo hiciera, después de escuchar lo que yo tenía que decirle respecto a ese acto nada sano e incívico para una niña de la edad que yo tenía por aquel entonces. ¡Qué era eso de comprobar si llevábamos una compresa puesta!

      Jorge comienza su andadura en la Escuela Técnica de Formación Profesional del municipio contiguo al que reside. El colegio no le ha apoyado en los estudios. No le ha liberado de la norma impuesta de no poder repetir dos cursos en el mismo centro. Teniendo en cuenta su dura situación personal podían haber mirado hacia otro lado. Se puede decir, sin lugar a dudas, que le dieron la espalda o que se quitaron ese lastre que ellos pensaron que era Jorge. Con miedo e incertidumbre comienza una nueva etapa de su vida, en plena adolescencia, mientras ve cómo sus hermanos siguen con la suya con una normalidad absoluta. Me alegro al escucharle hablar de Jon, un muchacho que para caminar se tenía que valer de unas muletas, cuyos pasos eran pequeños saltitos en lugar de serlos individualizados, uno tras otro. Una persona que transmitía fuerza a todo aquel que estaba a su lado. Que nunca tuvo que escuchar «¿cuál es tu problema?» porque jamás nadie le miró como a un bicho raro y, si lo hicieron, él los dejó a un lado. Vivió desde niño con sus cuatro piernas. Afortunado, como solía decir él, a quien le miraba con cara de lástima. Pocos podían decir que desde sus primeros «pasos», cuatro fueron sus piernas, dos de ellas metálicas. No quería una silla de carreras, así llamaba a las sillas de ruedas en cuanto veía una; no le gustaba la velocidad. ¡Ni que estas fueran tan rápidas como para poder hablar así de ellas! De haberla tenido, de haber querido una, la hubiera tuneado. La hubiera hecho suya, totalmente distinta a las habituales, con parches bordados de grupos musicales, esos que le hacían bailar en su habitación. O incluso hubiera cosido la bandera de la ikurriña, la representativa de su tierra, del País Vasco, para que, al cruzar un paso de peatones, a distancia, los coches y autobuses le vieran bien, impidiendo así un atropello fortuito, logrando con ello, seguramente, que muchos se susurraran a sí mismos, «ahí va un vasco, vasco», provocando una sonrisa en todos ellos al ver lo valiente y echado para adelante que él era. Sus brazos musculosos le permitieron trabajar en la tienda de muebles que sus padres tenían en el mismo municipio de residencia, cerca de la autovía principal de la zona, en sus ratos libres, sin que estos le obligaran a hacerlo. Como fan número uno de los puzles que le regalaban tanto familiares como amigos, con los que se podía tirar horas y horas montando uno, una mañana le dijo a su padre que quería hacer puzles con los muebles de la tienda cada vez que llegara una caja. Obviamente, como os habrá sucedido a vosotros, la cara de asombro del patriarca fue por él percibida, así que la respuesta que en el almacén se escuchó no fue otra que «quiero ayudarte a montar los muebles», frase que le llenó de alegría al ver que su hijo se interesaba por un negocio familiar que heredarían él y su hermana mayor a su muerte. Pero el destino fue caprichoso y la muerte le sobrevino a edad muy joven. Con apenas treinta


Скачать книгу