El poder. Ana Rocío Ramírez

El poder - Ana Rocío Ramírez


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Cuando subió, pulsó el botón y cerró la puerta, pero el gesto de la chica fue detenido por una mano femenina: Úrsula.

      —¿Qué te pasa? Estás muy seria con lo risueña que sueles ser. —Aprovechó para acariciarle cerca del hombro. Quería transmitirle con un gesto su cercanía.

      —Nada. Exámenes y revisiones —levantó la cabeza para contemplar qué le quedaba al ascensor para llegar— acaban agotando también al alumno.

      —No te preocupes. —Esbozó una media sonrisa, algo insólito en una profesora tan fría como ella—. Seguro que al final todo sale mejor de lo esperado.

      La chica le agradeció las palabras con un tono algo entrecortado, pues estaba nerviosa y no entendía cómo aquella profesora, distante y fría incluso con sus propios compañeros, la estaba compadeciendo y dando ánimos. Esto le sirvió para cambiar el gesto e intentar disimular de mejor manera su ánimo. Si alguien como Úrsula acababa de notar su mal día, e incluso la había compadecido, era un claro síntoma de que llevaba realmente mala cara.

      Salió de aquella torre asqueada y más reflexiva de lo normal, como estaba siendo costumbre cada vez que pisaba aquel lugar. No quería darle más importancia, pues no era una alumna brillante para realmente estar segura de tener aquel examen aprobado según el criterio de ese departamento, aunque bien es cierto que el asterisco le había molestado y desconcertado. La chica emprendió su camino, de nuevo con la cabeza agachada. No podía dejar de pensar en todo lo ocurrido y relacionarlo con aquellos despachos y sus ocupantes.

      Con pocas ganas, la chica se dirigió de nuevo a tomar café con Elena y Alfonso. Ambos habían mostrado su preocupación sobre la revisión con Ernesto. Les puso al tanto y, de nuevo, Alfonso se adelantó:

      —No te preocupes. Llamo ahora mismo a Ernesto para que me diga el día para que puedas repetir el examen o si te ofrece otra alternativa. —Le cogió la mano como gesto protector paternal—. No se te está regalando nada; solo es que tengas otra oportunidad.

      —Gracias —respondió con tono de resignación.

      Alfonso se levantó de la mesa y se dirigió fuera del bar para poder hablar tranquilamente por teléfono.

      —No le des más vueltas —le dijo Elena mirándola fijamente a los ojos—. No seamos malpensadas. Él es así. Le gusta poner a prueba a su gente.

      —Pero yo no soy su gente. —La ilusa chica no comprendía la situación.

      —Pero quizás sí quiere que lo seas. Probablemente, el Señor lo único que quiere es ver tus capacidades —le dijo con certeza y seguridad en sí misma y en sus palabras.

      —Hay compañeros con mucha más media o que incluso han sacado matrícula con él… No tiene sentido lo que me dices —respondió con un gesto un tanto cabreado.

      —No es de esos. —Elena comprendió los gestos insinuadores de la chica—. Tiene una trayectoria muy larga y brillante. Nunca se le ha conocido ningún caso ni siquiera relacionado… Confía y piensa en que simplemente te quiere poner a prueba.

      Por suerte para la chica, Alfonso acababa de colgar y estaba sentándose con buenas noticias: había logrado un examen oral para ella con Ernesto. Si lo pasaba, tendría un cinco. La fecha del examen era el mismo día de la revisión con el Señor, aunque por suerte era dos horas antes.

      Tenía ocho días por delante para repasar lo que ya había estudiado. Incluso no tenía que trabajar; podía dedicarse por completo a ello. Sin embargo, el cuerpo le pedía primero descansar y dormir, reponer fuerzas, comenzar de cero para no atorarse mentalmente. Necesitaba llamar a Raúl, pero no sabía con qué excusa hacerlo.

      Mientras, marcaba por quinta vez su número de teléfono, el cual no tenía anotado, pues su memoria no podía olvidarlo sin más.

      —Hola, mi rubia. Me tienes abandonado. ¿Qué tal estás?

      —¿Abandonado? Pero… —Ni le dejó acabar la frase.

      —Exacto, abandonado. Me dijiste que tenías las revisiones y que nos veríamos después de mi vuelta, y llevo dos días aquí ya, esperando una señal de «no estoy agobiada, vamos a salir» o «estoy agobiada, hagámoslo». —Pronunció ambas frases imitando la voz de la chica, con tono de burla amistosa.

      —Eres tonto —le dijo riéndose y con una voz de coqueteo—. Quiero verte. ¿Dónde estás?

      —¿Nos vemos en media hora en tu piso?

      —Mejor en tu hotel. Cristina está a punto de llegar y no la vamos a molestar, que tiene que estudiar.

      —Joder con la rubia natural. Le voy a quitar las llaves. —De nuevo intentaba hacerla reír; notaba por teléfono su agobio.

      —Ya, claro. Díselo cuando la veas, a ver si eres capaz. Fíjate, creo que pagar el alquiler le da unos cuantos derechos sobre el piso.

      —Ya negociaré con ella los días que me toca tu custodia. Te veo en media hora en la suite, ¿vale?

      —Vale, pijo mío —contestó con tono de broma cariñoso.

      Esbozó una sonrisa pletórica. Necesitaba de la energía de Raúl para ponerse a estudiar en serio; precisaba de una de sus regañinas y centrarse al completo. No sabía si saldrían a cenar o pedirían algo de comida, por lo que se acicaló un poco y se cambió de ropa. Hacía tiempo que no se veían y quería estar medio decente.

      Se pusieron al día de sus vidas y de mimos. La cita acabó en cena y copa en la terraza del hotel. Pasaron horas hablando, coqueteando y mostrándole al mundo que estaban juntos, pero sin querer ser conscientes de ello. Era más fácil para la familia de Raúl aceptar que era un ligue sin más; y para ellos estar a su manera y sin dar explicaciones de su amor, utilizando la estrategia de no publicarlo, pero disfrutarlo.

      Al día siguiente, como de costumbre, cada uno volvió a su rutina y, mientras él subía a la capital para trabajar, ella se preparaba el examen oral de Ernesto, un temario totalmente machacado por todas las horas invertidas en verano.

      7. ENTRE LÁGRIMAS HABÍA FORTALEZA

      Puntual como un reloj, se presentó en la puerta de Ernesto quince minutos antes de la hora acordada. Su intención era rebajar la tensión y mostrar sus buenas intenciones. Él, sin embargo, se retrasó diez y, cuando llegó, la hizo esperar fuera unos minutillos más mientras recogía el despacho para el examen.

      Antes de comenzar le recordó que era un favor extraoficial concedido a Alfonso por su ayuda laboral y su mano en los juzgados y que no debía salir de aquellas cuatro paredes la segunda oportunidad otorgada. Tras media hora de preguntas sobre el tema, Ernesto accedió a subirle esa décima que le faltaba para el aprobado raspado. Eso sí, antes de marcharse la chica, el profesor tenía que dejarle clara su benevolencia:

      —Me ha comentado Alfonso tu situación económica y que solo necesitabas aprobar una de las dos asignaturas para la beca, ¿verdad?

      —Sí, es cierto —reconoció con voz baja, avergonzada más bien de que lo supiera.

      —He querido aportar mi granito de arena para que puedas seguir estudiando. La nota no te la voy a subir. Espero que con la media del resto de asignaturas llegue a lo exigido por el Estado para que te la concedan.

      —Sí llego, no se preocupe. Y, de nuevo, muchas gracias.

      Cerró la puerta del despacho y se alejó con un sabor agridulce, pues aunque había conseguido el aprobado y seguir con la beca, no le gustaba la mirada de Ernesto. A pesar de su generosidad al repetirle el examen, escondía algo bastante sucio y oscuro. Todo el ambiente y lo relacionado con sus exámenes le espinaban en ese departamento.

      Se fue a hacer tiempo a la cafetería, pues su próxima revisión era cercana a la hora de la comida, por lo que aún le quedaban un par de horas libres para ir a la biblioteca y sacar unos libros y, tras esto, unos cafés. Cuando la hora se aproximó, Cristina acompañó a la chica a la revisión.


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