El poder. Ana Rocío Ramírez
pensando que era el mejor en lo suyo, analizando a las personas y poniéndolas a prueba.
La chica volvió a clase. Sin darse cuenta volvió a destacar con su entrada, su cara de enfadada y su portazo al entrar hicieron que todos centraran sus miradas en ella, incluso la profesora, Elena, la cual preguntó con un tono amable y empático:
—¿Todo bien, nena?
La chica, sorprendida por el interés de aquella profesora y con ganas de gritar que el Señor era un cabrón injusto, mintió y sonrió mientras decía:
—Todo bien, como siempre. Disculpe la interrupción de nuevo.
Volvió a su sitio, tras levantar a varios de sus compañeros, para sentarse junto a su fiel compañera desde el primer día, su amiga Laura, quien nada más verla sabía que todo había ido mal y venía con todo tipo de novedades, salvo con un aprobado. La chica aprovechaba cada minidebate que la profesora creaba en clase para contarle todo lo ocurrido y Laura se indignaba por la soberbia del Señor con cada palabra que su amiga refería sobre aquella tutoría.
La clase finalizó. Ambas seguían hablando, notándosele a la chica que tenía algún problema por la alteración con la que hablaba. Elena recogía lentamente. Intuía que lo estaba pasando mal y quería hacerle ver que estaba ahí para oírla si ella quería. Cuando pasaron frente a ella, con tono de orden les pidió que se quedaran las últimas. Ambas esperaron a que todos sus compañeros salieran para hablar más cómodamente.
Lo hicieron. Tanto Laura como la chica sabían que las palabras de Elena podrían servir de mucha ayuda en aquellos momentos. Una vez que todos estuvieron fuera, la profesora fue directa y clara:
—¿Qué te pasa? ¿Está todo bien? ¿Te puedo ayudar en algo?
La chica le contó todo lo que no hacía ni una hora acababa de suceder en el despacho del Señor, como si una amiga más fuese. Era la primera vez que hablaba con ella de algo que no fueran dudas o relacionado con la asignatura que impartía. Sería la primera de las muchas veces que hablarían juntas sobre el Señor.
Elena, como la propia chica, no se imaginaba las verdaderas intenciones del Señor, por lo que los consejos de la profesora hacia su alumna fueron típicos:
—Es así. Estudia y demuestra en septiembre que puedes con la asignatura. Si necesitas ayuda con cualquier cosa, ya sabes dónde tengo el despacho. Suerte y ánimo.
Unas pocas palabras que no pasaban de ser un mero y cordial consejo, el primero de muchos que Elena daría a la chica. El primero de muchos que la chica escuchó y no siguió.
Elena se marchó de clase, dejando a Laura y la chica juntas, las cuales decidieron no hablar más de aquel tema hasta que llegara septiembre, para lo que faltaban siete largos meses aún. Irónicamente, la chica tuvo la desgracia de hablarlo de nuevo con el propio Señor en los primeros encuentros casuales que se comenzarían a dar las semanas siguientes y que llegarían a hacerse habituales.
La chica volvió a casa con su típica sonrisa nerviosa. Allí estaría Cristina, impaciente, esperando noticias sobre la tutoría. Su mejor amiga era totalmente opuesta a ella: callada, noble, cariñosa, tranquila, entre muchos otros rasgos, ninguno de ellos compartidos, aunque juntas eran la combinación y el contraste perfectos. Sin duda alguna, Cristina era quien más la conocía. Seis años de amistad, entre los cuales cuatro eran de convivencia, habían dado pie a una confianza y un vínculo extremo de la una con la otra. Más que amigas, eran y son hermanas. La chica se sentía totalmente afortunada por poder contar con ella en su vida.
Desde este conocimiento, Cristina veía que la situación se estaba poniendo difícil, pues la preocupación en el semblante de su amiga era notoria. A la chica le rondaban muchas cosas por la cabeza. Tantas que ninguna le cuadraba.
3. ¿UN SEÑOR PREOCUPADO?
Al día siguiente, como solía ser costumbre en la chica, se levantó con el tiempo justo para ir a clase y sin nada más en la cabeza que sus ganas de seguir a lo suyo y con su carrera. Laura ya había llegado. La esperaba impaciente y preocupada para preguntarle:
—¿Todo bien?
—Sí, no te preocupes. No pienso comerme la cabeza por una asignatura. —La chica tomó asiento.
—No merece la pena. Además, seguro que te la sacas en septiembre.
—Es lo mínimo. Me pondré a estudiar de lunes a jueves para después poder echar horas extras en el trabajo tranquilamente.
—Hoy también trabajas, ¿no? —Laura siempre estaba al tanto del trabajo de la chica para ayudarla en el día a día con los apuntes.
—Sí, ahora estoy de viernes a lunes. Suelo echar unas ocho horas en la cafetería y el resto de días entre semana solo las cenas por la noche.
Llegó el profesor. Casualmente, era uno de los becarios y súbditos del Señor. Ernesto, en clase, era incluso peor que su propio jefe, pues se le notaba que quería demostrar su valía para el trabajo. El problema era cuando su exceso de ego le hacía quedar peor. Los alumnos no lo criticaban por su escasa simpatía, dado que ya estaban acostumbrados a que todo por aquella torre fuera así, sino por la falta de flexibilidad a la hora de impartir sus clases. Un hombre esquemático que seguramente sabría más allá de lo apuntado en su folio, pero al que los nervios y el querer imponer su pensamiento sobre los alumnos le hacían quedar como un inútil más de los que daban clase por aquel campus.
Acabadas las clases, tanto Laura como la chica se despidieron en la cafetería de Alfonso, quien siempre lo hacía diciendo antes de cada fin de semana lo larguísimo que se le haría por no poder ver a sus niñas. Alfonso era un hombre peculiar donde los hubiera, de más de cincuenta años y estudiando de nuevo para matar el tiempo libre que la jubilación anticipada le había regalado. Si bien es cierto que en primero de carrera había congeniado mucho más con Laura, pues ambos eran los más brillantes de clase y, a pesar de sus evidentes diferencias políticas, se sentía como otro padre de ella; a lo largo del segundo curso la chica y él fueron teniendo mayor relación, sin querer fue asimilando su amistad con Alfonso como un sustituto anhelado de la escasa relación con su padre.
La chica estaba convirtiéndolo en su padre putativo, aunque a ojos de los demás no fuera más que un viejo de cincuenta años arrimándose a una joven. Quedaban al menos un día a la semana para tomar un café. Él estaba en uno de sus peores momentos: tenía tanto problemas de salud como personales en casa. Ella se estaba convirtiendo en su paño de lágrimas y él en un padre de verdad para la chica, de los que escuchan y apoyan.
Inmersos en la rutina, cada uno por su lado pero bajo un mismo techo académico donde el cruzarse se daba a menudo, y más si se intentaba a propósito, el Señor no tardó en ver a la chica tras la revisión. Solo dos semanas más tarde se encontraron en el centro de fotocopias y él se acercó a ella:
—Buenos días, señorita —dijo mientras se esforzaba en sacar una sonrisa de simpático.
—Buenos días, profesor.
—¿Ha seguido mis consejos de la asignatura?
—En este cuatrimestre me voy a centrar en el resto. Cuando llegue el verano me pondré en exclusividad con ello. —Los nervios de la chica eran esbozados en su sonrisa.
—Pero en verano no hay tutorías. Le recomiendo que se pase la semana siguiente por mi despacho para decirle el punto de unión entre el temario y las lecturas. La clave para comprender mi exigencia.
—Se lo agradezco, pero no es necesaria tanta molestia.
—No es molestia. Me supo mal suspenderla, pero sé que he hecho bien porque me lo dará todo en el siguiente examen. Y si no, pues en el siguiente. Quiero ver por qué eligió esta profesión. —Poco común ver frases de ánimo en él.
Y se fue sin dejar ni siquiera una oportunidad de contestación, pues sin duda le encantaba ser el último en hablar, que fueran sus palabras las últimas que hicieran eco en el lugar. La chica siguió con sus