El poder. Ana Rocío Ramírez

El poder - Ana Rocío Ramírez


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Pero… Rubia. —No podía decir una frase completa. Los nervios no le dejaban vocalizar bien; estaba totalmente sorprendido.

      —No te preocupes, que hay una parada aquí. Aquí tienes una amiga para lo que necesites, ya lo sabes.

      Le dio un beso y se fue.

      Esa noche, al llegar a casa, la conversación entre los dos amigos fue totalmente distinta a la del comienzo:

      —Me gusta la niñata, Germán. Y no sé qué hacer.

      —Normalmente, y es algo que ya sabes porque no llevas soltero toda tu vida, cuando te gusta alguien intentas salir con esa persona. Seguramente se te habrá olvidado, pero yo te lo recuerdo. —Su tono irónico crispó a Raúl.

      —Muy gracioso, pero ella no está receptiva a tener nada conmigo.

      —No, Raúl. No está receptiva a ser una más. Simplemente te está diciendo que no es fácil; no es una chica de una noche. Tú eres quien debe decidir si lo es o no.

      —Cuatro años estudiando Psicología para al final decidir yo, Germán. Así no se puede ir por la vida siendo psicólogo —le dedicó a su amigo en tono de broma.

      La siguiente llamada para quedar de nuevo fue por parte de Raúl. Necesitaba verla, contarle sus cosas y que la chica formara parte de su vida. Se estaban enamorando el uno del otro entre flirteos y borderías, entre cenas y noches de pasión. Llevaron durante más de nueve meses vida de pareja sin llegar a serlo. No quedaban con otras personas, no se eran infieles, pero al mismo tiempo no paraban de justificarse el uno al otro que no eran nada. Hasta que llegó el día donde los sentimientos no pudieron ocultarse más, siendo Raúl de nuevo quien dio el paso. Tras otra noche juntos, donde ella ya no se vestía y se iba, sino que se quedaban hablando horas hasta dormirse, fue cuando, mirándola a los ojos, él le dedicó un «te quiero» sincero y puro, brillándole los ojos, encontrándose con una respuesta que lo dejó totalmente frío: «Gracias».

      La chica se hizo la dormida de inmediato, al igual que él. Ambos estaban nerviosos y no paraban de moverse. Él no comprendía qué acababa de pasar. Sentía ser el mayor calzonazos del mundo por abrirse y por cómo ella estaba jugando con él, y eso no podía permitírselo. La chica no comprendía por qué le acababa de decir «gracias» cuando realmente quería gritarle que lo quería y amaba cada segundo que pasaban juntos. Sabía que había generado una fractura en aquella relación o intento de iniciarla.

      Cuando a la mañana siguiente se fue para casa, notó la mirada vacía de Raúl, quien se despidió muy fríamente y sin casi mirarla a los ojos. Estuvieron toda aquella semana sin hablarse, cinco días exactamente, en los que él se negó a llamarla mientras que ella no paraba de pensar y planear algo perfecto para poder recuperar la confianza y confesarle su verdadero sentimiento. Ese mismo viernes, el vuelo de Madrid a Málaga aterrizaba a las 14:10, como era habitual. Raúl tardaría en llegar a casa una hora aproximadamente, por lo que el plan de la chica tenía que estar listo a las 15:00. Y así fue: la chica confió en que, como de costumbre, Raúl bajaría a Marbella el fin de semana y, cuando este abrió la puerta, tenía su comida favorita preparada en la mesa, todas las persianas bajadas y el salón alumbrado con un par de velas.

      Ella se había vestido como miles de veces él le había dicho que le encantaba: con una camisa suya y solo unas bragas de encaje fino de color negro y el pelo totalmente suelto. Estaba de pie, en mitad del salón, esperándolo y mirándolo a los ojos desde que entró por la puerta.

      —Rubia, ¿qué es todo esto? —No podía dejar de mirar a su alrededor y sonreír, pues estaba cuidado cada mínimo detalle, hasta el colchón en mitad del salón.

      —La semana pasada metí la pata. No esperaba que lo que yo sentía tú también lo hicieras. Me dio miedo oírlo de tu boca. Solo estaba acostumbrada a escucharlo en mi mente cuando te miro, te beso o simplemente te abrazo. Raúl, te quiero, y no te lo he dicho antes porque me dio miedo; no pensaba que la felicidad fuese tan real y sentida a tal extremo hasta que te conocí. —Acababa de entregarle todo, su corazón en bandeja. Por eso mismo agachó la mirada.

      —Pero ¿miedo por qué, mi rubia? —le dijo mientras le levantaba la cara para mirarla a los ojos—. Hemos empezado algo sin comenzar, estamos sin estar, nos queremos sin decírnoslo, nos buscamos el uno al otro en cada momento, ambos sabemos de la necesidad del otro por estar juntos. Por esto mismo debemos…

      —Ya sé. Dejarnos llevar y sobre todo llevarlo a nuestra manera. Pero me sentí mal cuando no te respondí, cuando sentí que esto se acababa y era por mi culpa.

      —Aquí estamos. Quedémonos con esto y comencemos por el postre.

      Tres segundos después estaban de pie, apoyados en la pared, dejando salir toda la tensión acumulada. De nuevo les sobraba ropa y les faltaban besos por darse.

      Comenzaron así cuatro años de idas y venidas, de un año de estabilidad y seis meses sin dirigirse palabra. Se querían y se amaban, pero las circunstancias y las familias los separaron aún más. Principalmente la de él: se oponía por las diferencias sociales, mientras que la de la chica tardó años en saberlo, pues ya de por sí la relación no era buena y ella siempre sentía que no debía dar en casa explicación alguna de su vida privada.

      Cabezones, orgullosos, celosos, directos y sinceros, sin duda alguna estaban hechos el uno para el otro, pero en otra etapa de sus vidas, como ellos mismos decían. Más adelante, cuando ninguna de sus vidas dependiera del control paternal, cuando pudieran ser ellos mismos en público como lo eran en la intimidad. De cinco años, estuvieron uno y medio siendo egoístas y pensando solo en la relación. El resto del tiempo se dejaron influenciar por las malas lenguas, los celos, los familiares y amigos entrometidos. Aun así, se veían una vez a la semana como mínimo para que el mundo se parara alrededor de ellos, para poder entregarse el uno al otro al desnudo y sin tapujos, para poder seguir amándose en silencio y siempre a escondidas.

      5. SIEMPRE JUZGADOS

      Y ahí seguían, años después, buscándose cuando los problemas les agobiaban, no podían dormir por las pesadillas o simplemente querían verse. Raúl pasó a la habitación de la chica. Cuando alzó la cabeza, se dio cuenta de que ella ya estaba en pijama y dormía con una de sus camisetas olvidadas de veces anteriores, algo que no pudo disimular que le había encantado comprobar.

      —¿Qué te pasa, rubio? —le preguntó con un gesto de preocupación mientras le acariciaba la nuca, el cuello y los abdominales para relajarlo. Estaba totalmente tenso.

      —La empresa se va a pique y creo que es por mi culpa. No estoy dando la talla como debiera. Siento que estoy descentrado.

      —¿Por qué? ¿Has vuelto a discutir con tu padre?

      —¿Cuándo no discuto con él? —lo repitió dos veces de manera irónica—. No para de decirme que soy el peor hijo que ha podido tener. Según él, no valgo ni para elegir una mujer de bien.

      —Tu padre ya me mete hasta en vuestras discusiones. No tiene suficiente con que no estemos juntos por él.

      —Tampoco estamos separados. —Aprovechó para guiñarle y robarle un beso.

      —Descansa, cariño. Te noto agotado y mañana tienes reunión a primera hora.

      Apagaron la luz y se fueron a dormir, ella apoyada en el pectoral de él y con las piernas entrelazadas mientras Raúl la abrazaba. Una postura muy romántica en la que duraban segundos. Ambos eran igual de nerviosos hasta durmiendo y siempre acababan de cualquier forma, dispersos sobre la cama y robándose las sábanas en época de frío. A la mañana siguiente, Cristina ya se había ido a clase cuando la chica se levantó a preparar el desayuno y llevarlo a la cama. Quedaron en verse para cenar y ponerse al día.

      Tras despedirse con un par de achuchones, cada uno emprendió su camino hacia la rutina. La chica no se había dado cuenta de la hora, pero acababa de perderse la primera clase de Elena. Tendría que esperarse los veinte minutos del final y entrar de manera discreta, por si había suerte


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