Nocte. Carlos Sisi

Nocte - Carlos Sisi


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mundanos. La anticipación. Penny percibía algo más, sí. Tenía sensaciones enredadas en una nebulosa cósmica invisible, un pellizco localizado en algún lugar irrelevante de su interior, como si anunciara…

      ¡PROBLEMAS GRAVES!

      ¡ALGO LLEGA!

      Lo que tenía que llegar, por cierto, no tardó mucho más. Lo que tenía que llegar llegó entre ladridos y el balido inquieto de las ovejas.

      ***

      Anne se despertó de repente.

      Una persona se despierta siguiendo un proceso que requiere, inevitablemente, un tiempo mínimo. El mejor amigo de Anne, Ted, un médico irlandés con una notable reputación en el norte de Inglaterra, habría descrito el proceso con unas palabras similares a estas: «El despertar, Anne, se produce con un complejo mecanismo llamado sistema circadiano, que cuenta con una especie de marcapasos localizado en el núcleo supraquiasmático, encontrado a su vez en el hipotálamo, ubicado en la zona central de la base del cerebro». Es posible que Ted hubiese quizá dicho algo más, seguramente compartiendo una cerveza irlandesa con ella. Quizá habría añadido que, para despertar, se precisa algún cambio en los estímulos del entorno, como un cambio en la temperatura, en la intensidad de la luz, o un sonido que interrumpa la monotonía del ciclo del sueño. Quizá Ted hubiese explicado que uno también se despierta cuando el núcleo supraquiasmático (que Anne a buen seguro hubiera llamado «núcleo superasmático» entre risas) decide que las funciones del sueño han terminado, como cuando una lavadora llega al final de su programa y se apaga. Esa maravillosa y divina ingeniería, donde intervienen cosas como producción y supresión de melatonina y muchas otras funciones, hace que el cuerpo se reactive, el cerebro reconecte con la realidad después de su centrifugado nocturno, el páncreas reanude sus tareas, los intestinos, los órganos todos… se pongan nuevamente a tono. Y todo eso, por supuesto, requiere tiempo.

      Pero Anne, atendiendo quizá un irrepetible, inexplicable, potente pero inadvertido milagro médico, se despertó, sin embargo, de repente.

      No hubo cambios en la intensidad de la luz ni en la temperatura, ni hubo tampoco sonidos inesperados que alterasen el ciclo natural de Anne. Se despertó porque algo en su interior pulsó todos los interruptores y palancas a la vez. Se despertó quizá porque el discurso de los acontecimientos que tenían que llegar hubiera cambiado de manera abrumadora de haber permanecido dormida. Anne debía despertarse. Se encontró sentada en la cama, con los ojos abiertos de par en par, mirando la oscuridad que le devolvían sus ojos ciegos.

      Algo pasaba. Algo estaba pasando, había pasado o estaba a punto de pasar.

      Algo…

      Anne, recluida en su mundo de sensaciones interiores, libre de las interpretaciones parametrizadas de la vista, confiaba mucho en sus instintos. A veces eran claros, a veces difusos, pero allí donde la mente decía una cosa y el corazón otra, Anne elegía siempre el segundo camino.

      Se levantó de un salto, con el camisón blanco bailando alrededor de su cuerpo. Ni siquiera necesitó palpar la cama para saber que su marido no estaba allí, o bajar al salón y la cocina para intentar encontrarlo. No estaba, eso lo sabía, y ni siquiera estaba alrededor de la casa.

      Anne no intentó salir en su búsqueda. La lluvia podía ser maravillosa, pero contaminaba el mundo sonoro que Anne usaba como guía. La desorientaba con cada gota repicando con fuerza contra el suelo, la grava, las hojas, por todas partes, la melodía omnipresente del agua circulando por el aire en caída libre. En lugar de eso (tan segura estaba), localizó el teléfono instalado en la pared del pasillo y llamó directamente a Griffin, quien, además de ser un excelente jugador de cartas, estaba a cargo de la comisaría local.

      Y porque estaba tan segura, le costó un rato responder cuando descolgaron.

      ***

      EXTRACTO DEL INFORME DARREN.

      OVERTURE. CLASIFICADO.

      Página 181.

      «Tenemos que examinar el contexto histórico. El primer caso de Overture, ocurrido en Daffy Green, Scarning, Thetford, nos sitúa en diciembre de 1971. 1971 puede no parecer tan lejano, pero 1971 era un mundo realmente diferente. Intel estaba a punto de lanzar el primer microprocesador, el 4004. Tenía cuatro bits y se usó en dispositivos de control como semáforos. Disney World abría por primera vez en Florida, y la Radio Pública Nacional hacía también su primera emisión. Los niños jugaban con el Telesketch, que usaba polvo de aluminio y partículas de estireno en una visionaria y anticipada representación conceptual de un moderno iPad. Greenpeace se presentaba ante el mundo hablando de cosas en las que casi nadie había pensado nunca, y en el cine se estrenaban Harry el Sucio y La Naranja Mecánica. En la televisión veíamos The Mary Tyler Moore Show; Winona Ryder nacía este año, y una compañía llamada Sharp lanzaba la primera calculadora de bolsillo mientras que un hombre llamado Ray Tomlinson creaba el concepto base del email. Aún faltaban seis años para el estreno de Star Wars.

      Si esa película supuso un boom mental sin precedentes para varias generaciones de manera simultánea, imaginen lo que fue para aquel ganadero inglés llamado Drew Brewer observar el fenómeno Overture en vivo, en aquella lluviosa mañana. Cualquier niño de nuestros días habría identificado lo que ocurría porque dispone de innumerables referencias visuales contenidas en decenas de miles de películas, videojuegos y series de televisión. Drew Brewer se enfrentó a algo que la literatura apenas había empezado a rascar. Tal vez el episodio de Star Trek «La ciudad al fin de la eternidad», emitido en 1967, pudo haber ayudado a Drew Brewer a anticiparse a lo que veía, pero aquella temprana representación se asemejaba más a una pantalla de televisor de los setenta que otra cosa. Desde luego no a la increíble y virtuosa magnificencia visual de un Overture formado en fase cuatro. Observar la fantástica deflagración permanente de este, con todo lo que se ve a través, tocado por el fulgor centelleante de la energía eérica y la característica corona de desfase que solamente algo como el desastre de Chernóbil pudo emular de manera pálida y pobre cuando el núcleo perdió su sellado, tuvo que hacer que aquel ganadero de Daffy Green perdiera su conexión con el mundo. Seguro. Debió de ser como subir a un soldado romano del año diez antes de Cristo a un moderno jet a reacción con capacidad de vuelo espacial y llevarlo a dar una vuelta por el continente a Mach 4, cruzando la bóveda celeste y asomándolo, brevemente, al espacio profundo».

      ***

      Cualquiera que hubiera conocido a Drew Brewer antes de aquel cinco de diciembre de 1971 habría dicho algo de él; que siempre tenía la misma expresión en la boca. «¡Que me aspen!». Si se le caía algo, soltaba «¡Que me aspen!». Si se sorprendía, decía «¡Que me aspen!». Cuando se sentaba en una piedra y la espalda le daba un pequeño tirón, «¡Que me aspen!». Tenía esa expresión en la boca todo el día, pero aquella mañana, se quedó sin palabras.

      Aquella mañana, tras superar una colina rala, Drew se encontró mirando algo que no acertaba a comprender del todo, en parte porque todavía amanecía y el cielo estaba encapotado, y la lluvia no ayudaba demasiado tampoco, pues convertía la visibilidad en la distancia en una mancha borrosa que se movía sinuosa allí donde se confundían los volúmenes. Y en parte porque nunca había visto nada ni de lejos parecido.

      Drew Brewer había visto explosiones producidas por paneles de electricidad defectuosos. Uno en la ferretería de Shephard, por cierto, cuando el viejo loco intentó conectar unos generadores en la antiquísima instalación del edificio. La cosa simplemente explotó en un fulgor blanco de una intensidad cegadora. Duró un solo instante y lo llenó todo de un humo que impregnó cada pequeña herramienta que Shephard tenía allí almacenada. Durante semanas, cada alicate y cada tornillo que se compraba en Shephard olía a ozono y a electricidad. Pero en cierta ocasión, otra instalación eléctrica elevada sufrió también un corto, esta vez en las calles del pueblo. Produjo uno de los fenómenos más letales y fascinantes que se pueden ver hoy día. La gente que pasaba por la calle estuvo unos buenos veinte segundos observando cómo un arco voltaico cimbreaba de un extremo a otro de la instalación,


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