Progeniem. María Cuesta
Emma no tuvo fuerzas de sujetarse a la cuerda y cayó a plomo, haciéndose un daño enorme en el brazo. Estaba tan desorientada que no tenía explicación a por qué le sangraba la nariz ni fuerzas para contestar a todos los insultos que le estaba diciendo Bianca.
—Bianca, para.
La voz salió de un chico. A través de la sangre de su nariz no lo podía ver, pero era una voz de lo más seductora, pensó Emma, e intentó, sin mucho éxito, aclararse la vista.
—Tú no eres el jefe, Derek, a veces pareces olvidarlo.
—Y tú a veces pareces olvidar que ser la jefa no te da derecho a abusar de una cría.
«Cría». No se consideraba una cría y menos cuando aquel chico de cabellos oscuros y ojos claros no debía sacarle tantos años, como mucho dos.
—Ana, soluciona su nariz y enséñale a hacer algo que no sea sangrar.
Emma decidió quedarse callada. El chaval no la miraba, pero lucía una expresión arrepentida que hacía sus rasgos incluso más bellos. No pudo evitarlo, le pareció que tenía los rasgos de un ángel esculpidos en el rostro de un diablo.
Ana resultó ser una chica de lo más agradable. Era asiática, pero llevaba toda su vida allí. Su don era la curación y Emma jamás se había sentido tan fascinada por nada. Tan solo con una simple nota había conseguido que el dolor en la nariz y en los brazos cesase del todo, había sido hermoso de una forma un poco abstracta.
—Es increíble.
—Sí, al principio yo tampoco me lo creía, pero siempre he tenido una predilección por la medicina, así que supongo que debería habérmelo imaginado.
Hablaba con un ligero acento, no sabría decir de dónde, pero era una voz tan dulce, perfecta para una nana, como si tan solo con hablar te curase todos los males.
En la zona de tiro con pistola estaba el chico que antes la había defendido. Derek creía recordar que se llamaba.
—Ese es Derek, es el más joven del grupo, bueno, hasta hoy. Él cumple los diecisiete este año. Yo que tú no perdería el tiempo. Como decía mi madre, «la belleza nos ciega hasta destruirnos».
—Yo no...
—Tranquila, de alguna forma todas hemos sucumbido alguna vez.
No siguieron con ese tema, ninguna de las dos se veía con ganas de hablar sobre chicos. Acabaron frente al tiro con cuchillos, Emma miraba cómo Ana tiraba cuchillos; no era muy buena, a decir verdad, y a ella le dieron unas ganas locas de intentar tirar alguno. Estaba a punto de hacerlo, pero el chico de antes, Derek, apareció, y decidió no volver a ponerse en ridículo:
—¿Te toca hacer de canguro, Ana?
—Yo también me alegro de verte, Derek.
El chico sonrió y Emma se obligó a apartar la vista.
—Hola, Emma.
—Hola —respondió acto seguido.
Sabía que quería impresionarla, dejarla sin habla. Había observado a suficientes chicos en el colegio como para detectar a un cretino.
—¿Está asustada la pequeña Emi?
—No me llames «pequeña Emi». Pronto cumpliré los dieciséis.
Él sonrió como se sonreiría a una niña pequeña cuando dice alguna tontería pero tienes que reírle la gracia, y eso la enfadó.
—¡Qué adorable! ¿No crees, Ana?
—Lárgate, Derek.
—Antes me gustaría ver a la pequeña Emi tirar algún cuchillo.
Ana se encogió de hombros. Todo eso la aburría, mientras que a Derek parecía resultarle gracioso. Lucía una mueca burlona, de esas que habrían derretido a más de una en el colegio de Emma, pero ese no parecía el mejor lugar para deleitarse.
—Está bien.
Se acercó a la zona de cuchillos y agarró uno con fuerza. A diferencia de con el ejercicio de escalada, no sentía la garganta seca o nervios, sino que el peso del cuchillo le resultaba cómodo, casi natural. Ana se apoyó en el alféizar de la pared y bostezó. En Derek, de haberlo mirado, habría visto un repentino nuevo interés, aunque, pensándolo bien, él lo hubiese ocultado a la perfección. Pero Emma solo tenía ojos para la diana, reguló su respiración y con un movimiento rápido y firme hizo que el cuchillo surcara el aire y se clavara, para su sorpresa, a tan solo unos centímetros del centro de la diana.
Con una sonrisa de suficiencia miró a Derek, que no parecía un ápice impresionado; es más, ni siquiera la miró, sino que alzó los ojos hacia alguien que debía estar tras ella.
—Bianca, la nueva no es una inútil del todo, tiene buena puntería.
Por la forma en la que se miraron, Emma sintió como si fuesen antiguos amantes, de esos que preferían no hablar de lo ocurrido porque a ninguno de los dos le hacía mucha gracia, pero dejando la puerta abierta para una posible segunda vez.
—Vaya, muy bien, Emma, al final vas a ser útil y todo.
Se mordió la boca mientras notaba que Ana se ponía detrás de ella en forma de advertencia. Bianca agarró el siguiente cuchillo y, a una velocidad inhumana, lo clavó en el centro de la diana:
—Cuando sepas hacer esto tres veces seguidas, me plantearé enseñarte a pelear.
Y una vez dicho esto, dio media vuelta y se fue.
—Yo te puedo enseñar a nadar, se me da muy bien.
—Yo te podría enseñar muchas cosas, pequeña Emi, pero me temo que eres demasiado vulnerable.
Emma lo perforó con la mirada, intentando con todas sus fuerzas intimidar a aquel chico.
—No soy vulnerable y no me llames «pequeña Emi» o...
El chico se acercó un paso.
—¿O qué? Venga, me muero de ganas por saber qué me harás.
—En realidad nada, no quiero perder el tiempo.
Y le dedicó una sonrisa antes de seguir a Ana hacia la piscina. El chico, que jamás había visto que alguien se tomara tan bien sus pullas, giró la cabeza para observarla marchar junto a Ana. Era una chica extraña, mucho, pensó Derek, pero también era bonita.
—Nos hundirá nuestra clasificación... todo. ¿Qué vamos a hacer?
—Bianca, aún tenemos una semana para conseguir que la cambien de grupo, y mientras, la entrenaremos.
La chica siguió su mirada y frunció el ceño.
—No te veo muy descontento. ¿No es un poco pequeña para ti, Derek?
—Bueno, ya sabes que no me gusta seguir las reglas.
* * *
El resto del día no fue mucho mejor para nadie. Amanda tuvo que irse a una reunión del Consejo y tuvo que dejar a Gan al cargo de todo, cosa que le gustaba más bien nada. Además, le hubiera gustado ver a Emma y preguntarle cómo le había ido su primer entrenamiento, pero, de haberlo hecho, se hubiese ido más preocupada aún. Por otro lado, Gan había ido a ver a Víctor, que ya había despertado, y este se había negado a decir ni una sola palabra; lo intentó de muchas formas, pero nada. Para colmo, Amanda lo había dejado al mando pero sin ningún tipo de libertad: todo estaba escrito y cada uno de sus pasos estaría supervisado por los ayudantes de Amanda; supuso que tendría que haberlo visto venir.
Por último, pero no menos importante, Emma había gozado de una sesión de piscina de tres horas con Ana; se roció, sin querer, su bebida en la hora de la comida y tuvo que aguantar otras tres horas de clase de lucha con Bianca, la cual, de habérselo puesto más difícil, la habría mandado directa a la enfermería. Aun así, al llegar a su nueva cama y desplegar sus cosas, se sentía orgullosa de sí misma. Había aguantado el