Nocte. Carlos Sisi
caso.
Mandy sacudió la cabeza.
—Por todos los cielos.
—Quiere que lo tapemos, Mandy —dijo Calhoun.
—¿Que lo… tapemos? —preguntó Mandy con un tono un poco más agudo de lo habitual.
—Para ser exactos, no es una petición —explicó Calhoun—. Ya lo están tapando. Han enviado o están enviando notas de prensa. Han enviado gente. Llegarán en solo unas horas. Y mañana llegarán más. Un equipo grande.
—¿Para… encubrirlo? ¡Por el amor de Dios, Dan! ¿Y qué demonios van a decir que pasó?
—Un fallo eléctrico. Algo así.
—Dan, lo vieron… Lo vio mucha gente.
Calhoun agachó la cabeza.
—Por eso… Por eso han enviado a los suyos.
Mandy inclinó la cabeza, confusa. Su frente eran cuatro líneas profundas contrastadas.
—A… ¿a redactar notas de prensa?
Calhoun tardó un momento en responder.
—A encubrirlo, Mandy. Sea como sea.
Mandy abrió mucho los ojos. Empezaba a intuir a qué se refería Calhoun, o, mejor dicho, el primer ministro. Levantó el cuenco para beber, pero descubrió que…
Que no podía.
—Dan… —susurró al fin.
Calhoun se volvió para mirarla mientras hurgaba en el bolsillo. Sacó un paquete de cigarrillos EMBASSY con un gesto rápido y extrajo uno, que sopesó en su mano unos instantes antes de encenderlo.
—Dan —repitió ella en voz baja—. ¿Qué es…? ¿Qué es lo que vimos?
Calhoun se volvió para mirar por la ventana. Las cosas estaban en su sitio, estaban bien. La lluvia caía hacia abajo, mojaba las casas y formaba charcos en la acera. La luz iluminaba las superficies cercanas, las farolas se extendían hacia arriba, en vertical, y la gente caminaba siguiendo una trayectoria espaciotemporal predecible, un paso después de otro. Todo eso… Todo eso estaba bien.
Lo de Daffy Green no.
Aquello no estaba nada bien.
—No lo sé, Mandy —susurró—. Te juro que no lo sé.
Sintió un escalofrío e inhaló una calada larga con los labios apretados.
***
Drew Brewer salió de su casa en Swan Lane a las cinco y cuarto de la mañana, un poco antes de lo acostumbrado. Se había ido a la cama temprano la noche anterior porque últimamente se estaba encontrando demasiado cansado, y se había despertado en mitad de la noche con los ojos más abiertos que los de un búho. El cansancio no estaba, pero sabía que no tardaría mucho en volver apenas se pusiera en movimiento e hiciera una o dos cosas. Había tomado infusiones de raíz de oro, por descontado; un antiguo remedio que en los Brewer siempre había sido mano de santo, e incluso había bajado un poco el ritmo de trabajo. Pero el campo necesitaba muchos cuidados, y estaba todo ese asunto de la compra de corderos para una cadena de restaurantes. Su hermano Paul decía que era un buen trato, pero él no lo veía tan claro. Estaba acostumbrado a los tratos pequeños, a los negocios puntuales que le permitían vivir y pagar las pequeñas necesidades del día a día. Pero cien… corderos… al mes. Cien corderos. Tendría que ampliar las instalaciones, tendría que negociar con Billy Hurley para acceder a sus pastos; solo el tema de las vacunas y los permisos le iba a generar un volumen de papeleo que hacía que la cabeza le diera vueltas.
Cien corderos eran alrededor de ochenta corderos más de la cuenta.
Se preparó para salir al campo a revisar el estado de sus terrenos. Había llovido bastante fuerte las dos últimas noches, y también algo durante la tarde; ahora que miraba por la ventana, comprobó que el agua seguía formando una cortina gris en incesante movimiento tras los cristales. Cuando eso ocurría, la tierra hospedaba charcos enormes que había que drenar de alguna manera, a veces incluso abriendo canales para mover el exceso de agua a otras partes. Antes podía ser una tarea pesada, pero desde hacía ya un año tenía el David Brown 1200, una preciosidad de tractor que generaba cuarenta caballos y contaba con una cabina ancha y espaciosa, no como la bestia mecánica de Billy Hurley. Su cabina era tan angosta y sofocante que su mujer, Anne, la llamaba El Horno.
Anne. Llevaba casado con Anne como… toda la vida, y, a veces, le parecía que algo más. Delgada, menuda, siempre con una sonrisa colocada en su carita redonda, a menudo cubierta por sus propios cabellos, ahora ya blancos. La había dejado dormida en el sofá de su pequeño estudio donde, a pesar de su ceguera, pintaba tantos cuadros como podía, muchas veces, unos encima de otros; Anne no tenía interés en conservar sus pinturas. La pintura era su vida.
Ciega de nacimiento, no había podido conocer los trazos de los grandes maestros, ni había observado cómo la luz describía cambios en las tonalidades de los colores, ni tenía referencia alguna de cómo los colores revestían el mundo o de cómo se percibían como diferentes según el momento del día. Nunca había visto el prodigioso despliegue de tonos de un amanecer, o la explosión iracunda del atardecer cuando incide en las nubes bajas y lo tiñe todo de rojo, o de rosa, o de naranja. Anne utilizaba la textura y el grosor de los trazos para orientarse, y trataba de recrear las sensaciones que le producían las cosas.
Según ella, recibía aquella información simplemente mediante el tacto. Pintaba el tacto de hojas de los árboles. Una manzana. El rostro de su marido. Había pintado a Drew más de cincuenta veces, y todas esas veces había conseguido transmitir sensaciones profundas. El propio Drew no sabía mucho o nada de pintura (apenas lo que costaban los tubos de pigmento) pero cuando veía los trabajos de Anne, solía quedarse mirándolos durante un buen rato, a menudo con una taza de té en la mano, y llegaba a sentir que una emoción especial, única y exclusiva de dicha contemplación, afloraba dentro de él. La primera vez que se vio en una pintura de Anne, creyó atisbar aspectos profundos de sí mismo entre los trazos gruesos, tridimensionales y protuberantes que Anne usaba para manejarse por el lienzo; aspectos íntimos que tenían más que ver con cómo se sentía que con cómo era. En su retrato no había… una nariz, ni una boca, ni siquiera ojos. Era una fantasía abstracta de trazos, formas, volúmenes, que producían una concatenación de sentimientos, un viaje iniciático que revelaba más y más cosas cuanto más se lo contemplaba. Aquella vez, cuando se giró para mirarla, ella lo supo enseguida. Anne siempre sabía cuándo él la miraba.
—¿Qué estás mirando, bobo? —preguntó.
—A ti —dijo él—. A tu mirada.
—¿La mirada de una ciega? —preguntó con retintín.
—Se puede perder la vista —respondió con suavidad—, pero nunca la mirada.
Ella no contestó. Nunca decía nada cuando él conseguía tocarle con su amor.
Ese día no la despertó. A Anne le gustaba acompañarle en sus paseos matutinos porque, a esas horas, olía a tierra mojada, a pasto fresco, a aire húmedo, a tormenta… Y esas cosas, los olores, la brisa mojada, eran las maneras con las que Anne aprendía de su entorno; eran el vehículo de las sensaciones que transportaba la naturaleza para ser representada en un lienzo. Pero llovía mucho, demasiado, y era de todas maneras un poco demasiado pronto para Anne. Cuando volviera de la inspección, se dijo, la compensaría con un cuenco de leche caliente y pan tostado con membrillo, servido con queso a la manera española. A Anne le gustaba tanto el membrillo que, en secreto, Drew había plantado membrilleros en las laderas al lado oeste de sus tierras, de la variedad que crecen en tierras húmedas.
—¡Penny! —llamó.
Miró a un lado y a otro, con el ceño fruncido. Bueno, ahí había una cosa excepcional… ¿Dónde estaba Penny? Solía ser la primera cosa que veía por la mañana al salir de casa. No importaba lo mucho que se esforzara