El poder. Ana Rocío Ramírez
parte…
—No la olvido. Me sorprende incluso. —Su tono era sosegado para no alarmarla—. Es tan caballeroso. Nunca se le ha oído nada con ninguna alumna y son muchos años los que lleva por aquí. Has dicho no; eso también le habrá gustado y le habrá hecho ver que no eres fácil. No creo que vaya a más. No es de esos…
Golpearon la puerta.
—Sí, adelante.
Eran Laura y Alfonso. Estaban preocupados por la chica y a esta, con la tertulia, se le había olvidado responder a los mensajes. De nuevo, la chica repitió la historia para ellos. La cara de Laura cambiaba cada vez más conforme se acercaba el final de la misma y, sobre todo, al ver el folio con las anotaciones, donde se indicaba claramente la opción a un puesto.
—Estoy hasta temblando. Mira. —Enseñó su mano para que todos vieran su estado de nervios.
—Qué asco de tío —argumentó Laura.
—Ha sido elegante dentro de lo que cabe. Él ha hecho una proposición y ella la ha rechazado. Ambos son adultos y seguirán su camino. —Elena quería seguir confiando aún en la profesionalidad de su compañero.
—¿Y qué más te ha dicho sobre el puesto? —Alfonso se sentía indignado.
—Que podría ser en la universidad que quisiera. —La chica no podía evitar su sonrisa al decir esto.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Vas a hacer el trabajo de fin de carrera con él? —preguntó Laura con mucha preocupación e incertidumbre.
—No, ni loca. Había pensado hacerlo con Elena si ella me aceptaba. —La miró de reojo—. En cuanto a trabajar en la universidad, era algo que nunca me había planteado, la verdad… pero es una puerta abierta. Aun así, no será de esa manera —exclamó de manera tajante y, de nuevo, dando vueltas por la habitación.
—Yo creo que te lo volverá a ofrecer. Y, sin segundas intenciones, pégale un empuje a tu expediente y súbelo —le aconsejó Elena.
—Yo tengo que irme. Además, Alfonso tiene que llevarme y se nos va a hacer tarde —comentó Laura, quien se sentía muy incómoda y quería marcharse.
—¿Nos vemos mañana? Y siento no haberos respondido antes; se me ha ido de la cabeza. —La chica mostró su despiste.
Al final todos salieron del despacho camino a sus respectivos coches, incluso la propia Elena. Alfonso y Laura iban más adelantados, lo que fue aprovechado por Elena para aconsejarle a la chica:
—Debes tener cuidado en la manera de decir las cosas ahora mismo. Ha sido un subidón para ti porque te valoran, pero acabas de contarle a tu amiga que se le ha cerrado una posibilidad de quedarse y que lo tiene más difícil…
—Es verdad. —La chica se echó las manos a la cabeza y se paró en seco—. No me he dado cuenta en absoluto.
—Lo sé. —Elena le pidió bajar el tono de voz con sus gestos—. Por eso te lo estoy diciendo yo. Sé que no has tenido ninguna mala intención. Se ha notado tu franqueza e ingenuidad. Has contado las cosas sin más vueltas, pero eso ha podido hacerle daño. —Elena se preocupaba por la amistad entre las chicas.
—Ella se merecería ese y cualquier puesto antes que yo. Le dedica muchísimo a todo esto. —Acababa de darse cuenta de que quizás había metido la pata con Laura.
Tras despedirse todos, la chica se montó en su coche y, revisando si llevaba todo, se dio cuenta de que le faltaba el esquema, el folio dado por el Señor. Salió del asiento del piloto para buscarlo mejor entre sus cosas. No paraba de preguntarse una y otra vez dónde lo había dejado. Paró en seco, aliviada y percatándose de que era Laura quien lo tenía. Se relajó ilusamente; ya se lo pediría al día siguiente. No se imaginó que nunca más volvería a ver aquella propuesta, aquella prueba.
11. LA FALSA CALMA
Parecía estar todo en paz y tranquilidad, pero era una calma basada en la ignorancia y la falta de información por parte de la chica. Ella seguía con su vida de estudiante, trabajando y con sus quedadas ocasionales con Raúl, al cual cada vez veía menos por sus reuniones laborales fuera de la ciudad.
La chica conseguía asistir más a clase, pues desgraciada o afortunadamente al bar solo tenía que acudir como extra en las diversas fiestas privadas de la noche marbellí. Su trabajo ya no era diario, sino ocasional, con disponibilidad total para cuando recibiera una llamada.
Comenzaron las reuniones de departamento, a las que debía asistir como delegada y en representación de sus compañeros. Este se encontraba dividido en varias áreas, dentro de las cuales había una totalmente contraria a la manera de gobernar del Señor, con choques de poder habituales entre las dos potentes figuras académicas que las lideraban. Sin embargo, el Señor era el jefe electo, aunque eso no requería tiranía de poder tal y como la ejercía, solo frenada por los pocos que no le peloteaban o le temían.
Nunca llegó a imaginar la chica que se divertiría tanto en aquellas reuniones. Estaba aprendiendo y viendo con sus propios ojos la guerra interna departamental. Los comentarios cargados de indirectas volaban de una punta a la otra de la mesa. Aquello era más parecido a un debate político español que a una universidad de excelencia académica.
Le serviría para aprender y observar; comprendería las alianzas de ambos catedráticos, sobre todo las del Señor, siempre sentado presidiendo la mesa. A su derecha, su camarada Gabriel, mientras que el sitio de la izquierda era rotativo entre sus súbditos: acudían y se sentaban aleatoriamente Úrsula o Facundo, sus leales y fieles seguidores. Hasta el momento, el mejor puesto lo tenían Úrsula y Gabriel. Llevaban años siendo íntimos del Señor, sobre todo este último, con el cual se graduó cuando estudiaban juntos y ambos llegaron hasta los puestos de catedrático que poseían hoy en día, siendo amigos. Aunque Gabriel siempre había sido y era un títere más para el Señor.
En ninguno de aquellos días, Úrsula, quien era su profesora mientras transcurrían dichas reuniones, cruzó palabra alguna con la chica, salvo en las ocasiones en que ambas estaban completamente solas, ya fuese camino a clase o a la cafetería.
Siguió descubriendo que la soberbia y arrogancia que el Señor llevaba a gala con los alumnos también las demostraba frente a sus propios compañeros. Su sentido de la superioridad no tenía techo; su falta de límites le hacía tratar a los de su entorno como verdaderos inútiles, siendo él el único poseedor de la verdad absoluta. Bajo una capa muy fina de caballero educado y galán, utilizaba una palabrería y un discurso retórico en los que dejaba patente que todos los presentes tendrían que agradecer al Señor su sola presencia. Una forma de tratar a los demás basada en infundir respeto sin un ápice de humildad, a pesar de que con muchos de ellos llevaba años trabajando codo con codo.
—Damos comienzo. No pienso repetir nada y menos a quienes no cosechen el don de la puntualidad —comentó el Señor, presidiendo la mesa.
Había comenzado a la hora en punto. Faltaban más de la mitad de los asistentes, dado que muchos estaban dando clases y desde las aulas al seminario había al menos cinco minutos, pero el Señor no perdía el tiempo y tampoco daba margen. Sus actos quedaban en nada frente a su fuerte figura opositora, Olmedo, quien acababa de entrar y al verlo deleitarse en su discurso inicial no pudo contenerse:
—Su educación al esperar a compañeros que vienen de dar clase nos deja atónitos a mí y los míos —los cuales venían también con él—, pero es culpa mía por no comprender que una eminencia académica como usted va a perder unos minutos de protocolo.
—Tranquilícese, doctor. Entiendo su nerviosismo, pero tómeselo con calma y recuerde que para hablar debe pedirme turno de palabra. —Continuó con el acta del día, ignorando a Olmedo y sus posibles respuestas.
No eran ni mucho menos aburridas aquellas reuniones cargadas de tensión e indirectas. Sin embargo, esta reunión sería especial y sorprendente para todos ellos.
Algo acababa de cambiar