El poder. Ana Rocío Ramírez

El poder - Ana Rocío Ramírez


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presentado otro candidato, pues si perdía le iban a joder el plan completo. Y tenía todas las papeletas, dado que era amiga de Laura y ese hecho no le beneficiaba en absoluto.

      Úrsula prefirió hacer la votación a mano alzada. Eso le llevaría menos tiempo de clase. Sorprendentemente, la chica arrasó con 47 votos a favor y consiguió ser delegada. Muchos compañeros se acercaron a decirle que era una prueba de que con ella no tenían problema alguno. Estaban en contra de los métodos de obtener las notas de su amiga —según ellos, mediante el «sistema peloteo»—, pero a ella se la veía una chica franca, con carácter y sincera, a la que estaban utilizando como escudo para defenderse del resto.

      La chica no escuchó esas palabras, agradeció el consejo y pasó de los comentarios respecto a Laura. Un hecho para lamentar, como le demostraría el paso del tiempo.

      Al final de la clase, Úrsula se acercó para cogerle los datos a la nueva delegada y aprovechó el estar a solas con la chica para acercar posturas, mostrando su lado más empático o estratega:

      —¿Aceptas un consejo? —preguntó Úrsula con un tono amable y una media sonrisa, extraño en una profesora siempre distante.

      —Sí, por supuesto. Y más si viene de usted. —A la chica le caía bien; incluso la admiraba.

      —Ten mucho cuidado. Sé que eres fuerte e ilusamente puedes llegar a creerte que puedes. Debes tener precaución con lo que haces y dices y, sobre todo, a quién se lo dices.

      La chica paró automáticamente de rellenar la hoja de «nueva delegada». No entendía en absoluto el consejo de su profesora y acababa de preocuparla bastante.

      —No la entiendo. ¿Puede explicarme un poco más, por favor? —dijo con un tono casi de súplica y agobio por la extraña conversación.

      —Piensa un poco. —Aprovechó para tocarle el hombro de forma amistosa—. Mírame a mí. Sé por la presión que puedes estar pasando ahora mismo, pero solamente es una prueba que superar. Cada vez serán más duras y difíciles; quiere saber lo que vales.

      —¿Qué prueba? —Estaba atónita.

      —Ya reflexionarás sobre ello. Termina de rellenarme el formulario, por favor.

      La chica siguió completándolo. En esta ocasión tuvo que utilizar en varias ocasiones el corrector debido a su estado de nervios, que no le dejaba responder con claridad algo tan sencillo y simple como su dirección o número de teléfono.

      —Estate tranquila. Es un formulario, no un examen. —Intentó relajarla.

      Su mente no paraba de atar cabos. ¿Hablará del Señor? Y si es él, ¿para qué me está poniendo a prueba? No entendía nada. Úrsula trabajaba para él, incluso lo admiraba como a nadie. Se notaba que el Señor era todo su ejemplo a seguir y que todo lo que hacía era por y para él. Quería convertirse en la siguiente Señora.

      10. LAS CARTAS SOBRE LA MESA

      Nerviosa, temblando y sin parar de dar vueltas por el salón se preparaba para el examen oral, para el que estaba citada a las diez y media de esa misma mañana. Eran las cinco y aún no podía dormir. Había redactado toda una serie de posibles preguntas y sus respuestas, releído tres veces esas mil páginas del primer manual subrayado, con infinitas anotaciones y, sobre todo, con el esquema permitido preparado.

      Se quedó dormida en el sofá. Cinco minutos antes de sonar el despertador, Cristina la despertó, preocupada porque era bastante perjudicial para la chica dado su historial médico, con problemas de espalda que en ocasiones la habían dejado incluso sin poder caminar debido a su pinzamiento en la columna, empeorados debido a su trabajo de camarera.

      —¿Qué hora es? —preguntó sobresaltada la chica, levantándose rápidamente, pensando que se había quedado dormida.

      —Son las nueve. Tranquila, te queda una hora y media aún.

      No sabía exactamente las horas que había dormido, pero el cansancio quedaba en segundo plano debido a los nervios acumulados. Nunca había sido de esas personas a las que un examen les parece una vida; siempre había sido una chica con aplomo que se metía en su mundo, haciendo oídos sordos al entorno antes de cada prueba o acontecimiento importante, pero en esta ocasión le era imposible.

      —Estate tranquila. Te lo sabes mejor que tu propio DNI —bromeó Cristina para relajarla.

      La chica reía. Junto con Raúl, Cristina era experta en calmarla y quien más la entendía. Se dispuso a salir. Esta vez tocaba afrontarlo sola, debido a que su amiga también tenía clase y no podía acompañarla, y el resto de compañeros ya le hacían el favor de cogerle los apuntes mientras ella acudía a su cita del examen oral.

      Los minutos pasaban lentos, pero ya eran las once de la mañana y por allí no aparecían ni el Señor ni ninguno de sus súbditos para poder preguntarle al respecto. Llegaba media hora tarde a un examen. Con cualquier otro profesor se podría decir o hacer algo, pero con él te jodías y aguantabas el tirón. La chica se puso como margen esperarlo una hora, aunque ella misma sabía que seguramente esperaría hasta ser vista por alguien para dejar constancia de que había estado allí.

      Mientras daba vueltas por aquella planta, releyendo todos los carteles, escuchó su voz ronca proveniente de la planta inferior. Parecía disponerse a llegar a su cita con la alumna al fin.

      En mitad del descansillo de la escalera, se paró en seco al ver a la chica sentada en el butacón, provocando incluso un choque con los súbditos que lo acompañaban.

      —Pero ¿tú y yo habíamos quedado hoy? —preguntó muy asombrado de tenerla allí.

      —Sí, para el examen oral. Le mandé un correo.

      —Y lo vi, pero no recuerdo haberte dicho exactamente hoy. No pasa nada. Entra y lo hacemos rápido. —Se dispuso entonces a abrir la puerta del despacho.

      —Pero Señor, teníamos cosas pendientes que revisar —replicó Tomás.

      —Cuando acabe aquí, entonces lo vemos todo. —Mientras tanto, indicaba con sus gestos y típica galantería que la chica pasara primero.

      Una vez dentro, el Señor se dispuso a ordenar un poco el despacho y hacerle hueco. A simple vista no parecía un tipo muy desordenado, pero sí con mil cosas en mente que le llevaban a serlo, algo seguramente provocado por su avaricia de poder, de querer dirigir todos los proyectos de su ámbito, por los que era incluso internacionalmente conocido.

      —Tome asiento, señorita. Aunque reconozco que me gusta la gente educada como usted, que espera la orden para hacerlo. —Le estaba dedicando una media sonrisa a la chica, quien supuso que sus palabras eran para tranquilizarla y romper el hielo—. Ahora cuénteme. ¿Qué le ha parecido? ¿Le ha gustado el libro?

      —Sí, la verdad. La asignatura me gusta y este —señaló el libro— no está nada alejado de lo visto en ella.

      —Anda, pero si ha hecho los deberes. ¿Puedo cogerlos? —Una pregunta retórica, pues los esquemas y resúmenes de la chica ya estaban en su mano cuando la hizo.

      —Por supuesto. Es lo comentado por correo electrónico, lo que le pregunté si podía traer.

      —¡Guau! —exclamaba una y otra vez mientras leía el trabajo realizado—. Se lo ha tomado usted muy en serio. Me alegro. Se nota que ha trabajado. Por lo tanto, no le voy a hacer examen. Me quedo con estos resúmenes y esquemas. Usted ya tiene su merecidísimo cinco.

      —¿No voy a hacer el examen? —La chica no creía lo que estaba escuchando.

      —Nunca tuve intención de hacérselo. Simplemente quería verla trabajar sin conformarse. Pero no se marche aún. Tenemos algo muy importante de que hablar.

      Se levantó de su mesa y salió del despacho, dirigiéndose a otro cercano. Al parecer, no llevaba encima el tabaco y necesitaba de él para esa conversación. Al volver cerró la puerta y cogió un par de folios de la impresora.

      —¿Quiere


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