Progeniem. María Cuesta

Progeniem - María Cuesta


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      —¿A qué habéis venido?

      —Traemos toallas para que os duchéis.

      Luis, al parecer de Derek, siempre había tenido una sensibilidad especial con las personas, así que, entendiendo perfectamente la situación, dejó las toallas y arrastró a Carlos fuera a la vez que cerraba la puerta.

      —No tomes en serio a Carlos, sabe perfectamente que...

      Ella hizo como que no lo había oído.

      —Me ducho yo primero, ¿vale?

      Derek suspiró, ni dos minutos solos en paz.

      —Vale.

      * * *

      Emma ayudó a preparar la cena, se sentía en su elemento. Ana, que era incapaz de hacer una tortilla, la miraba maravillada, como si fuese algo digno de observar y no aburrido hasta cansarse. Pero para Emma era especial. Aunque lo hiciese todos los días, aunque no fuese tan emocionante ni increíble como salir a la batalla, hay muchos tipos de batallas, y conseguir que tu hermana coma para que no se muera también era una lucha.

      —Ya está todo listo. ¡A comer!

      Los chicos aparecieron hambrientos y engulleron hasta la última miga, incluso pidieron más. Tanto ella como Ana comieron también con ganas. Esas diez horas sin comer habían sido como meses, y su estómago agradeció la comida más que nunca.

      —¿Os ha gustado?

      —Zi —dijo Luis con la boca llena.

      —Rikízimo. —También balbuceó Carlos.

       Emma aún no podía quitarse de la cabeza lo que había paado antes con Derek. Había sido bonito, sí lo había sido, hasta que Carlos insinuó otra cosa y la hizo sentirse sucia. ¿Por qué la gente tiende a malinterpretar las cosas? No es que estuviese enfadada con Carlos, sino con ella misma. Ella no había hecho nada malo, era joven, lo sabía, y Derek era más mayor y exageradamente guapo; y bien, estaban en la habitación solos, pero aun así, ¿por qué insinuar algo que sabes que no es así? Como si hubiese sido suya la idea de dormir con él. No, había sido de Ana, que se le había adelantado; y no porque quisiese dormir con Margaret, claro que no, ella prefería con Derek por razones más que obvias. Y por si hacía falta decirlo, esas razones no implicaban sexo.

      Pero antes de replicar, había pensado en Ana y en qué pensaría Luis. A ningún chico de la tierra le haría gracia que la chica que le gusta durmiera con Derek. ¿Una tontería? Puede ser, pero ¿quién era ella para decir de qué tenía que tener celos Luis?

      —Te ayudo a recoger —dijo ella.

      —No, Emma, tranquila, tienes que descansar; todos, de hecho.

      Era cierto. La ducha la había revitalizado, pero su tiempo de energía se estaba acabando. Subió las escaleras como un zombi y como le pareció infantil preguntar por un cepillo de dientes cuando todos ya estaban a punto de entrar en sus habitaciones, se calló y entró en la suya.

      Derek ya estaba allí, ojeando una revista sin demasiado interés. En la portada, una chica con una buena delantera y formas increíbles miraba como solo una modelo puede mirar y que quede tan provocativo. Emma pensó en sus piernas y en lo largas que había dicho Margaret que parecían, y por primera vez reparó en cómo era su cuerpo. Ya no era ninguna niña y tendría que tener ya todas las formas de mujer, pero estaba poco desarrollada. Daba igual, quiso convencerse, «lo importante es la misión, no tu estúpido cuerpo».

      —Emma, ¿te puedo hacer una pregunta?

      —Supongo.

      No quería hablarle hostil, pero todavía se sentía incómoda.

      —¿Conociste a tu madre?

      —Sí y no. Ella se fue cuando era muy pequeña, cinco años tenía yo; a veces sueño con ella, pero no podría ponerle una imagen clara. De todas formas, da igual, lo más seguro es que esté muerta.

      Pero no lo sentía así, sentía que, de alguna forma, su madre estaba allí fuera, esperándola.

      —¿Y tú? —La miró sin comprender—. ¿Conociste a tus padres?

      —Sí, claro que los conocí; también tenía un hermano.

      Y a Emma le bastó que el verbo tener estuviese en pasado para comprender que no debía seguir preguntando. Se tumbó en la cama y se empezó a cubrir, pero antes de perder totalmente de vista a Derek, le oyó reírse y no pudo evitar la pregunta.

      —¿Por qué te ríes?

      —Me sorprende que no hayas dicho algo así como «vaya, siento mucho que esté muerto» o «no debería haber preguntado, lo siento tanto». Es lo que la gente suele hacer.

      Ambos, tumbados de lado, se miraron. Bajo la luz de la luna que se filtraba por la ventana, Derek parecía muy joven.

      —La gente tiene una gran necesidad de fingir empatía; sin embargo, poca gente la siente de verdad.

      —¿Y tú? ¿Sientes la muerte de mi hermano?

      —Siento el dolor que te haya podido causar, pero no lo conocí, no puedo sentir el fallecimiento de un desconocido.

      Y después de aquello, Derek se dio cuenta de que Emma no sería una anécdota en su vida. Pasara lo que pasase en un futuro, aquella chica que ahora cerraba los ojos exhausta estaba desordenando el caos.

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