Progeniem. María Cuesta

Progeniem - María Cuesta


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para decírselo, el sueño la venció.

      Despertó horas antes de parar, ya había salido el sol y lo único que había era un campo de tierra. No había nada que diferenciase el horizonte de aquella tierra; de tanto en tanto, un cultivo junto con una casa de agricultor, pero ni se plantearon parar y pedir alojamiento.

      Al fin, llegaron a un pequeño poblado; bueno, en realidad ni se podría llamar poblado, solo constaba de siete casas: una en ruinas; el restaurante oficial, que era más un basurero que un lugar para comer; un pequeño hostal; cuatro tiendas; y, al final, una casa de campo con tres plantas les cedió un aparcamiento.

      Era antinatural allí. En un pueblo fantasma no tenía cabida una casa como aquella, con un jardín lleno de flores y una pared de tono amarillento muy vivo, casi mareante, por no hablar de la rimbombante campana que colgaba en la puerta.

      La puerta la abrió una señora mayor en bata, con cara apepinada y los rulos puestos, además de un café en la mano derecha; no parecía un ápice impresionada de ver aparecer allí a cinco chicos totalmente desconocidos ni avergonzada de que la hubieran pillado sin ningún tipo de arreglo. Sus ojos color ámbar solo se iluminaron al encontrar a Derek.

      —¡Derek! Creí que no llegarías nunca. Te he echado tanto de menos. Pasad, pasad.

      Menos Derek, todos se miraron sin comprender: ¿De qué conocía a aquella mujer?

      La estancia era igual que por fuera, llena de flores y jarrones de colores. La pared, para disgusto de Emma, también era de color amarillo chillón, y todo olía a una extraña mezcla de flores y humo. El suelo, no muy limpio, era de mármol, y en las paredes descansaban cuadros de la dueña con un bebé que, conforme se acercaban al salón, iba creciendo. Una madre soltera, pensó Emma, y casi se echó a reír al pensar que Derek podría ser el padre:

      —Tomad asiento. ¿Qué te trae por aquí, Derek?

      —No puedo decírtelo, Margaret. Lo siento, pero agradezco tu hospitalidad; te pagaré los gastos que tengamos.

      —Tú no me vas a pagar nada, que te quede muy claro, para mí eres como de la familia.

      Por primera vez pareció reparar en el resto.

      —Conozco a Luis, a Carlos y a Ana, aunque supongo que ni os acordaréis. Os enseñaba idiomas cuando erais muy pequeños.

      Los tres intentaron fingir entre sorpresa y reconocimiento, pero la verdad es que, de haber visto a aquella mujer por la calle, tan solo hubieran pensado en lo chillona que era su bata.

      —Pero a ella no la conozco, ¿quién eres?

      —Me llamo Emma, Emma Tare.

      Abrió los ojos como platos y se llevó la mano a la boca mientras miraba a Derek.

      —¿Es la hija de Esther?

      La mención de su madre fue como clavar una astilla en un corte. ¿Cuánta gente la había conocido? Como hija suya que era, le hubiera gustado hablar sobre de quién era hija conociendo a su madre.

      —Sí —respondió Derek.

      —¿Conociste a mi madre?

      —¿Que si la conocí? Fuimos buenas amigas, hasta… claro está, cuando abandonó a los orígenes. Entonces ya no la volví a ver. He de decir que me sentí entre sorprendida y traicionada, pero tranquila, por nuestra vieja amistad tú también serás acogida.

      Le hubiera gustado preguntar más cosas, algo así como qué sabía acerca de su paradero, cómo era ella o si en alguna ocasión había hecho mención de su hermana o de ella, quizá, incluso, de su padre.

      —Necesitamos ducharnos y comer. No conozco esta casa, ¿dónde dormiremos?

      —Seguidme.

      El segundo piso era más de lo mismo, pero en vez de cuadros, había espejos redondos, con bonitas decoraciones en los bordes y velas aquí y allá. Nada parecía tener sentido u orden en aquella casa, como si la dueña, cada vez que le apetecía poner algo en algún lugar, lo colocara sin mirar lo demás. No había muchas puertas para lo largo que era el pasillo: la primera daba a un pequeño salón de descanso; la segunda, a un baño; no fue hasta la tercera cuando pararon.

      —Veamos. Carlos y Luis, ¿seguís siendo tan buenos amigos, no?

      Los chicos se miraron.

      —Lo puedo soportar una noche, si eso es lo que quieres decir.

      —Luis, cada día estás más tonto, tío.

      —Perfecto, pues podéis quedaros aquí.

      Los chicos, enzarzados en una discusión sobre quién era más tonto, entraron y cerraron la puerta, dejando que sus voces, poco a poco, se apagaran.

      —Con vosotros tres voy a tener un problema. Una tendrá que dormir conmigo en la cama de matrimonio. No es por nada, Derek, pero...

      —No necesito detalles. —La mujer sonrió y luego las miró.

      —En la otra habitación hay dos camas separadas, no creo que os muráis por dormir una noche con él.

      Emma miró a Ana y Ana miró a Emma. No podía dormir con Derek, ¿qué pensaría Luis? Estaba a punto de dar el paso, ella lo sabía, o al menos así lo sentía, así que no iba a dejar que aquello lo arruinase. Además, Emma parecía deseosa de que se ofreciese voluntaria. Muy en el fondo, sabía que entre aquellos dos pasaba algo.

      —Yo dormiré con usted, si le parece bien.

      —Perfecto, tú ocuparás menos que ella. No te ofendas cielo, pero qué piernas más largas.

      Avergonzada del comentario, a Emma no le vino bien que Derek sonriera y guiñara el ojo a Margaret, así que en cuanto esta le abrió la puerta de su habitación, entró como una exhalación.

      Dos camas con sábanas blancas les esperaban. En seguida —antes de prestar atención a las numerosas fotografías que descansaban sobre el escritorio de madera o de verse reflejada en el espejo de cuerpo entero que esperaba al lado de la puerta del baño— se dirigió a la ventana y miró por ella. Nada, la misma tierra, la misma soledad... Qué lugar más triste para vivir. Por muy colorida y decorada que estuviera aquella casa, no se puede ignorar lo que te rodea. Por muy mayor que seas, no puedes no salir de casa nunca, ¿o sí que podía?

      —¿Asustada, pequeña Emi?

      —¿Podrías dejar de llamarme así?

      —¿Cómo? ¿Pequeña Emi?

      Rodó los ojos. Lo hacía para provocarla, estaba clarísimo, pero no iba a caer, no señor. Si quería guerra, iba a tenerla.

      —No pasa nada, Derecito.

      —¿Cómo me has llamado?

      —Derecito.

      Acababa de llamarle Derecito una niña de quince años. Bien, cierto es que él aún no había cumplido los diecisiete, pero daba igual. ¿En qué momento le había perdido el respeto de aquella forma?

      —Si me vuelves a llamar así desearás haberte ido con el jefe de los bordeadores, pequeña Emi.

      —¿Cómo? ¿Derecito?

      Ni tres segundos y ya lo tenía detrás, en la misma posición que el bordeador hacía unas horas, con la diferencia de que Derek olía bien. Bueno, más que bien, olía a él, y ese era un aroma muy seductor. También estaba la diferencia de que Derek estaba definido y podía sentir sus brazos tensos a su alrededor. En definitiva, Derek era la gran diferencia.

      —Pequeña Emi, aún tienes mucho que aprender.

      —Yo también tengo un cuchillo.

      La puerta se abrió, sorprendiéndolos a los dos.

      —Chicos, una cosa... Joder, ¿ya estáis así? Derek, sería de gran ayuda que no intentases matar a Emma, ¿te ves capaz?

      —Luis, es que no lo captas,


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