Progeniem. María Cuesta

Progeniem - María Cuesta


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ensayado en incontables ocasiones cómo explicárselo de una forma que lo entendiese o, al menos, que lo aceptase. Tenía que decirle la verdad, no más mentiras, pero no es tan fácil desmontarle la vida a alguien. Bueno, quizá sí, pero es difícil intentar explicarle que tus motivos son buenos.

      Una enfermera la sobresaltó al pasar a su lado para quitar el sedante a Emma.

      —¿Cómo está?

      —Bien, solo necesita descansar.

      —¿Tardará en despertar? —La chica, muy joven y atractiva, la miró serena.

      —Bueno, eso nunca se sabe, depende del paciente.

      Y con una sonrisa en los labios, se dirigió a otra cama.

      Ella, Amanda. Ella, que había luchado en innumerables ocasiones y competido otras tantas, que había levantado la voz a quien no debía y le gustaba exigir el máximo a cualquiera, ahora se encontraba allí, mordiéndose las uñas, intimidada por una cría de quince años.

      Pero tenía algo, algo especial, lo pudo sentir desde el segundo en que la vio inclinada sobre su pupitre, desde el segundo en que le sonrió mientras le contaba que no tenía amigos y que su hermana estaba triste. Aun así, no se vio capaz de verla despertar, desorientada y muy lejos de lo que ella le había dicho que era su hogar.

      Puede que, después de todo, no fuese una mujer tan valiente.

      * * *

      Voces. Eso fue lo primero que llegó a los oídos de Emma. Sentía su cuerpo agarrotado bajo la suave seda de su cama, una cama que, sin necesidad de abrir los ojos, sabía que no era suya. Intentó moverse ligeramente, comprobando hasta qué punto estaba adormecida, y la tranquilizó saber que aún era capaz de moverse sin problemas. Acto seguido, abrió los ojos, y un segundo después, se arrepintió. Era como abrir los ojos para que fogonazos de luz le quemaran la retina. La segunda vez fue más precavida y primero los entornó, para luego abrirlos poco a poco.

      Fue sencillo, y tras unos cuantos parpadeos, observó su entorno. Era una sala blanca, pero tan blanca que escocían los ojos; incluso, para su asombro, ella vestía una bata blanca. A su izquierda había una pared y a su derecha yacía una niña muy morena; respiraba de forma acompasada y sus labios sonreían, seguramente estaría soñando algo agradable.

      —Ya estás despierta.

      Emma pegó un buen bote al darse cuenta de su nueva compañía. Una enfermera rubia, con ojos verdes y con la piel más envidiable del mundo, le tendió la mano.

      —Soy Marta, tu enfermera. Siento haberte asustado.

      —Yo soy Emma.

      En un vano intento de resultar agradable, Emma sonrió. Le resultó forzoso y sospechó que solo había conseguido formar una mueca desagradable.

      —Llevas dormida doce horas. ¿Te acuerdas de todo lo que pasó ayer?

      Ella asintió, antes, incluso, de procesar la pregunta. Mientras su enfermera, «alias Marta», tomaba apuntes en una pequeña libreta de color azul claro, ella meditó lo ocurrido: estaba en su cama, intentando dormir, cuando apareció Amanda y obligó a su padre y a su hermana a montar en un coche mientras a ella la llevaba en otro. Se levantó de golpe, haciendo que Marta soltara la libreta y esta cayera al suelo.

      —Tengo que hablar con Amanda, ahora.

      —Pero tienes que descansar, aún no has eliminado todo el suero y podría...

      —Tengo que hablar con Amanda. Ahora —repitió más firme.

      —Está bien, dame un segundo y te llevaré a su despacho.

      Fue más de un segundo lo que tuvo que esperar Emma antes de salir de esa enfermería tan mareante. Al otro lado de la puerta se extendía un largo pasillo, con una alfombra sustituyendo al suelo, y una pared color gris bastante monótono. A decir verdad, entre un pasillo y otro la diferencia era nula, apenas unas puertas más en un lado, más o menos movimiento y algún que otro cuadro abstracto que aparecían y desaparecían a su merced.

      —Es aquí. Si no está, espera en ese banco, no suele tardar mucho en aparecer alguien.

      «Pero no quiero a alguien, quiero a Amanda», pensó para sus adentros Emma. Aun así, no dijo nada, despidió con una media sonrisa a Marta y giró el pomo convencida de que debía parecer segura y firme o, si no, no conseguiría nada.

      Ante ella apareció un despacho tan igualito a la casa en la que estuvo que tuvo la sensación de que se había trasladado de lugar. Las paredes eran grises y sin decoración, pero, de nuevo, había un espejo en la zona izquierda que reflejó a una Emma mucho más pálida de lo que recordaba y con unas ojeras que hacían dudar de que hubiera dormido más de tres horas. Aun así, esa imagen no la hizo vacilar.

      —Vaya, Emma, no esperaba que vinieses aún.

      —¿Dónde están mi hermana y mi padre?

      No la iba a dejar hablar. Quería coger a su familia —o lo que quedaba de ella—, largarse de allí y fingir que nada de todo aquello había sucedido. Sin embargo, la mirada de Amanda hacía ver que sus planes eran bien diferentes.

      —Ambos están bien, y si lo deseas, mañana mismo los podrás ver. Pero lo primero es lo primero, Emma. Creo que te debo una explicación.

      «¿Solo una explicación?».

      —No quiero que me des nada, quiero ver a mi padre y a mi hermana e irme de aquí, ya.

      —Por favor, Emma, cálmate, esto es importante.

      Ella se sentó, más porque estaba empezando a marearse que por escucharla. Durante unos segundos miró a un punto muerto mientras Amanda se masajeaba las sienes.

      —Necesito que abras tu mente e intentes entender... entenderme. —Silencio—. Esto es una base, no militar ni nada por el estilo, es más bien como una zona de entrenamiento. Aquí, gente como tú puede encajar, puede encontrar su sitio...

      —¿Perdona? Me han llamado rara de muchas formas, pero esta... esta, desde luego, es el más original.

      —No eres rara, eres diferente. Eres poderosa y muy pronto lo descubrirás, pero tienes que quedarte aquí.

      Respiró hondo tres veces, calculando las posibilidades que tenía de perder los nervios, que, a decir verdad, eran bastantes.

      —¿Me está diciendo que tengo poderes? ¿Se está oyendo?

      La cara de Amanda no cambió, la mujer ya se esperaba algo así. Casi nunca una chica con un poder tan grande recibía la información necesaria tan tarde; pero mejor tarde que nunca, ¿no?

      —Nos hacemos llamar progenies. Es una palabra latina que significa ‘descendientes’. Por nuestra sangre corre el poder de las personas más influyentes que siglos atrás nos han ayudado a sobrevivir a todo tipo de enfermedades, guerras, catástrofes... ¿Acaso crees que alguien se libra de la muerte en una guerra por suerte? ¿O que se cree que habrá un terremoto y luego no ocurre por el destino? Nada pasa por casualidad, Emma, la vida está escrita sobre papel eterno.

      —Suponiendo que la crea, ¿qué es exactamente un progenie?

      Un ápice de esperanza surcó los ojos de Amanda antes de continuar:

      —Cada progeniem tiene un poder. Algunos pueden curar graves heridas gracias a su melodiosa voz; otros son capaces de controlar el bello arte del fuego y el agua; otro pequeño grupo es capaz de burlar al tiempo y vivir muchos más años que los mortales. Esos suelen ser los más sabios y, por lo tanto, los que forman el Consejo...

      —¿Hay un Consejo?

      Asintió, y le dio unos segundos de pausa para que captara toda la información. Se lo estaba tomando medianamente bien, pensó Amanda, mientras que la cabeza de Emma era una olla de preguntas incapaces de ponerse en orden.

      —No espero que lo entiendas todo, ni siquiera que lo asimiles, pero aquí recibirás entrenamiento, descubrirás cuál


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