Nocte. Carlos Sisi
evolutiva; apartar la vista era del todo impensable. Pasarían años antes de que alguien viera un efecto como ese en una película de ciencia ficción.
Drew Brewer pensó en aquel arco voltaico aquella mañana, al menos en un primer momento. Había un círculo, algo ovalado en su parte superior, de un azul eléctrico dotado de una intensidad fulgurante, que debía de medir como cinco metros de altura. Estrías chisporroteantes recorrían el arco de arriba abajo y de abajo arriba, y asentado como estaba en mitad del prado aún en tinieblas, arrojaba un destello azulado hasta el punto de que parecía una feria.
«Que me aspen», habría dicho Brewer. «Que me aspen mil veces». Pero no dijo nada. Era por el agujero, más que por el óvalo en sí. Por lo que estaba dentro del círculo. Lo que había… al otro lado. Y más que por lo que veía, por lo que la imagen le hacía sentir.
Drew Brewer estaba acostumbrado a trabajar en el campo, a recorrerlo de día y de noche, cuando la oscuridad es absoluta y se llena de ruidos inexplicados. Cualquiera que haya recorrido un bosque de noche, sin ninguna luz más que la de la Luna, sabe que el bosque te abraza de una manera especial, que comunica con una parte primigenia del hombre; que, de manera inconsciente, este aún recuerda los días en los que la noche era cubil de depredadores y que era mejor pasar el periodo de oscuridad en el interior de las cuevas seguras, protegidas por centinelas. Pero Brewer nunca sintió miedo de la oscuridad, ni de la soledad, ni de los ruidos nocturnos que produce la naturaleza cuando se la deja sola. Nunca sintió mucho miedo, en realidad, más que los propios de la fricción de la vida, y esta era de naturaleza mucho más prosaica: ¿podré pagar la hipoteca? ¿Podré seguir cuidando de mi mujer si caigo enfermo?
Pero al asomarse a la intimidad intrínseca del óvalo, Brewer se sintió golpeado por una sensación atenazante que le dejó inmovilizado por unos instantes. Pestañeó varias veces, intentando conseguir que los ojos dejaran de protestar por la naturaleza imposible de la evidencia que tenía delante. Y sintió miedo. Todo su cuerpo se revolvió, negándose a aceptar lo que veía. Lo que se insinuaba. El descalabro imposible y de alto contraste que los ojos se negaban a aceptar.
Era como un desgarre. Había un paisaje carmesí que se vislumbraba a través del óvalo, completo con un cielo de tonos pálidos y de un púrpura desvaído. Uno podría pensar, o sentir, que se trataba de una proyección, pero la profundidad de lo que se veía era innegable. ¿Acaso no había una especie de formaciones montañosas al fondo, vagamente visibles, confundidas con la niebla? No era una pantalla. En absoluto. Y la luz… La luz se esparcía por el agujero y teñía el prado de un tono difícil de precisar.
Abrió la boca, pero no emitió ningún sonido. Su frente se colmó de pequeñas perlas de sudor que brotaron por entre los poros de su piel como por arte de magia.
«Anne no podrá verlo» fue la idea que se formó al fondo de su mente. Un mecanismo de defensa, un cabo; un intento, con seguridad, de aferrarse a la realidad. La realidad que parecía estar escapando por aquel desgarro.
Tardó un poco en ser capaz de mirar otra cosa.
Los ladridos de Penny ingresaron en su mente. Ladridos urgentes. Penny decía: ¡Alerta, alerta!
Penny estaba allí, ladrando. Ladraba al óvalo y ladraba a las ovejas, que corrían por el prado. Brewer las observó con el rostro aún vestido de terror cerval, intentando todavía comprender. Había trabajado con ovejas casi toda su vida, en especial en los últimos diez años, y nunca las había visto correr de aquella manera. Y no era porque corrieran mucho, era…
Corrían, y corrían, y…
Brewer pestañeó.
Corrían, pero no huían. Corrían en círculos.
Una oveja en pánico describe un movimiento sinuoso para alejarse del peligro, pero aquellas…
«¿Por qué no huyen?», se preguntó su mente. «¿Por qué?».
Estaba todavía mirando cuando algo abandonó el óvalo. Otra vez le costó comprender lo que veía. Era… una pequeña bola de fuego. Una llameante y compacta bola de fuego que dejaba un rastro de partículas incandescentes y que se movía a ras del suelo con una altura no superior a medio metro. Exactamente como…
Como una de sus ovejas.
Brewer comprendió qué era aquella bola de fuego.
Era una de sus ovejas, sí, saliendo de aquel desgarro imposible, envuelta en llamas. Una oveja que volvía de…
«¿De dónde?», pensaba su mente, confusa y aterrorizada. «¿De dónde, en realidad?».
El bastón, su viejo bastón que tantas veces le había sostenido, escapó de su mano y cayó al suelo.
La oveja recorrió unos cuantos metros y se detuvo. Se aplastó contra el suelo, probablemente porque había sucumbido a la destrucción del fuego y se había caído rendida sobre un costado. Se quedó allí, ardiendo, inmóvil, mientras Penny ladraba desaforada.
Y más o menos al mismo tiempo, Drew Brewer fue consciente de que el óvalo zumbaba. Zumbaba como un abejorro cuando revolotea. Como un enjambre de abejorros.
Drew Brewer se desmayó.
Capítulo 2
Penny por el agujero
1971
Aún llovía cuando Griffin, el responsable de la comisaría local, recogió a Anne en la puerta de su casa. Anne estaba preocupada, y mucho; por alguna razón pensaba que el cielo no llovía, sino que lloraba. Anne resultaba hermosa cuando esperaba porque, con la mirada perdida en la oscuridad de su percepción de las cosas, parecía concentrada únicamente en el hecho de esperar.
Anne le llevó directamente al prado donde las ovejas pastaban porque sabía que su marido haría por allí las primeras tareas matutinas. El Lotus Corvina que Griffin conducía, el coche oficial de la policía por entonces, no era el mejor vehículo para andurrear por el campo, pero en aquella época casi ninguno lo era. El chasis bajo chocaba contra las piedras del suelo al circular.
—No te preocupes, Anne —decía Griffin, que casi podía oler la preocupación de ella—. Ese marido tuyo estará perfectamente. No entiendo qué te hace pensar que algo puede ir mal, en realidad. Con todos los respetos, había entendido que estaba desaparecido desde anoche, pero… ¿cuánto tiempo dices que lleva fuera?
—No es el tiempo —susurró Anne, compungida—. Es una sensación.
Griffin asintió.
Griffin y el matrimonio Brewer eran amigos desde hacía tiempo. Habían pasado grandes veladas juntos y solían visitarse para hacer cosas como tomar té o disfrutar de una comida al final del día. Griffin sabía de las sensaciones de ella, y les tenía cierto respeto, por cierto, pero no podía evitar pensar que estaba exagerando. Tanto ella como Drew se hacían viejos, si no lo eran ya al decir de muchos, y era previsible que surgieran preocupaciones como aquella de vez en cuanto. No pasaba nada. Conduciría hasta el prado y haría que Anne se reuniera con Drew. Él pondría esa expresión suya tan inglesa, con la ceja ligeramente levantada, y quizá la reprendiera, un poco al menos. Pero luego los llevaría de vuelta a la granja y quizá tuviera aún tiempo de tomar unos huevos con beicon y judías, y café. Tanto a los Brewer como a Griffin les gustaba el café.
Pero cuando el Lotus Corvina coronó la suave colina que precedía al prado, Griffin vio el óvalo cimbreante y eléctrico y detuvo el coche apretando con fuerza el pedal del freno. El coche derrapó ligeramente en la tierra embarrada y se detuvo con un suave movimiento pendular.
—¿Qué… es eso? —preguntó Anne.
Había hecho la pregunta como si pudiera verlo. Miraba, de hecho, en la dirección donde aquella cosa inexplicable pulsaba, como una herida en la realidad, como si estuviera realmente mirándola.