Progeniem. María Cuesta
colegio le gustaba, le servía para evadirse. Estudiar le conllevaba horas, horas de tranquilidad, sin gritos, sin llantos, sin nada, simplemente leyendo y aprendiendo; era un alivio de varias horas.
Como no podía ser de otra forma, tomó asiento en la esquina más alejada de la clase, donde el profesor solo la veía si se empeñaba en hacerlo; y, por lo general, no solía hacerlo, no solían reparar en ella en absoluto.
El colegio era un edificio antiguo. Las aulas necesitaban un arreglo, las pizarras tenían pintadas permanentes y tres de cada dos mesas cojeaban, por no decir que en los baños, varios espejos estaban resquebrajados y los cristales se rompían cuando alguien los pisaba al entrar. Pero había cierto encanto en ese edificio, se podían respirar los años y las lecciones impartidas durante largas décadas.
Los profesores no cambiaban prácticamente nunca, solo el de Historia. Ese puesto estaba gafado, seguro; siempre le pasaba algo al profesor de Historia, desde un ataque de un gato en un patio hasta acabar atascado en el váter. Emma no entendía cómo había podido acabar ahí, encajado, el anciano profesor Bart. Así que la única emoción del curso era eso, saber quién narices impartiría la clase.
A la tercera hora llegó, y no era, para nada, como se esperaba. Entró en la clase una mujer menuda, de cabellos grisáceos y mirada penetrante; rondaría los cincuenta años, quizá un poco más. No lucía aspecto amistoso. Sus ojos, dos pozos negros, escrutaron la clase sin un ápice de interés. Un segundo más del necesario aguantó la mirada a Emma para luego seguir con su escrutinio. De repente, todos estaban muy callados y observaban a aquella mujer con más respeto del que con metro cincuenta debería imponer. Pero había algo, algo en la forma en la que te evaluaba, que te daban ganas de desaparecer:
—Soy la profesora Amanda, podéis llamarme profesora o señorita Amanda, como prefiráis. Este año os daré Historia. Parecéis jóvenes, ¿qué edad tenéis?
—Quince, algunos dieciséis.
Desconocía quién habría tenido la osadía de responder; incluso aunque lo hubiese preguntado, no parecía que quisiera una respuesta. Emma, que aún estaba en el grupo de quince años, fue de las pocas que le aguantó la mirada cuando volvió a pasearla por la clase:
—Genial, no espero que os guste mi clase, solo que la aprobéis. Supongo que todos tendréis el libro. —La clase entera asintió—. En ese caso, ¿a qué esperáis para sacarlo?
Conforme avanzó la clase, Amanda le cayó mejor a Emma. Tenía un tipo de humor peculiar y su expresión, a pesar de no cambiar, no fue tan dura como al principio. No preguntó ni una sola vez a Emma, y eso que estaba empeñada en que todo el mundo participara. Emma se lo agradeció, no le gustaba hablar ni exponer en clase; sus compañeros no sentían ninguna simpatía por ella, como si fuese ella la chica maldita de la clase o algo así. Seguía sin entender por qué, tampoco había hecho nada malo.
—La señorita del fondo, ¿cómo te llamas?
A Emma le costó unos segundos saber que se refería a ella. Se hallaba inmersa en un párrafo sobre una historia verídica mezclada con mitología:
—Emma.
—Bien. Emma, ¿podría responderme a la pregunta que he formulado?
Había preguntado el comienzo de la Guerra Civil, el año exacto en que empezó. Creía saberlo, pero no estaba segura:
—No sé la respuesta.
—Quizá, si hubiera estado escuchando, la sabría. ¿O hay algo más interesante que mi clase?
Ella negó con la cabeza, más por evitar un problema que porque tuviera razón. La mujer le sonrió, pero más que un gesto afable resultó ser una mueca forzada y amenazante. El resto de la clase pasó sin incidentes; es más, Emma juraría que estaba evitando mirarla con todas sus fuerzas.
* * *
La puerta de la casa cedió al tercer golpe. De tratarse de una casa con gran valor, a Emma le hubiese preocupado lo fácil que era entrar en su casa sin necesidad de llave, pero no era el caso. Es más, seguramente, de ser un ladrón, habría pasado de largo sin ni siquiera echar una ojeada.
Entró por la puerta tiritando, cargando en la espalda su mochila y en el brazo izquierdo la compra del día, y si su hermana seguía sin comer y su padre sin aparecer, seguramente de la semana. Eran normales esas ausencias, sobre todo a principio de curso cuando, como pensó Emma, su madre solía estar eufórica por llevar de la mano a sus dos hijas hasta la clase si hacía falta.Días melancólicos los llamaba ella.
Oyó el crujir de las escaleras y se sorprendió al ver que su hermana se había levantado.
—Buenos días —dijo Emma con una sonrisa.
Siempre intentaba ser afectuosa con ella, jamás en la vida le ponía una mala cara, ni siquiera cuando Clara rechazaba el más mínimo intento de acercamiento por parte de Emma. A veces, murmuró ella para sí, de verdad sentía que su hermana la odiaba:
—¿Has traído comida?
—Sí. ¿Qué te apetece?
—Un sándwich.
Clara rara vez dejaba que Emma le preparara la comida, pero sorprendida de que esta vez se limitara a resoplar mientras se desplomaba contra la silla, empezó cuanto antes a preparárselo:
—¿Vas a ir a la escuela mañana? Han preguntado por ti.
—¿Quién? Sabes tan bien como yo que no tengo amigos. —El tono que utilizó fue cortante y seco. Emma ni se inmutó.
—Eso no es cierto, a Marta le caes bien y a Eric creo que le gustas.
—Marta es una cría y Eric solo busca sexo.
No insistió más en el tema. Como muchos otros intentos de entablar conversación con su hermana, este tampoco tenía sentido. Era como correr hacia un muro y esperar que, por arte de magia, este desapareciese. Obviamente, no lo hacía.
—Entonces, ¿les digo que todavía no irás?
—Les dices que estoy muerta, que llevo años muerta.
Emma se mordió la lengua y miró por la ventana, se había formado una fina capa de vaho. No iba a llorar, claro que no, solo era un comentario estúpido; no lo pensaba en realidad, seguro que no.
—¿Has visto a papá?
Clara negó con la cabeza mientras jugueteaba con el bocadillo. Nunca estaba hambrienta, y eso que comía una vez al día, si había suerte. Estaba en los huesos: su clavícula parecía a punto de salirse de su cuerpo y la piel se le pegaba alrededor de los pómulos, añadiéndole años, por no hablar de su palidez. Emma no era precisamente una chica morena, pero al menos no tenía ese aspecto enfermizo. No podía evitarlo, a veces le recordaba a un cadáver.
—Me voy a la habitación, no me molestes.
—Sin problemas.
En cuanto se fue, le dieron ganas de estampar el medio bocadillo que había dejado contra la puerta y gritarle, gritarle cualquier cosa que la hiciese despertar. Pero contó hasta diez, se hizo por tercera vez en el día la coleta y cogió sus apuntes de Historia; habían dado poco, pero necesitaba estudiar algo, lo que fuese.
Así estuvo hasta que el día dio paso a la noche y la luz fue insuficiente para leer. Pensó en encender la lámpara de su derecha, pero luego recordó que, seguramente, su padre no habría pagado la factura y se resignó a prepararse algo de cenar. El medio bocadillo seguía sobre la mesa, aguardando a su propietaria, la que, por cierto, seguía en su habitación haciendo a saber qué. No fue a preguntárselo, sino que abrió la nevera y pilló lo primero que encontró, que resultó ser una ensalada del supermercado con frutos secos. No era el mayor manjar del mundo, pero era lo que era: su cena.
Cuando subió a su habitación se encontró el panorama de siempre: su hermana agazapada como una cría de tres años en una esquina mirando a un punto muerto. Era escalofriante, pero no se detuvo a meditarlo, sino que caminó hasta su cama