El poder. Ana Rocío Ramírez

El poder - Ana Rocío Ramírez


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levantó la cabeza, contempló su reflejo y supo que algo dentro de él no estaba igual. La intriga le estaba haciendo dudar; no pensaba con claridad. Simplemente quería ponerla al límite y poder así observar de qué materia estaba hecha la chica.

      Abandonó el examen dejando a sus súbditos con las labores de plebeyo y vigilancia. Se dirigió a su despacho con idea de comenzar a trabajar cuando miró el reloj y decidió irse a casa a desfogar con su esposa todos aquellos nuevos sentimientos que su cuerpo estaba experimentando, a regalarle el oído a la mujer que lo mantenía pero no lo hacía feliz. La chica, mientras tanto, ajena a los pensamientos retorcidos del Señor, tenía su mente concentrada en aquel examen, quizás de los más fáciles de su vida, sin poder imaginarse lo que todo aquello le depararía en su futuro.

      Acabó el examen antes del tiempo límite, recogió sus cosas y dio las gracias al becario educadamente. Con su mochila colgada de un solo hombro, como siempre solía hacer, se marchó de la clase con su mejor sonrisa. Fuera de esta se encontró con sus compañeros, quienes también estaban asombrados por la generosidad y benevolencia del Señor en el examen. Juntos se fueron al bar a celebrarlo. Esperaban que para la semana siguiente estuvieran los resultados. Ninguno esperaba suspender esa evaluación tan asequible.

      Efectivamente, las notas fueron excelentes y favorables para todos, salvo para ella. Ilógicamente, había suspendido con una nota un tanto llamativa: 4,9. Por tan solo una décima sus posibilidades de aprobar la asignatura se prorrogaban. Debía seguir intentando superarla o pasando pruebas, como luego descubriría. No lloró en aquel momento. No sintió que verdaderamente fuese injusto, a pesar de las buenas sensaciones tras acabar el examen, dudó incluso de si había fallado en algo grave, pues todos cometemos errores. Lo que no pensaba es que el suyo hubiera sido ser ella misma en todo momento.

      Se citaron en tutoría dos semanas después. Algo tarde, pero el Señor, como en el futuro sería muy propio, quería forzar a la chica, situarla al límite de sus nervios para comprobar de primera mano cómo actuaba en cada una de las situaciones que la vida le brindara. Quería que el nerviosismo de por qué estaba suspensa y de si tenía opción a rascar esa décima que le faltaba le mostrara a la chica real, a la chica que se encontraba tras la fachada educada, tímida y simple que mostraba siempre en clase al profesorado.

      La hora fijada para la tutoría era justo en medio de una clase, con lo cual tuvo que levantarse en mitad de ella e interrumpir con su salida a la profesora, quien la observaba mientras seguía explicando con gestos de curiosidad. No solo molestó para poder salir de clase. Levantó incluso a tres de sus compañeros para salir de la bancada, haciéndose notar sin querer.

      Ahí estaba, un día cualquiera de marzo, esperando a que el Señor se desocupara para poder entrar en el despacho. Sus piernas volvían a temblar. No paraba de dar vueltas por el hall mientras oía las voces del Señor, siempre déspota, con uno de aquellos súbditos que rondaban por la torre. Este salió, con cara blanca y descompuesto por toda la humillación que allí acababa de sufrir; miró a la chica fijamente e incluso llegó a pararse frente a ella, pero sin pronunciarse, una mirada cómplice que la chica no entendía de ninguna manera, pero que en un futuro sería lo más humano que sentiría por aquellos pasillos.

      Se acercó muy silenciosamente a la puerta; sin embargo, tocó de forma firme y segura para que el Señor supiese que estaba allí, esperando la orden de entrada. Para alargarle más la espera, contestó desde su cómoda silla:

      —Un minuto.

      De esta manera la hacía temblar un poco más mientras él disfrutaba de un cigarrillo cargado de imaginación sobre lo que podría pasar, sobre qué cara mostraría. Lo irónico fue que pasó lo único que no había pensado.

      Tras su entrada al despacho, se quedó observándola de arriba abajo mientras ella permanecía en silencio, de pie, pues no pensó en ningún momento sentarse sin que el Señor se lo ofreciera.

      —Siéntese, señorita. —Le señaló la silla—. Cuénteme en qué puedo ayudarla.

      —Vengo para la revisión de mi examen. Teníamos la cita de tutoría fijada desde hace semanas.

      —Disculpe, ni recordaba ese tema. Le busco el examen mientras me comenta qué percepción tuvo al hacerlo, si fue buena o mala, y por qué cree que está suspensa.

      —Sinceramente, a esa última pregunta esperaba que usted me pudiera dar respuesta diciéndome en qué he fallado, qué debo mejorar y cómo puedo superar su asignatura. Yo salí del examen pensando que tenía un ocho como mínimo y aquí me hallo… —Aquella frase sonaba más humilde en su cabeza.

      —No se preocupe. Su cara me suena de que es de las habituales en clase. Seguro que tiene solución el problema. Si no ahora, en septiembre. Aquí tengo su examen. Léaselo y pregúnteme lo que quiera sobre él.

      Mientras la chica revisaba lo escrito semanas atrás, el Señor se encendió un cigarro contemplando su manera de sentarse, la forma en que pasaba las hojas. Pero sobre todo miraba sus ojos. Quería leer en ellos qué estaba sintiendo, qué ocultaba y qué pensaba. Tenía la necesidad de saber. Estaba tan absorto en ella y en sus interrogantes que no se dio cuenta de que la chica había acabado de leer y le hablaba. Se conectó a la conversación tarde, pero fue suficiente para no perder el hilo.

      —No sé en qué he fallado. Me gustaría saberlo, porque no entiendo la letra de las anotaciones en rojo. Dígame, por favor, cómo puedo mejorar. Y no solo aprobar en septiembre, sino sacar nota.

      —Mire, señorita, usted seguramente tendrá muy buenas notas en el resto de las asignaturas, pero en este departamento no somos de regalarlas. Si usted cree que su examen está aprobado, le hago una fotocopia ahora mismo y se lo lleva al decanato para reclamar una revisión distinta. Hágalo si tan segura está de su potencial. —Le devolvió la prepotencia anterior—. Ahora, le advierto que en esa revisión su nota se puede ver perjudicada, pues estará la profesora Úrsula, seguramente, y después dudo entre la asistencia de Facundo o Saúl, todos becarios y leales a mi persona.

      —Estoy segura de que he aprobado, pero sé que tengo las de perder si reclamo; me marcaría para el resto de la carrera. Es de estas ocasiones en las que si volvieras atrás lo volverías a hacer exactamente igual. Pues así me siento, pero frente a su poder no puedo hacer nada, y más cuando usted mismo me dice que será inútil. —No pudo callar.

      —Le repito que yo en su lugar iría a reclamar. Recuerdo el día que me dijo: «Quien no arriesga, no gana». Sin embargo, a las primeras de cambio saca la bandera blanca. Señorita, déjeme aconsejarle que estudie mucho en verano y se tranquilice; se está poniendo muy nerviosa. —Se encendió un cigarrillo y le ofreció.

      —Me está diciendo claramente que estoy aprobada, pero que ni reclamando obtendré esa nota. Como comprenderá, no solo me pongo nerviosa, sino que me enfado por la injusticia que estoy padeciendo.

      —No me malinterprete. ¿Le he dicho en algún momento que está aprobada? La he guiado hacia una oportunidad poco probable, pero la he ayudado. Señorita, no se victimice. Está suspensa. Asúmalo y póngase a estudiar, que es lo que debe hacer para aprobar. Viniendo aquí a intentar agradarme no lo conseguirá. No soy simple, no soy normal, no soy como el resto. Ya tendrá oportunidad de comprobarlo.

      —No me victimizo, y mucho menos por un suspenso, pero voy a cruzar esa puerta más segura de mi aprobado que cuando entré, al igual que la cruzaré sabiendo que no ha sabido explicarme el motivo de mi suspenso. No tenemos nada más que hablar. Muchas gracias por su atención —dijo tan tajante y contundente que ella misma se asombró.

      Y se fue, malhumorada y dejando con la palabra en la boca al Señor, quien no se la había imaginado nunca como una chica brusca, con temperamento y segura de sí misma. Si bien es cierto que había intuido ciertas aptitudes, las cuales le hacían pensar que la chica tenía carácter, era algo impulsiva e incluso bastante sincera, no sabía los niveles de cada uno de estos rasgos. Tampoco intuía qué más escondía tras cada uno de sus interrogantes. Una chica con un escudo de hierro, con el que intentaba aparentar que era fuerte, y él con una mente capaz de aflojar aquellos tornillos lentamente, pues el objetivo que se acababa de fijar


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