El poder. Ana Rocío Ramírez
tranquilamente a solas.
—¿Por qué te caigo mal? —Sonreía mientras la miraba a los ojos.
—No me caes mal, Raúl. Si no, no estaría sentada aquí contigo.
Automáticamente, la besó de una manera un tanto fría y con las intenciones claras de querer algo más y, aprovechando el banco junto al parque y que era una zona totalmente oscura y poco transitada, acercó a la chica hacia él. En ningún momento habían dejado de besarse; la tensión sexual era muy evidente. Ella se sentó sobre él, dejando caer sus piernas por la parte de atrás del banco y acariciando la nuca de Raúl de una manera muy sensual. Se le notaba el erizamiento de los vellos cada vez más. Él aprovechó para coger con cada vez más fuerza la cintura de la chica. Era muy evidente el deseo carnal con cada gesto. Estaban a punto de entregarse, pues la chica estaba igual de desinhibida que él y con las mismas ganas de quitarle la ropa, pero de repente, a pesar de que en aquel momento fuera lo que más le apetecía, mordió el labio de Raúl y se levantó.
—Hoy no va a ser el día. Hoy no me apetece ser un número más.
—Estás de broma, ¿no? ¿De verdad me vas a dejar así? Pero si tú también quieres.
—Pero mi orgullo no me lo permite. Hasta pronto, rubio. —Se dio la vuelta sonriéndole y se fue.
—Hasta nunca, que eres una niñata chula y estúpida —le gritó enfadado y con cara de incrédulo.
Cada uno tiró hacia un lado. La chica se había preocupado con la última frase de él, pues realmente le apetecía, y mucho, estar con Raúl; pero no podía dejarse llevar. No era más que un niñato que solo quería un polvo, mientras que ella se acabaría pillando. Sabía que a pesar de estar culpándose por quedarse con las ganas, había hecho lo correcto para no sufrir.
Mientras tanto, Raúl no paraba de maldecirla por haberlo dejado tirado con el calentón. Su ego no se estaba creyendo lo que le acababa de pasar. Sin embargo, cuando llegó a su casa y encontró a su compañero de piso y amigo no paraba de reírse. Los nervios le hacían soltar una carcajada tras otra.
—Raúl, ¿qué te pasa? ¿Qué has fumado? —le preguntó Germán.
—Esa niña es una auténtica cabrona —le decía una y otra vez entre risas.
—No te has podido acostar con ella, ¿verdad? Pues me alegro. A ver si así se te bajan los humos. —Una frase que le dedicó mientras le golpeaba la rodilla.
—Llevo todo el camino pensando quién se cree. No está tan buena para que se lo tenga tan subido, pero ahora no puedo parar de reírme porque la hija de su madre sabe que no me voy a dar por vencido y la voy a llamar.
—Pues sin el número lo tienes difícil. —Ahora era Germán quien reía.
—Va a hacer que me lo curre. No será una noche de sexo sin más.
Y así fue. A los pocos días Raúl volvió a la clínica para sonsacarle el número de teléfono a la fisioterapeuta que los había tratado a los dos.
—Dolores, no seas así. No se lo voy a decir a nadie, pero necesito su número, por favor.
—Raúl, te conozco lo suficiente para saber que no te tomas nada en serio, empezando por tu propia salud. ¿Has seguido haciendo los ejercicios?
—No me cambies de tema. Después me regañas, pero dame el número.
—¿Por qué esa insistencia? Si ella no te soportaba. ¿No te has dado cuenta en estos tres meses? Siempre ha dicho que eras un niño de papá, un pijo repelente, prepotente y creído.
—Eso me está doliendo, así que merezco una recompensa por tus hirientes palabras —le dijo en tono irónico y con intento de poner cara de pena.
—Está bien, pero esta conversación nunca ha existido. Aquí lo tienes. Fotografía la tarjeta de paciente y vete.
—Dolores, eres la mejor. Sin duda, Dios te lo va a compensar con muchos hijos.
—Vete y no digas tonterías. Pero una cosa te digo, como mujer y como madre tuya que podría ser: no es de las tuyas, no es tu tipo.
—¿Y cuáles son de mi tipo? —Le dedicó la mejor sonrisa picarona.
—Sabes a lo que me refiero. Esta chica no te va a ser nada fácil. No es para nada hueca y es de las que te cortan el rollo rápido.
—Me gustan los retos —exclamó mientras le daba un beso en la frente y se fue de la consulta.
No esperó ni siquiera a salir por la puerta principal del hospital cuando ya estaba llamando; sin embargo, no tuvo fortuna y la chica no se lo cogió hasta el día siguiente por la noche. Tardó todo un día, para desesperación de Raúl, quien no pudo evitar que se le notara cuando por fin le cogió el teléfono:
—Sí, dígame.
—Rubia, ¿tú que pasa? ¿Que no sueles devolver las llamadas perdidas?
—¿Raúl? —La chica se mostró totalmente sorprendida.
—Así me llamo. ¿Qué tienes que hacer esta noche?
—Pues acostarme, mañana tengo clase. Te recuerdo que estoy en bachillerato y tengo selectividad en un mes.
—Es verdad, que eres toda una baby —bromeaba por la diferencia de cinco años.
—¿Me has llamado para decirme tonterías? ¿Qué quieres? ¿Y cómo tienes mi número?
—¿Te apetece ir a cenar este sábado?
—Prefiero comer. Por la noche he quedado para salir. ¿A qué hora?
—Te recojo a la una en el parque de la otra vez.
—Vale. —Colgó sin dar oportunidad de decirle nada más.
Durante mes y medio estuvieron quedando los sábados para comer y besarse a ratos. Se mandaban mensajes casi todos los días, cuyo contenido no era más que burlas del uno hacia el otro, junto con las trivialidades que les pasaban a lo largo del día, provocando el mismo efecto en ambos: una sonrisa pura, sincera, y la sensación de que algo más se estaba gestando.
El sábado siguiente de la Noche de San Juan quedaron a cenar y posteriormente decidieron irse a un mirador en la montaña donde poder hablar, hacer y deshacer sin dar explicaciones. Allí, nada más salir del coche, la chica se apoyó en el capó. Raúl, muy peliculero, comenzó diciendo lo bonitos que estaban el cielo y las estrellas hasta que, de repente, se giró hacia la chica y se colocó frente a ella, rozando nariz con nariz:
—¿Sabes una cosa? Eres como el vino: de las que mejoran cuando se las conoce y de las que van a madurar muy bien.
Acto seguido la besó, cogiendo con su mano derecha su cuello y mejilla mientras con la izquierda acercaba su cuerpo al suyo. Ella, totalmente receptiva, rodeó con sus piernas la cintura de él mientras le metía la mano en el bolsillo trasero para acercarlo aún más. Tras varios minutos en los que las chispas no paraban de saltar entre ambos, besándose en la boca y el cuello, de nuevo y de repente ella le mordió el labio; inmediatamente, él abrió los ojos y, con sus manos aún en su cuello y cintura, le dijo:
—Ni se te ocurra, rubia.
La chica, entre risas, le volvió a morder, pero esta vez más lentamente, y en un susurro le dijo:
—Era broma, rubio.
Cuando acabaron, Raúl se tumbó y rodeó con su brazo a la chica, besándola de nuevo en los labios y la frente; sin embargo, ella se levantó y comenzó a vestirse.
—¿Dónde vas? —preguntó con cara de preocupación.
—Ha valido la pena la espera, ¿no? Pero ya tienes lo que querías, ¿no? Pues entonces me voy.
—Yo no he dicho eso en ningún momento. —Se quedó totalmente incrédulo.
—Raúl, en todos estos meses te he escuchado