Progeniem. María Cuesta

Progeniem - María Cuesta


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* *

      Al día siguiente, las cosas no cambiaron mucho para Emma, o no de forma que ella se enterase. A su parecer, todo seguía igual. Salió de casa a menos cuarto y llegó dos minutos antes de que empezara la clase, se sentó en el mismo sitio y sus compañeros permanecieron sin hacerle caso. Pero, de vez en cuando, sentía la necesidad de volver la cabeza, sobre todo cuando volvía hacia su casa. Notaba algo, mejor dicho, a alguien observándola, y si no fuera porque a la única persona que vio fue a Amanda, su profesora de Historia, habría jurado que la seguían.

      En casa el panorama sí que era distinto. Su padre había vuelto, la chaqueta vaquera colgada a la entrada lo demostraba. Emma no supo cómo sentirse, rara vez hablaban, pero le alegraba saber que había vuelto. Clara se mostraba más amable cuando estaba él.

      —Emma, ven a ayudarme a poner la mesa.

      En la cocina la esperaba su padre, un hombre alto y desgarbado, de manos grandes y pies planos. Su ropa, que parecía más de un vagabundo que de un padre de familia, apestaba a alcohol. Y su pelo, en su día rubio, ahora no era más que una maraña grisácea. Había ganado peso y años, años desperdiciados, por eso ella odiaba observar detenidamente a la gente, sobre todo a su hermana y a su padre. ¿Sería así como estaba ella?

      Prefirió alejar ese pensamiento de su mente y centrarse en la mesa.

      —¿Qué tal el colegio?

      —Muy bien. Hay una profesora nueva de Historia, se llama Amanda.

      La chica no pudo ver, debido a que estaba agachada recogiendo una servilleta, la tensión que cruzó el rostro de su padre durante un segundo. Reconocía ese nombre:

      —¿Y cómo es?

      —Es mayor, supongo que cincuenta años, y tiene unos ojos negros enormes; a veces da miedo.

      El hombre se tensó aún más, era una descripción bastante acertada de la mujer que tenía en mente. «Pero era imposible», pensó, llevaban ocultos años, su mujer ya no estaba, así que no podía ser quien él creía.

      —¿Ha ido tu hermana al colegio?

      —No.

      Clara, como si pudiera escuchar la sola mención de su vida, apareció en el umbral de la puerta. Observó a Emma fijamente, no como una hermana miraría a su otra hermana, y luego giró el rostro hacia su padre y se esforzó por sonreír. A Emma eso la alegró. Si no hacía ese esfuerzo por ella, al menos que lo hiciese por su padre.

      —¿Cómo estás, cariño?

      —Bien.

      Ese «bien» sonaba de todo menos... bueno, menos bien. El camisón de Clara se arrastró hasta la silla más cercana y se dejó caer ahí. Emma le sirvió su plato, macarrones, pero ella no hizo ademán ni de coger el tenedor. Resignada, se sirvió su plato y se puso a comer.

      —Esta semana me voy de viaje, volveré en el lunes que viene. Clara, quiero que vayas al colegio, ¿entendido?

      Ni siquiera lo miró. Asintió. No tenía pinta de que hubiera escuchado a su padre, fue más bien un gesto mecánico. Mientras, Emma intentó dar tema de conversación, pero la vista del padre estaba fija en Clara, hasta en su propia casa ella era invisible. Al final, cabreada como pocas veces se permitía a sí misma estar, se levantó de la mesa y salió a dar una vuelta. Hacía frío, por no mencionar que de un momento a otro empezaría a llover. Pero le daba igual, de la misma forma que a su padre le daba igual si estaba en la habitación, o a su hermana si iba a volver o no.

      No tardó en arrepentirse de no haber cogido una chaqueta, pero no dio media vuelta, eso era ya cuestión de principios. Anduvo sin rumbo fijo durante media hora hasta llegar a un pequeño parque. De pequeña iba allí a jugar. Una señora mayor cerró las cortinas antes de que Emma pudiese siquiera verle el rostro. Era una zona famosa por el vandalismo.

      Empezó a chispear, pero a ella la lluvia no le desagradaba, no al menos tanto como le desagradaba estar en su casa. Se sentó en el banco donde años atrás su madre la cogía en el regazo y le hacía cosquillas. Sus pensamientos vagaron por su cabeza, ideas, imágenes contradictorias y sueños. Soñaba mucho, y cosas de lo más extrañas, pero ella no debía moverse, o no lo suficiente, porque jamás despertaba a Clara. A pesar de estar tan inmersa en su propio mundo, fue capaz de oír el chirrido de una puerta al abrirse.

      Una mujer mayor, de mirada severa y curiosa, se asomó. Llevaba una bata larga de color gris y sus labios formaban una línea dura y fría en su rostro. La reconoció al instante: Amanda.

      —¿Qué haces aquí?

      —He salido a dar una vuelta.

      Era una excusa pobre, incluso para ella, pero no se le ocurrió nada mejor.

      —Entra, anda.

      El tono casi amable de la mujer la sorprendió. Dudó unos instantes, hasta que decidió que no perdía nada por entrar un rato a su casa. Amanda, mientras la esperaba, empezaba a impacientarse. «Es una chica extraña»,pensó la profesora para sí.

      Una vez dentro, Emma pudo comprobar que el carácter de la profesora estaba presente en cada rincón de la casa. No había apenas decoración, como si el hecho de centrarte en algo que no fuera la anfitriona fuese un insulto, pero sí que había espejos, más de los que ella consideraba necesarios, y una tupida alfombra le hizo cosquillas cuando Amanda le pidió que se quitara los zapatos. No había nada destacable, no había fotos familiares, tampoco cuadros o discos de música que delataran algún gusto de la propietaria. Sin embargo, a Emma no le resultó raro; es más, le gustaba la simpleza del lugar, como si la propia casa sin decoración te pudiera contar una historia.

      —No hace muy buen día para dar una vuelta. ¿No crees, Emma?

      —No esperaba que se pusiera a llover.

      Amanda asintió y Emma notó su mirada penetrante mientras sus ojos vagaban por la estancia. Quizá no debería haber accedido, apenas conocía a esa mujer.

      —¿Tienes problemas en el colegio? Algunos profesores me han dicho que no tienes muchos amigos.

      El tono era curioso, incluso preocupado.

      —No tengo amigos, es verdad, pero no es un problema para mí. Me gusta estar sola.

      Emma sonrió, dejando por primera vez en mucho tiempo desconcertada a Amanda. La muchacha había utilizado un tono neutro, casi jovial, como si con quince años el hecho de no tener amigos no fuese algo más que preocupante.

      —¿Te importaría contarme el motivo?

      Emma se lo pensó, pero decidió que, al fin y al cabo, todo el colegio sabía la condición de su hermana.

      —Mi hermana está enferma, hace tiempo que no sale de casa, solo cuando la obligo, y siempre acabamos montando el espectáculo. En el colegio creen que la maltraté hasta hacerla enloquecer y la llaman «Clara la loca».

      Tamborileó con los dedos. No le importaba contar esa historia, no la definía ni tampoco contaba su vida entera. Solo era una pequeña parte, algo que no le importaba compartir con alguien, ni siquiera con una desconocida:

      —¿Cuánto lleva así tu hermana?

      —Unos diez años.

      A decir verdad, no tenía ningún recuerdo de su hermana que no fuera el de una chica infeliz. Tenía algunas fotos, y de vez en cuando, en sueños, aparecían visiones, más imaginarias que reales, de la sonrisa de Clara. Amanda, por su parte, miraba a Emma con un renovado interés y cierta pena. La chica no parecía ni un ápice acongojada, como si el hecho de expresar algo que no fuese una absoluta calma no se le estuviese permitido.

      —¿Y es por eso que no estás en tu casa? ¿Por tu hermana?

      —Bueno, en parte. A decir verdad, no me gusta permanecer mucho tiempo en un mismo lugar, y puesto que no he salido en mi vida de la ciudad... No me mire así, aquí soy feliz, este es mi hogar.

      «Mentir es fácil», pensó acto seguido de decir


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