El poder. Ana Rocío Ramírez
En ese momento aceptó tanto el cigarro como el ofrecimiento a encendérselo. No pensó en la coletilla de saber su picoteo con el tabaco. Parecía que el ambiente era más relajado, pero la chica seguía en tensión, sin saber exactamente el porqué de su simpatía. Ambos estaban debatiendo tranquilamente sobre diversos temas de la asignatura y la carrera. La cosa se torció: el Señor empezó a descubrir sus cartas, atreviéndose incluso a plasmarlas en un folio.
—Yo a su edad regalaba los apuntes a las chicas guapas como usted. —Se lo decía mirándola a los ojos—. No creo que tenga problema en conseguirlos. Sé cuánto trabaja y las escasas horas que tiene para dedicarle a esto.
—Pero me gusta lo que estudio; por eso sigo.
—Y aquí está. —Se echó hacia atrás fuertemente, agitando la silla del impulso tomado—. Frente a alguien que le puede hacer la vida mucho más fácil.
—¿Por? —La chica acababa de perderse. Al mismo tiempo, sus nervios volvían.
—He cogido los folios para explicárselo mejor y hacerle un esquema. Ya veo que le gustan y los comprende mejor. —Con su risa irónica parecía estar muy seguro de sus palabras, pero sus actos y la forma de fumar revelaban que también estaba nervioso.
—No entiendo qué quiere decirme, lo siento. —Se hizo la tonta.
—Su expediente es mediocre, tirando a bajo, pero me gusta y le veo potencial. —Al mismo tiempo, anotaba la nota media de la chica en el papel—. Pero mi área y mi trabajo tienen matrícula de honor. —De nuevo anotaba, en esta ocasión dos dieces—. Gracias a esto puedo conseguirle lo que quiera. ¿Prefiere trabajar en esta universidad o en otra?
—Nunca me he planteado nada de esto. —La chica estaba desorientada.
—Pero ¿le gusta la idea? Con mi apoyo, mi ayuda… —No pudo evitarlo y se encendió otro cigarrillo, pero esta vez sí se le notaban los nervios. Estaba temblando—. En fin, ¿por dónde iba? Ah, sí. Yo nunca ofrezco esto, señorita. Son las masas las que tocan a mi puerta para pedírmelo.
—No entiendo por qué me lo ofrece a mí. Usted mismo ha visto y dicho que mi expediente es normal.
—Porque me gusta su seguridad, su aplomo, la forma de expresarse… —El Señor lo veía con claridad—. Pienso que es una inversión muy fructífera. ¿Qué me dice?
La chica estaba totalmente en silencio. No sabía qué hacer o decir de nuevo; solo le salía observarlo a él y al folio donde escribía números.
—No diga nada. Entonces, mejor siga escuchando ahora mismo. Me gusta porque es diferente y original. Estoy cansado de los cerebritos que tocan a mi puerta pidiendo un puesto. Serán muy brillantes y sacarán notazas, pero no soportan la presión del trabajo diario. Pero usted —en esta ocasión la miraba fijamente a los ojos e incluso la señalaba con el dedo índice de la mano derecha— es diferente y me gusta. Veo que es capaz de comerse el mundo. Veo en usted un diamante en bruto muy parecido a mí.
—Muchas gracias. —La chica no pudo evitar sonrojarse—. No es algo que me haya planteado, ni mucho menos. Quienes llegan aquí no sé cómo serán de personalidad, pero sí sé que es gente con muy buenos expedientes.
—Imagínese si usted tuviera eso también. —Comenzó a reírse—. Se come la universidad entera. Incluso me destronaría. Pero no quiero que se equivoque: todas las cosas de este mundo tienen un precio y algo de este calibre no iba a salirle gratis.
—¿Cuál es el precio? Mucho sacrificio y competitividad, he de suponer —apuntó, ingenua.
—Eso ya cuando esté dentro, cuando abra el regalito. Pero para abrirlo, antes ya sabe qué tiene que hacer. —La risa irónica y perversa podía vérsele a kilómetros en ese momento.
—La verdad es que no. Me lo puede decir claramente y con todas las letras. —El tono ya no era preocupado; ni siquiera se sentía halagada. La chica comenzaba a estar a la defensiva.
—Es lista. Sabe que no lo haré. —De nuevo se prendió otro cigarrillo.
—Dígame exactamente, por favor. —La chica no podía evitar desafiarle con la mirada, mantenérsela como nunca.
—Repito: es lista y sabe lo que quiero. Desde febrero estoy interesado en usted. Le mando correos electrónicos, le ofrezco todo mi tiempo y ayuda, estoy a su disposición. Mucha preocupación para ser yo, ¿no cree?
—Demasiada. ¿Entonces ese sería el precio? —Lo había captado por completo.
Mientras esperaba la respuesta, comenzó a recoger sus cosas. La ira de la chica no paraba de aumentar. Quería contenerse y guardar las formas, pero cada vez le estaba costando más.
—Sí, y es algo que usted ya sabía desde que entró por la puerta. No niego sus aptitudes. No lo haría si no creyera en usted. —Quería demostrarle también su interés mental.
—No lo quiero. Puede retirar su oferta y met… —Estaba ofendida.
—No acabe la frase. Estábamos hablando muy cordialmente. Solo quiero recordarle que yo no llamo a puertas. No es consciente aún de que es alguien muy especial para mí y por ello he hecho una excepción. Llévese el folio con el esquema y recapacite. Aún tiene mucha carrera por delante. A finales de tercero es cuando comienzan a pasar por aquí para hacer el trabajo de fin de carrera conmigo y poder quedarse. —Se levantó para darle la mano a la chica. Quería mantener su imagen de caballero incluso después de aquella conversación—. Para entonces, la oferta seguirá vigente si lo pide. Y recuerde: es porque sé su valor. Cuídese.
La chica salió sin despedirse. Estaba ofendida y al mismo tiempo halagada. Respecto al precio, todo parecía indicar que se trataba de acostarse con él. No iba a venderse, y menos por un puesto, pero una parte de ella se sentía halagada: un profesor con ese poder y caché había valorado su esfuerzo de trabajar y estudiar. Era la primera vez que alguien lo hacía.
Siempre había vivido procurando no decepcionar a sus padres, pues aunque la elección de carrera había supuesto dramas y broncas en su casa por las escasas salidas profesionales, ella había prometido que sería la excepción y su objetivo era cumplirlo, pero no a ese precio, por muy golosa que fuese la oferta. El mero hecho del reconocimiento y la confianza a medias depositada supuso un empuje y un cambio de ahí en adelante para la chica.
En cuanto salió de aquella torre de despachos intentó localizar a Cristina, pero esta no le cogió el teléfono. Seguía en clase y le fue imposible hablar en aquel momento. Aquella noticia era demasiado gorda para aguantarse y sus compañeros aún estaban en el aula. Entonces recordó a Elena y las tantas veces que le había repetido el interés académico y las ganas de potenciarla del Señor. Fue directa a su despacho.
—¿Se puede? —La chica golpeó la puerta y esperó indicaciones de Elena para pasar.
—Por supuesto. Pasa.
Al entrar, la chica cerró la puerta, algo que llamó la atención de Elena.
—¿Por qué cierras? Yo tengo la costumbre de atender con la puerta abierta.
—¿De verdad? —La chica no comprendía el motivo.
—Claro. Así evitas muchas más cosas de las que crees.
—¿Puedo dejarla cerrada? Es algo personal y bastante confidencial.
—Vienes del examen, ¿no? Cuéntame. —Elena dejó de hacer sus tareas para dedicarle plena atención.
Esta le contó todo cronológicamente, desde el principio, con los temas debatidos incluidos y la parte final tan espinosa.
—Es normal que estés por una parte halagada. Incluso podrías estar eufórica, porque él nunca hace esas ofertas a nadie. Lleva razón en lo dicho. —Elena se quedó a cuadros.
—También me siento aliviada por no ser una inútil suspendiendo una y otra vez. —La chica no podía parar de sonreír.