Progeniem. María Cuesta

Progeniem - María Cuesta


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los rebeldes, por supuesto.

      A Emma le molestó que se riera, aquella situación era de todo menos graciosa.

      —Emma, ¿tú crees que si supiésemos dónde están no los habríamos atacado?

      —Lo que creo es que son más poderosos de lo que quieres hacerme creer y aún no estáis preparados para asaltar su base.

      Sus miradas se cruzaron: la de ella, franca y serena; la de él, cargada de emociones. Había dado en el clavo.

      —¿Tengo razón?

      —En parte. Ir a su base es un suicidio, sabemos que se encuentra en una selva que está a tres días en coche. Quien ha tenido la suerte de llegar con vida, no ha sido capaz de encontrar el lugar o de, al menos, salir de la selva. ¿Quieres más detalles?

      Pero Emma ya no lo escuchaba. Una selva, tres días en coche, otros tres de vuelta, eso la dejaba con una semana, quizá un poco más, para conseguir salvar a su hermana. Por no decir que tendría que conseguir un transporte, dirección exacta y algún arma, por mínima que fuese.

      —No me puedo creer que te lo estés siquiera planteando.

      —No me lo estoy planteando, voy a ir. Solo necesito un medio de transporte, algún arma y dirección exacta.

      —Estás loca, no tienes entrenamiento, no tienes dinero, ni siquiera los mejores progeniem han sido capaces de volver. ¿Qué te hace pensar que tienes alguna posibilidad?

      —Se trata de mi hermana, esa idea es mi única pero gran posibilidad.

      Hubo unos segundos de silencio. Por una parte, Emma veía que era más bien imposible, pero prefería morir así que pasar una vida cargando con la muerte de su hermana. Su frágil Clara, siempre tan triste, siempre con tanto miedo, y, sin embargo, qué hermosa podía resultar a veces.

      —Escúchame, no permitiré que vayas sola.

      —No me puedes impedir ir.

      —¿He dicho que vaya a hacerlo?

      La característica mueca de burla se formó en su rostro. Él no resultaba hermoso a veces, él lo resultaba siempre.

      —No voy a ser tu carga.

      —No voy por ti —mintió—. Si salimos de allí con vida habrá alguna posibilidad de que acabemos con los rebeldes. Hay muchas leyendas sobre ellos, quiero respuestas. —Y eso sí que era verdad

      Derek notó cómo Emma dudaba: lo veía en sus ojos, que eran incapaces de ocultar nada; lo veía también en su boca, que mordía una uña de forma ansiosa.

      —Tienes que hablar con Ana, necesitaremos una curandera; también con Luis y Carlos, el fuego nos viene bien para las noches y el agua para no deshidratarnos. Yo conseguiré el transporte.

      —¿Qué te hace pensar que querrán venir?

      —Ana tiene cierto instinto suicida, se lanzaría a la batalla sola contra un ejército entero. Carlos y Luis necesitan salir de aquí por el bien de todos, ¿de verdad crees que dirán que no?

      Emma calló pero, en el fondo, quería pensar que sí.

      * * *

      La sonrisa de Ana se fue extendiendo hasta límites insospechados, haciendo que sus ojos fueran dos finas ranuras. Acababa de contarle con todo detalle lo que habían hablado Derek y ella. Carlos y Luis, que también habían insistido en oír la historia, tuvieron una mirada cómplice.

      —Ir a la base de los rebeldes, conseguir a quien mandó la presencia y obligarlo a que deje en paz a tu hermana; además de salir de forma secreta de esta base —repitió Ana—. Es el plan más horrible que he oído en mi vida. Me apunto.

      Su voz cargada de sinceridad y determinación no daba lugar a réplicas.

      —A ver, yo tenía cita en la peluquería, ¿sabes? Pero creo que podré hacer un hueco para ir —bromeó Luis.

      —Olvida lo que ha dicho, nosotros dos nos apuntamos.

      Emma no sabía si sentirse aliviada o estresada. Por una parte, sabía que todos los que estaban allí querían acabar con los rebeldes; pero, por otra, sabía que su fin era egoísta, a ella solo le importaba su hermana, y perder su vida a cambio no parecía gran cosa. Pero ¿quién era ella para decidir sobre sus vidas?

      —¿Cuándo salimos?

      —Espero que Derek me lo diga esta noche, no tenemos mucho tiempo.

      Y así fue. Después de tomar una cena deliciosa y más abundante de lo normal, Ana, Luis, Carlos, Emma y Derek tomaron asiento en una mesa redonda de la biblioteca, y entre miradas tensas y mandíbulas apretadas, Derek tomó la palabra. Se dirigió a Emma, cosa que no sorprendió a ninguno:

      —El coche ya lo tengo, ha sido fácil conseguirlo. Tendremos el depósito lleno, aunque lo más probable es que tengamos que parar a echar más gasolina. Luis y Carlos ¿tenéis algo de dinero ahorrado?

      —No demasiado, pero suficiente para comer todos mientras estemos fuera —respondió Carlos.

      —No será necesario tanto, también me han prometido que dentro del coche habrá algo de comida, pero llevad algo por si acaso.

      —Yo también tengo dinero. —El tono de Ana era ofendido.

      —Ya lo sé, pero tú me vas a conseguir las armas para mañana por la noche. A las once salimos, y con un poco de suerte, llegaremos allí en menos de tres días.

      —Las tendré.

      Ahora lo decía con contundencia y arrogancia. En realidad, nunca había tenido problemas con ese chico, simplemente no le gustaba su actitud ni su forma de creerse superior al resto. Pero se recordó que, le gustase o no, tenía que empezar a comportarse.

      —¿Y yo? —preguntó Emma.

      —Tú, ¿qué? —le espetó Derek.

      —No pienso quedarme sin hacer nada.

      Carlos, que ya se esperaba esa reacción, sonrió, y Luis, que de alguna forma había desarrollado el don de leerle el pensamiento exclusivamente a él, también sonrió. Ana ruló los ojos sabiendo que Emma estaba intentado con todas sus fuerzas no ser el eslabón más débil.

      —Tú procurarás no romperte tus frágiles huesos caminando o morir agonizando cuando te encuentres con Bianca. ¿Crees que podrás?

      Le perforó con la mirada, harta de ese tono entre condescendiente y burlesco que tomaba siempre que se dirigía a ella. Lo que ella desconocía era que, por primera vez en mucho tiempo, Derek empezaba a temer perder a alguien en el viaje.

      Capítulo 5

      Histérica. Así se sentía. Debería tener miedo, pensó, pero en su cerebro no había cabida para algo que no fuese emoción. En su vida no solían pasar cosas demasiado interesantes, era como un fantasma, y ahora se encontraba haciendo su sexta tanda de flexiones y con la cabeza en un plan suicida. También debería haber preguntado por su padre. ¿Dónde estaría? Allá donde estuviera, ¿la odiaría? Lo más probable es que sí, pero hasta esa idea se esfumó en cuanto entró en la ducha y el agua caliente la relajó por completo.

      —¿Te has muerto? —gritó Ana.

      —¿Qué?

      —Que si te has muerto, llevas en la ducha media hora.

      Rápidamente se secó y se puso la ropa interior bajo la atenta mirada de Ana. Era una chica exótica, al parecer de Emma: tenía unos ojos negros capaces de partirte el alma en dos, y unos labios finos pero atractivos; no tenía unos rasgos impresionantes, y a veces podía resultar un poco ruda, pero, definitivamente, no se podía considerar a Ana una chica fea.

      —¿Te puedo hacer una pregunta?

      —Claro.

      La chica empezó a doblarle la toalla, cansada de esperarla.

      —¿Luis


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