Progeniem. María Cuesta
miró hacia atrás. ¿Cómo era posible que no se hubiesen despertado? Fue a despertar a Carlos, pero notó una mano en el hombro.
—No le despiertes, yo te ayudo.
—Pequeña Emi...
—Ni pequeña Emi ni nada. Soy más pequeña, no más inútil.
Y como ya veía venir el comentario sarcástico de Derek, salió del coche dejándolo con la palabra en la boca. Directamente, se encaminó al maletero y cogió la rueda que colgaba de la puerta. Pesaba bastante, así que no le quedó más remedio que dejarla caer al suelo y llevarla rodando.
—Es la rueda izquierda de la parte de atrás.
Mientras Derek quitaba la rueda pinchada, Emma miró a su alrededor. Quería ver qué les había podido hacer pinchar, pero estaba tan oscuro que temió que si se alejaba de los faros del coche, no podría volver.
—Pasa la rueda nueva.
La empujó ligeramente y rodó hasta posarse junto a él. Derek la empezó a insertar, pero Emma notó que no le vendría mal un poco de ayuda, así que se arrodilló y, sin hacer caso a la mirada que el chico le echó, empujó; a la tercera vez, lo consiguieron.
—Podría haberlo hecho solo.
—Lo que tú digas.
Un crujido, y Derek ya tenía el cuchillo fuera y estaba en posición de ataque. Emma, que no había tenido tiempo de procesar el sonido tan rápido, se limitó a quedarse quieta, intentando adivinar de dónde había podido provenir:
—Entra en el coche y avisa al resto.
Pero no hizo falta nada de eso. La puerta del coche se abrió, dándoles un gran susto, y salieron los tres.
—¿Por qué hemos...?
Carlos calló al ver la cara de advertencia de Derek. Los tres hicieron lo mismo, desenvainar los cuchillos (en el caso de Ana, la pistola). Tanto Luis como Carlos pronunciaron una palabra en un idioma desconocido, latín habría dicho Emma, y la hoja de sus cuchillos se tornó de fuego. Nadie pareció sorprenderse, pero ella no podía apartar la vista de ellos. Una palabra era todo lo que necesitaban y conseguían fuego.
—Emma, métete en el coche.
Ella, en vez de escuchar a Derek, sacó la pistola. Quizá el cuchillo era más mortal, pero no quería acercarse a lo que fuese que estaba ahí fuera más de lo necesario.
—Emma, lo digo en serio, entra ya.
—Escucha a Derek, Emma.
Le dolió que Ana apoyara a Derek. De todas las veces que podría haber estado de acuerdo con él, tenía que elegir esta. Pero no les dio tiempo a seguir insistiendo porque de las sombras aparecieron tres hombres; también iban armados y, aunque eran menos, había algo en la forma en que miraban que intimidaba.
El del medio era el más aterrador: le faltaba un ojo y varios dientes, tenía el pelo desgreñado y una mirada presa de la locura; paseaba su lasciva lengua por sus labios, parecía hambriento.
Los de sus laterales también estaban sucios y tenían aspecto enloquecido; sin embargo, el de la derecha era más joven y, porque no tenía tiempo de hacer especulaciones, bien podría ser hermano del de la izquierda.
—No hemos venido a pasar vuestra frontera, bordeadores. La rodearemos y continuaremos con nuestro camino, no queremos derramar sangre.
—Es bonita, ¿verdad, Peter? Al jefe le gustará, podemos salvar su vida.
Emma echó un vistazo a Ana, esperando que mirara con asco al hombre, pero la mirada de ella estaba fija en Emma. No le dio tiempo a girarse, ya sentía a alguien rodeándole el cuello; un segundo después veía todo desde otra perspectiva. Sus cuatro acompañantes estaban situados frente a ella con miradas horrorizadas. A su lado estaba el tipo al que le faltaba un ojo y podía sentir la hoja de la cuchilla besándole la garganta.
—Genial, se puede trasladar —murmuró sarcástico Luis.
Pero Emma solo tenía tiempo de respirar poco a poco, teniendo cuidado de no moverse lo suficiente como para que el cuchillo la cortase.
—Estáis quebrantando la ley, no hemos pasado las fronteras.
—Te equivocas, chico. Las habéis pasado hace un rato, pero hemos esperado a que retrocedierais, como gentilmente nos ha pedido nuestro jefe; sin embargo, eso ya no importa.
Pensar. Emma tenía que pensar. Ninguno de los cuatro estaba atacando por miedo a que le rebanasen el cuello a ella. Si se libraba de él, podrían ganarles... Y se le ocurrió.
—Matarla sería un crimen igualmente —dijo Derek.
—No lo sería. Pero tranquilo, su sangre no la derramaremos, nuestro jefe la querrá para muchas otras cosas.
Con una rápida mirada vio cómo de irritado se sentía Derek. Seguramente se estaría arrepintiendo de haberla llevado, pero le haría cambiar de opinión. Fingió que se rascaba la pierna.
—¿Qué haces, niñata?
—Me pica la pierna —dijo en el tono más infantil que pudo.
—Me da igual.
Pero para cuando le dio el tirón, ya tenía el cuchillo en su mano, lo empuñó con fuerza y respiró hondo. 3... 2... 1… y clavó la hoja en el muslo de su opresor lo máximo que pudo. Le sorprendió que fuese tan fácil, y lo fue... hasta que oyó el profundo grito de dolor. Eso la despertó: había hecho daño a una persona.
Derek ya estaba sobre él y le rebanó el cuello. «Estaba indefenso», pensó. Pero ella también estaba indefensa y la había capturado, así que, con un movimiento rápido, se puso de pie y miró a su alrededor. Ana y Luis se encargaban de uno.
—Vaya, hijo del fuego y del agua, si no te quisiese matar seríamos hermanos.
Pero no sirvió para intimidarlo, ya que tres segundos después, la hoja del cuchillo empuñado por Ana atravesó el pecho del hombre. Luis la felicitó y Emma no pudo evitar pensar que matar a alguien nunca debería ser digno de celebración. Carlos lo tenía más complicado; evitaba mirar a su oponente, así que Emma imaginó que tendría algún tipo de poder mental. Daba igual, porque el hombre corrió a una velocidad inimaginable y la noche lo engulló.
—No vayas tras él, Carlos, no podemos permanecer aquí más tiempo.
—Ese hijo de...
Derek le interrumpió:
—Ana, cúrale la raja del brazo en el coche, pero subid ya.
Efectivamente, Carlos tenía sangre bañándole la manga. Emma no quiso mirar; de algo estaba segura, curandera no podía ser, ni siquiera era capaz de ver sangre. Ella también se encaminó al coche, deseando salir de allí y hacer como que nada había pasado, pero una mano en el hombro la retuvo. A punto estuvo de desenvainar el cuchillo hasta que vio que era Derek. ¿Qué le pasaba? ¿Desde cuándo al mínimo sobresalto sacaba un arma? Se adelantó a sus palabras:
—Lo siento, no sé por qué dejé que me cogiese, pero no volveré a fastidiarla, solo necesito un poco de práctica.
Derek no la comprendía. ¿Una disculpa? ¿Por qué? ¿Por dejar a uno fuera de combate, por enfrentarse al peligro sin inmutarse? Era tal su asombro que solo fue capaz de decir:
—Tranquila, no pasa nada.
Ojalá hubiera sido capaz de decirle lo que pensaba.
* * *
Diez horas y treinta minutos hasta que volvieron a parar, ni siquiera para ir al baño o tomar algo de comida; solo bebían, y, muy de vez en cuando, alguien intentaba dar conversación. El brazo de Carlos se curó a una velocidad impresionante, quince minutos y ni rastro siquiera de una pequeña cicatriz.
—Si tú te hicieses una herida y cantases, ¿te curarías?
—Claro,