El poder. Ana Rocío Ramírez

El poder - Ana Rocío Ramírez


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y tacto, pues, como bien decía siempre Mar, la confianza da asco.

      Se reunían desde la nueve de la mañana hasta la madrugada. Solo paraban para comer y para los respectivos cigarritos, aunque siempre hacían intermedios de risas, charlas y cotilleos en mitad de la biblioteca, entre susurros y miradas compenetradas. En aquellos días se reunían de manera fija la chica, Cristina y Mar, estudiante de Psicología, bipolar pero directa y expresiva como la que más. Para ella no existía la sutileza. Teniendo confianza, diría lo que pensaba sobre ti o cualquier persona. Todo un personaje peculiar, pero de las pocas que confiaron en la chica cuando, con dieciséis años, quiso cambiar su mal genio y carácter. Sin duda, llevaba su vocación de psicóloga y de querer ayudar a los demás desde siempre en su interior.

      La chica contaba con un grupo de amigos sólido desde los once años. Las mismas amigas y amigos que, aunque habían tomado destinos y carreras distintas, los fines de semana se veían en Marbella, en los bares de siempre, a pesar de las distancias y la falta de contacto diario. Estaban ahí como siempre habían estado. Un claro ejemplo de ello era Adelaida. Estudiaba Ingeniería en Algeciras y ningún día le faltó un «buenos días» o un «¿qué tal estás?». Amiga de sus amigas, se preocupaba por cada una del grupo de manera individual y colectiva. Semana tras semana insistía en una cena de las amigas de siempre. Sin duda alguna, era el pegamento del grupo; la que hacía que, a pesar de llevar vidas distintas y en diferentes lugares, se volviera a la tierra cada fin de semana. Una paciencia de santa tenía con todas ellas.

      Adelaida no dejaba de ser otra loca más de ese grupo, fiestera pero con los pies en la tierra, capaz de sacar una sonrisa a cualquiera con sus alocados planes donde no faltaba el pasarlo bien en ningún momento. Una amiga de los pies a la cabeza. La chica agradecía al mundo haberla puesto en su camino hacía ya muchos años, pues era una rompedora de rutina, un botón de desconexión que ayudaba sin parar, día tras día, a sacar sonrisas, cuando muchas veces ni ella misma tenía fuerzas para ello.

      La chica se sentía afortunada por todas y cada una de sus amistades. Por eso no le importaba todo el mal rollo que se había creado en clase, la cual estaba dividida como en dos bandos: los amigos de Laura contra el resto. Estaba acostumbrada al concepto piña como grupo; por eso nunca se cansó de dar la cara por esta una y otra vez, de responder a cada comentario de los compañeros que intentaban molestar. No llegó a comprender tanto odio hasta que llegó el final del curso y ella se mezcló en esta historia, pues se sentía en deuda con Laura por su ayuda con los estudios en los primeros años de carrera.

      La chica suspendió la asignatura de Ernesto, el súbdito del Señor, al igual que el resto de la clase, salvo Alfonso y Laura, por lo que ni se molestó en ir a revisión. Las notas con Elena no estuvieron mal: un sobresaliente y un notable bajo. Estuvo a punto de preguntarle si el sobresaliente había sido merecido o por las tardes de café, pero lo dejó pasar, pues seguramente la pregunta la ofendería por poner en duda su profesionalidad.

      Ese mismo día, el último en la facultad antes del verano, se volvió a encontrar al Señor en un sitio que se convertiría en el punto de encuentro «casual» en el curso siguiente: el aparcamiento de motos. Esta vez no se paró. Iba acompañado de Úrsula, una de sus empleadas. Sin embargo, sí le dedicó una frase:

      —Nos vemos en septiembre. Estudia.

      Comenzaba el verano, una rutina distinta formada por trabajo, más trabajo y estudio por la noche. No es que de camarera fuera a ganarse la vida, pero estos dos trabajos hacían que pudiera seguir manteniendo sus estudios en Málaga y, de vez en cuando, darse una escapadita. Raúl, por su parte, harto de verla esforzarse, le ofrecía ayuda económica para que no tuviera que estar tan asfixiada, pero el orgullo de la chica no podía permitírselo.

      Era la época en la que más se veían. Prácticamente vivían juntos durante los tres meses. Una vida de casados independientes, pues salían a trabajar, con sus amigos y por la noche volvían a la casa para pasar la noche juntos o, simplemente, para amanecer juntos. Seguían con su relación, incomprendida por el mundo pero elegida y cómoda para ellos.

      Los meses se les pasaron a ambos volando. Cuando la chica se dio cuenta, era septiembre y tenía que enfrentarse a dos exámenes, ambos del mismo departamento del Señor. Aun así, estaba convencida de que aprobaría. Había estudiado y preparado las asignaturas como ninguna otra hasta ahora. Raúl la acompañó. Estaba igual de nervioso que ella, sobre todo cuando, estando fuera, reconoció al Señor y vio que no solo merodeaba por su examen, sino también por el de su empleado en los días siguientes. Estaba buscándola.

      6. SEGUNDA PRUEBA

      Raúl no le quitaba ojo a aquel hombre mayor. Este no paraba de dar vueltas por la entrada del aula donde la chica estaba realizando el examen con su súbdito. Esperaba algo y se comenzaba a inquietar; no disimulaba los nervios, pensando que no estaba siendo visto. De repente, se abrió la puerta de la clase donde se estaba realizando la prueba. Era Ernesto. Sacó un par de folios para dárselos en mano a su jefe, al Señor.

      —Acaba de entregármelo. Ni ha salido aún del aula.

      —Perfecto, Ernesto. Muchas gracias y ya te informaré.

      Ante esta situación, Raúl enmudeció y pasaron meses hasta que se lo contara a la chica, pues no quería inquietarla con dudas sobre si aquellos folios eran las hojas de su examen.

      Justo cuando el Señor salía del hall sin dedicarle una mísera mirada a Raúl, indiferente a su presencia, salió la chica del examen con una sonrisa esplendorosa y dispuesta a comerse a besos a Raúl para agradecerle su espera allí.

      —¿Qué tal, rubia? —Besó su frente.

      —Muy bien. Tanto el del Señor como este los debo de tener aprobados. —Inocente seguridad sobre cómo su esfuerzo obtendría recompensa.

      —Entonces, ¿a dónde vamos a celebrarlo?

      —Para comenzar, a un buen sitio para comer.

      —Perfecto. Sé un restaurante que te va a encantar.

      —¿Te pasa algo? Te noto raro, cariño… —La chica lo percibía pensativo de más.

      —Es mero aburrimiento. No me gusta tu campus universitario ni la gente de él. Es todo muy aburrido —le dijo fingiendo una sonrisa picarona para no preocupar a la chica.

      —Sácame de aquí. Necesito desconectar —dijo con un tono casi de súplica.

      —Yo me encargo ahora —le dijo tras darle otro beso e intentar que se sintiera protegida y segura.

      Camino al coche, y como siempre en el parking de la salida, se encontraron con el Señor.

      —¿Cómo te ha salido el examen? —preguntó con tono amistoso a la chica.

      —Bien, aunque la última palabra la tiene usted, como siempre.

      El Señor sonrió tras unos segundos de silencio incómodo. No pudo evitar que los ojos se le fueran hacia a la chica, pero de una manera sensual, contemplándola de arriba abajo. En su visión global no estaba Raúl, que desde fuera contemplaba toda la situación y no pudo evitar intervenir.

      —Hola. Yo soy Raúl, su novio —le dijo mientras le estrechaba la mano.

      —¿Es usted alumno mío? —le dijo con tono de burla, pues sabía perfectamente la respuesta.

      —No. —La sequedad con la que respondió era impropia de la caballerosidad de Raúl. Estaba incómodo. El Señor lo estaba notando y disfrutando.

      —Suerte con las notas —le dijo a la chica, mirándola solo a ella.

      Tras irse, Raúl no pudo evitar preguntar para confirmar de nuevo que era el mismo hombre que la había suspendido.

      —Sí, el mismo —le afirmó la chica—. Pero dime, tontorrón, esa necesidad de marcar territorio.

      —No he hecho eso. Simplemente me ha nacido presentarme —le dijo con una sonrisilla de compasión tras crear una situación incómoda.


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