Progeniem. María Cuesta

Progeniem - María Cuesta


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Solo tuvo que mirarla momentáneamente a los ojos para saberlo: le iba a mentir.

      —Llevo años buscando nuevos progeniem. Estáis esparcidos por todo el mundo y sois más de los que creemos. Tenemos un sensor que os detecta. Además, después de tantos años, os suelo reconocer, no me preguntes cómo, pero es algo que siento.

      No insistió en ese tema. Realmente, no tenía muy claro si creía o no a Amanda.

      —Quiero ver a mi familia.

      —Tu padre está sedado, no despertará hasta mañana... Tranquila, está perfectamente; simplemente, esta mañana se ha puesto un poco nervioso. Pero, si insistes, puedes ir a ver a tu hermana.

      —Sí, quiero verla.

      —Haré lo que quieras pero, Emma, las personas como ella cambian aquí dentro.

      A diferencia de lo que esperaba Amanda, la chica no le preguntó qué quería decir.

      —Es mi hermana.

      Caminó a su lado en silencio, sumida en sus pensamientos, ni siquiera se percató del grupo de chicas que pasó a su lado al doblar una esquina ni de la mirada de curiosidad mezclada con sorpresa que le echaron; solo tenía ojos para ver a su hermana. ¿Estaría llorando? O, peor aún, ¿la odiaría? Siempre había hecho todo lo posible por agradarla. En innumerables ocasiones había visto cómo las pupilas de su hermana la observaban con un odio tan profundo que le daba miedo pero, aun así, nunca llegó a creer del todo que la odiase.

      Al fin, llegaron de nuevo a la enfermería. Hasta ese momento no se había dado cuenta de la puerta lateral que había al final del todo. Para su sorpresa, no era blanca, sino de un tono grisáceo parecido al de las paredes de los pasillos. Emma se adelantó a Amanda y abrió la puerta con ansia. Al otro lado, varios rostros se giraron para ver al nuevo visitante; pero ella ya estaba centrada en encontrar a Clara. Había varias hileras de camas. En realidad, era un lugar muy parecido a la enfermería y, a la vez, muy distinto. Los pocos pacientes que estaban despiertos tenían las muñecas atadas a la cama y los ojos desorbitados. Era horrible. Absolutamente, todos parecían tan infelices como su hermana.

      —Tu hermana está allí.

      Caminó tambaleante hasta la cama que señalaba Amanda. Ella no la veía, estaba leyendo una revista o, más bien, pasando las hojas sin sentido. También tenía las muñecas atadas pero, a diferencia de cuando estaba en casa, aquí la habían duchado.

      —Clara.

      Se esperaba muchas cosas, muchísimas, pero no esa reacción. Primero tensó la mandíbula al reconocer la voz; luego, poco a poco, casi contra su voluntad, levantó la cabeza y clavó sus ojos en ella; acto seguido, enloqueció como jamás había imaginado Emma que lo haría. Empezó a mover los brazos en su dirección con la intención de atraparla y, seguramente, de estrangularla. Los barrotes se lo impedían, y a Emma le sentó como una patada que la aliviara la presencia de las cadenas. Mientras, Clara gritaba y escupía en su dirección.

      No era ella. Esa no era su hermana.

      —Clara, soy yo. Cálmate, por favor, estoy aquí.

      La pared, de haber estado viva, le hubiera hecho más caso. Entonces arremetió contra la única persona que conocía allí presente.

      —¿Qué le habéis hecho?

      Amanda, más apenada que otra cosa, la miraba sin ápice de culpabilidad.

      —Quizá todo esto es demasiado para ella. Sus pensamientos la confunden y a veces el miedo hace que odies a las personas, incluso aunque sean tu familia.

      Por primera vez en su vida, Emma tuvo la necesidad de llorar, pero parpadeó varias veces y negó con la cabeza.

      —Nunca, en toda su vida, había reaccionado así. ¡Pagaréis por esto!

      —Emma, escúchame.

      Ella se revolvió de su intento de detenerla y salió como un rayo por la puerta. Estaba cansada y harta, no tenía tiempo de compadecerse de sí misma, lo que tenía que hacer era sacarla de allí cuanto antes. Así que hizo lo único que podía hacer: frenó en seco y se encaró a Amanda, quien no se movió, sino que esperó a que ella hiciera el primer movimiento.

      —Si accedo a cooperar, si me comprometo a quedarme, a entrenar y a ayudaros, ¿la dejaréis ir en cuanto se despierte mi padre?

      Amanda pensó que en su vida había visto a alguien dispuesto a perder lo poco que le quedaba sin querer nada a cambio.

      —Debemos hacerles una prueba y luego, si haces lo que has dicho, se podrán ir.

      —Quiero estar presente en la prueba —no la dejó interrumpirla— o, si no, me negaré a cooperar.

      Amanda suspiró, quería ahorrarle ese sufrimiento innecesario...

      El resto del día fue como un sueño. Las sensaciones parecían reales pero, de vez en cuando, se daba cuenta de que no era plenamente consciente de lo que hacía. No recordaba nada, y eso que horas atrás había comido un plato de pasta delicioso y le habían dado un helado de chocolate, que, por cierto, era su favorito; recordaba a medias que se había quedado dormida en un banco de un pasillo y que la habían despertado un grupo de enfermeras diciéndole que su hermana se había quedado dormida; en el fondo, distinguió algo de preocupación tras los ojos color café de la enfermera más mayor.

      Y ahora se encontraba tirada sobre una cama extraña, que no quería decir que no fuera cómoda, pero era, en cierto modo, ajena a ella: no conocía su cuerpo; no había pasado noches acurrucada en ella y tapada hasta arriba por las mantas; de algún modo, la almohada no resultaba agradable, le faltaba ese olor, ese olor que, de alguna manera, caracterizaba a la suya.

      Por alguna razón pensó en su madre. ¿Sabría algo de esto? ¿Huyó al enterarse de lo que era? Quizá. Siempre había pensado que debería sentirse apenada de no tener madre, pero nunca la conoció y los vagos recuerdos que tenía la hacían sentir como si estuviese viendo una película y ella fuera la protagonista; así que nunca había tenido instinto maternal, porque para ella esa figura era inexistente.

      También pensó en su padre y en cómo la había ofrecido. Seguramente, era su única opción. A lo mejor, él sí que sabía de la existencia de todo aquello y había intentado ocultarla. A lo mejor, por eso no la podía mirar a la cara y solo se centraba en Clara. ¿Le tendría asco? O, peor aún, ¿le tendría miedo?

      Su último pensamiento estuvo dedicado a la persona que creía querer más, la que, a pesar de todo, había intentado proteger y cuidar, pero a su mente solo llegó una chica gritando y moviendo los brazos, una chica que lucía como su hermana pero que, definitivamente, no podía serlo.

      Amanda movía el pie nerviosamente mientras dejó pasar a Gan al despacho. Hacía tiempo que no le caía bien ese hombre pero, claro, ¿cómo llevarte bien con el hombre que en su día consideraste el amor de tu vida pero que, en realidad, nunca te quiso? Ahora ya no sentía nada de todo aquello. Se había hecho una mujer ruda e independiente, y se había volcado totalmente en su misión: encontrar a Emma y, a partir de ahora, instruirla.

      —¿Y bien? Me han dicho que querías verme.

      Siempre utilizaba ese tono entre brusco y aburrido con él, era una forma bastante infantil de hacerle sentir culpable por no haberla querido; mejor dicho, por no haberle dicho la verdad.

      —Ha llegado a mis oídos que ha accedido a entrenarse si su padre y su hermana se pueden ir. —Amanda asintió—. He pensado que podría empezar a entrenar mañana mismo.

      —¿Qué?

      —No me mires así, tiene mucho potencial. Tú lo sabes y yo lo sé, y creo que si la forzamos un poco, si la obligamos a sacar todo ese poder...

      Ella negó con la cabeza.

      —Es una cría, no un experimento.

      —Se nos vienen encima grandes problemas si de verdad es quien creemos que es. Todos tenemos que hacer sacrificios, su madre los hizo,


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