Nocte. Carlos Sisi

Nocte - Carlos Sisi


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zumbido bajo y grave como el que hacen un montón de enchufes que están sobrecalentándose en algún recóndito lugar de un sótano con demasiada humedad. Griffin era policía, así que reaccionó instintivamente proyectando el brazo hacia ella para retenerla; al fin y al cabo, era una situación desconocida, y lo desconocido siempre tenía un componente de peligro. Estaba en el manual de policía. Pero pensó en Drew. ¿Dónde estaba Drew? Ninguna anomalía eléctrica, fuera del tipo que fuera, iba a detener a Anne si su marido podía estar en peligro.

      —Drew —susurró ella, como si estuviera a punto de desfallecer.

      Griffin salió del coche y vio cómo Anne se dirigía con rapidez a algún lugar apartado de aquel arco eléctrico. Griffin volvió a mirarlo.

      Porque era un arco eléctrico.

      Lo era, ¿verdad?

      ¿Qué otra cosa podía ser?

      «Un arco eléctrico en mitad de un prado», pensó.

      Por allí ni siquiera había tendido eléctrico, cañerías ni ninguna otra instalación soterrada de ningún tipo. Era Daffy Green, por el amor de Dios. En Daffy Green no había más que granjas y muchísimo campo.

      Pero entonces, ¿qué era?

      —¡Drew! —llamó Anne, alzando la voz.

      Griffin miró. Drew Brewer estaba tendido en el suelo, aparentemente desmayado. La cuestión, de nuevo, era… ¿Cómo había sabido Anne que estaba allí?

      Mientras corría hacia él, su mente seguía intentando conjeturar explicaciones cabales. «Las personas ciegas tienen otros sentidos ensalzados», se decía. «Quizá Anne ha podido escuchar su respiración. Quizá Drew tiene una respiración sibilante que ella puede escuchar, porque… porque lo conoce…».

      «No digas sandeces», se respondió. Era lo que decía siempre su padre. «No digas sandeces, niño».

      —Drew… —susurró Anne, ahora arrodillada junto a su marido, pasándole una mano por debajo de la nuca mientras le acariciaba la mejilla.

      Drew abrió los ojos de repente, como si el mero contacto le hubiera devuelto a la vida. Anne le sonreía, con los ojos ciegos tocando la mirada de él. Tal vez no pudiese ver, pero desde luego sí podía llorar. Una lágrima resbaló por la mejilla.

      «Bueno», pensó Griffin. «Una cosa bien, al menos».

      Lo siguiente era, por supuesto, aquella cosa en el prado.

      Volvió a mirarla, temiendo que cuando volviera a examinarla hubiera crecido, o se hubiera vuelto de una intensidad aún mayor, como si fuera a explotar.

      Las ovejas corrían describiendo círculos en el prado.

      ¿Qué demonios les pasaba a aquellas ovejas?

      Griffin pudo haber hecho muchas cosas en aquel momento. Pudo haber subido a Anne y a Drew en el coche policial y haber salido de allí. Parecía… Bueno, parecía radiactivo. Algo radiactivo. Había leído noticias sobre una central nuclear que pensaban abrir en Rusia tan pronto entrara el año, una central enorme que tendría toda una ciudad cerca para albergar a los trabajadores y sus familias. Algo de locos. Esas cosas le ponían los pelos de punta. Al fin y al cabo, ¿quién podía entender algo tan poco natural, tan descabellado y tan misterioso como la energía nuclear?

      Pero Griffin estaba acostumbrado a relativizar las cosas. Era un hombre sencillo que estaba orgulloso de ser inglés, de tener una reina como Isabel II y de haber puesto la bandera británica en casi todas partes en el mundo. Nada mal para una isla relativamente pequeña. «El salario de un día por el trabajo de un día» era su lema, como lo había sido el de su padre antes que él, y también el de su abuelo. ¿Y si salía pitando de allí y luego resultaba ser… una especie de fuego de San Telmo gigante, o algún otro fenómeno raro de los que ocurrían en el mundo por todas partes? Sus compañeros se reirían de él. Le llamarían Griffin Piesrápidos, o Griffin La Liebre. Y después del trabajo, con cada ronda de pintas de cerveza, una sería siempre para Griffin La Liebre.

      —¿Drew está bien, Anne? —preguntó.

      Internamente, sin que fuera del todo consciente de ello, deseaba recibir una respuesta. Lo ansiaba. Quería oír a Anne diciendo: «No, Griffon (ella a veces le llamaba Griffon cuando quería fastidiarle, porque decía que le recordaba a no sabía qué animal mitológico). Drew no está bien. Creo que necesita un médico». Y él asentiría con gravedad y llevaría a Drew al hospital porque… porque era un buen policía, un buen amigo y, sobre todo, un buen inglés. Y no estaría huyendo del problema; no sería Griffin La Liebre, sino Griffin El Héroe. Un hombre educado. Y sensible.

      Pero Anne no respondió nada por el estilo.

      —Sí —exclamó—. Está bien.

      Griffin no dijo nada.

      Miró al óvalo. Era, en realidad, fascinante si uno obviaba el hecho de que fuese la cosa más rara que había visto en la vida. Tenía cierta belleza, tenía armonía.

      Se acercó a Drew. Parecía estar bien, consciente, aunque tenía la mirada confusa y perdida que había visto a veces en personas de avanzada edad.

      —Drew, ¿qué te ha pasado? —preguntó.

      Drew giró la cabeza para mirarlo.

      —Griffin… Por… el amor de Dios, menos mal que estáis aquí, chicos…

      —Por el momento solo yo, Drew. Dime, ¿qué… qué ha pasado aquí? ¿Qué es esa cosa?

      Drew negó con la cabeza.

      —No… No lo sé. De veras que no lo sé. Me lo pregunto, ¿sabes?

      —¿Cómo acabaste en el suelo? —preguntó Griffin.

      —Oh. Bueno… ¡Estoy bien! —se apresuró a decir el granjero, moviendo la mano en el aire.

      —Un médico decidirá eso, señor Brewer —dijo Anne, ceñuda.

      —¿Cómo acabaste en el suelo? —repitió Griffin, impaciente.

      —Una tontería —dijo Drew—. Puede que… me impresionara un poco, ya sabes. Esa cosa de ahí es bastante extraña. ¡Bueno, lo es! Seguramente tropecé con una piedra, me resbalé y caí, eso es todo.

      —Bueno —dijo Anne—. Recupera el aliento y descansa la cabeza, viejo torpón.

      Drew asintió, sonriendo.

      Griffin dio un par de vueltas sobre sí mismo, intentando ubicar las cosas en los estantes de orden provisional de su mente. Era lo que hacía cuando realizaba su trabajo policial: colocar las cosas en estantes provisionales que luego podría poner en orden, con tiempo. Uno tenía una etiqueta: SENSACIONES DE ANNE. En otro ponía: LA GRAN COSA RADIACTIVA. Y en otro más: EL COMPORTAMIENTO DE LAS OVEJAS. También había un hueco en el que había garabateado ¿DREW RESBALANDO CON UNA PIEDRA? ¡PRUEBA OTRA COSA! A veces, tenía que apartar la información fuera de su línea de pensamiento para avanzar. Era por pura salud mental.

      —Está bien —susurró—. Está bien. Voy a ver qué demonios es eso, ¿de acuerdo? —anunció.

      Anne levantó la cabeza como si la hubieran abofeteado.

      —No vayas, Grif —dijo Anne casi en un susurro.

      —Quédate aquí con él, ¿vale, Anne? —respondió Griffin sin dejar de mirar las evoluciones eléctricas que recorrían los bordes del desgarro. Estaba preocupado y distraído, los estantes de orden provisional de su mente desbordados, y añadió—: ¿Harás eso por mí?

      —Eso… no debería estar ahí…

      Griffin se giró para mirarla.

      —¿Cómo dices? —preguntó.

      —Eso no debería estar ahí —repitió Anne.


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