Nocte. Carlos Sisi

Nocte - Carlos Sisi


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      Penny no solo le ayudaba con el rebaño; era, además, una perra trufera, y aquel suponía uno de sus mayores logros, por cierto. Le enseñó desde pequeña, educándola primero para localizar las trufas silvestres de temporada, y muy poco después, haciéndole entender que no debía comerlas. Drew estaba seguro de que su secreto había sido la elección del premio que Penny conseguía cuando hacía las cosas bien: nada demasiado dulce, para no dañar su salud, y nada con demasiado olor, para no estropear su olfato. El olfato lo era todo.

      La otra cosa era el hecho de que Penny no era un perro trufero al uso. Casi todos sus vecinos usaban los Lagotto romagnolo o esos caniches que a Drew le ponían nervioso, como el caniche desquiciado de Richard Bird. Había visto ranas ladrar con más estilo que aquella bola de pelo. No, los caniches no eran para él. Si tenía que localizar a su perro, no quería utilizar un microscopio para rebuscar entre la hierba. Drew había leído casi todo lo que se había publicado sobre truficultura y había llegado a la conclusión de que era mejor usar perros de caza, sabuesos y podencos adiestrados para perseguir piezas de caza mayor heridas. Esos sí que eran perros de verdad.

      Penny era una Deutsche Bracke, un sabueso de sangre de Baviera; la elección del sexo no era tampoco casual: las perras tenían más sensibilidad y astucia, y no se rendían. Los sabuesos de sangre eran resistentes al frío y la humedad (algo muy encomiable en esas latitudes del Reino Unido) y más trabajadores que el caniche desquiciado de Richard Bird. Penny era, además, diligente y cariñosa.

      Pero ¿dónde estaba?

      —Bueno. Que me aspen.

      Miró al cielo. Amanecía, pero de esa manera sutil que solo se advierte mirando hacia el este con la vista periférica, una claridad tenue que revelaba, sin embargo, una cosa: que el cielo estaba engendrando una tormenta. Una de las buenas. Estudiar las nubes era una de las primeras cosas que se aprendían si uno iba a dedicar su vida a la ganadería. Era tal vez posible que aquella fuese a ser una de esas tormentas épicas que hacían que el cielo se convirtiera en una fanfarria interminable de truenos, relámpagos y nubes arrastrándose a varios niveles, unas más rápidas que otras, absorbiendo toda la luz. Era quizá posible… que Penny supiese eso y estuviera escondida en algún lugar de la granja. Penny podía ser un animal muy inteligente, el más listo de todos cuantos había conocido, pero seguía siendo un perro, y los perros siempre tienen miedo a las tormentas.

      Se encogió de hombros y empezó a andar por el sendero, vestido con su chubasquero amarillo y su bastón. Ya aparecería. Penny podía ser un poco gato a veces; una vez al año (más o menos) se tomaba unas pequeñas vacaciones, un día de asuntos propios, pero siempre acababa volviendo, llena de barro y de pequeñas bolas de cardo enredadas en el pelambre de las patas y el vientre. Nada que un buen baño y un cepillo de oveja no arreglara.

      Caminó, levantando la cabeza para dejar que la lluvia le mojara la cara. La lluvia sí que era maná del cielo, y no ninguna otra cosa parecida; eso era lo que pensaba. El libro del Éxodo era siempre muy grandilocuente en cuanto a todo lo que decía, pero el dichoso maná enviado desde el cielo a los israelitas no era puñetero pan, sino… ¡agua de lluvia! En el desierto, un poco de lluvia debió de ser mejor que un buen plato de cordero con patatas asadas y zanahorias; eso era lo que decía siempre por mucho que el párroco se enfadase algo más de la cuenta, pero… ¿acaso había un milagro mejor en el mundo que la puñetera lluvia?

      Las botas verdes se hundían en el suelo blando, anegado en lluvia. A medida que avanzaba, sin embargo, se sentía obligado a corregir su peso a uno y otro lado, lo que le hacía zarandearse como si regresara a casa después de una noche de pintas en el Black Raven. Sonrió con la idea, tal vez porque hacía demasiado tiempo. Además, hacía frío; bastante frío, a decir verdad, incluso para ser primeros de diciembre, pero nada de eso le impidió sentirse como un privilegiado por vivir rodeado de toda aquella naturaleza en un lugar bendecido como era Daffy Green.

      Estaba pensando en todo eso cuando escuchó a Penny ladrar a lo lejos. Drew levantó una ceja. «¡Buenos días a ti también!», pensó, pero luego se detuvo, contrariado. Naturalmente, como cualquier entrenador de perros, Drew sabía perfectamente qué tipo de ladrido usaba su perra en todo momento. Aquel no había sido el ladrido breve y tajante que empleaba cuando trabajaba con las ovejas, ni el ladrido jubiloso que usaba cuando encontraba trufas, o alguna alimaña muerta, o cualquier otra cosa inusual en la granja. Ese había sido un ladrido especial que Penny usaba cuando quería decir algo muy concreto.

      HAY PROBLEMAS AQUÍ, ¡VAYA SI HAY PROBLEMAS!

      Drew aceleró el paso.

      Las ovejas. Drew solía dejarlas pastando por la granja, para eso la había vallado a conciencia y había instalado pequeños refugios aquí y allí donde los animales podían cobijarse si la lluvia empezaba a molestarles demasiado. Drew pensaba que las ovejas tenían derecho a cierto nivel de vida a cambio de todo lo que ofrecían; pensaba en ellas como empleados más que como posesiones. Pero eso, a veces, podía traer algunas consecuencias.

      —¡Penny! —llamó—. ¡Penny, pequeña! ¡Aquí, chica!

      Empezó a subir la loma; el sonido llegaba desde el otro lado. La loma número seis, de las quince que tenía en su terreno. Detrás de ella había un prado verde donde las ovejas gustaban de pasar su tiempo. Un prado seguro, tranquilo, alejado de los lindes de su pequeño dominio; ¿qué podía estar yendo tan mal?

      Subió trotando, ayudándose por el bastón. Anne tenía razón, estaba descuidando su forma física. Tal vez sí que había cogido uno o dos kilos, o un par de pares, a juzgar por lo que le costó trepar por el suelo barroso. La lluvia no ayudaba. Podía ser el maná del cielo, desde luego, pero hacía que el trasiego por el campo se volviera una pequeña pesadilla.

      Cuando llegó arriba, enmarañado en una respiración fatigosa y aquejada, se colocó el plástico del chubasquero y miró. Allí estaba Penny, perfectamente visible, en actitud defensiva. Ladraba a algo que no podía ver. Una culebra de collar, quizá, escondida entre las zarzas y los arbustos. Anne siempre le decía que tanta maleza le traería problemas, y él respondía que cuando llegara el buen tiempo, contrataría a alguien que le ayudara con eso. «Aquí nunca hay buen tiempo», respondía ella, y él se encogía de hombros y sonreía con astucia, algo que, por mucho que Anne fuese ciega, él estaba seguro de que podía sentir. Drew no pensaba que las malezas tuvieran la culpa, de todas maneras; las culebras solían abandonar sus nidos y guaridas cuando llovía fuerte, así que que hubiera una por allí… tenía todo el sentido.

      —¡Penny! —volvió a llamar.

      Un poco más allá, estaban las ovejas. Drew era un experto en contarlas con rapidez, sobre todo desde lejos. Era algo que hacía de manera inconsciente, por mucho que se movieran y se retorcieran unas contra otras; su mente estaba adiestrada para recordar sus posiciones.

      Cincuenta y seis.

      No estaban todas, desde luego, pero faltaban las suficientes para saber que podían haberse escindido en varios grupos. Ya las buscaría luego. Ahora debía prestar atención a la alarma de Penny, o la próxima vez que ocurriera algo podría relajarse al pensar que sus avisos no importaban a nadie.

      Drew estaba descendiendo por la suave loma hacia el prado cuando, de repente, ocurrió. Y ese…

      Ese fue definitivamente el principio.

      ***

      ¡PROBLEMAS GRAVES!

      Penny ladraba y se enroscaba en sí misma mientras todos sus sistemas de alarma, cuidadosamente heredados y honrados a través de innumerables generaciones, aullaban como locos. ¡PROBLEMAS, PROBLEMAS GRAVES! Drew Brewer, desde su loma, observaba la misma escena que ella, pero era incapaz de distinguir nada fuera de lo común. La lluvia, sí; también la hierba verde, las nubes que evolucionaban oscuras, y por supuesto, el número de ovejas. El número de ovejas era para él el dato más importante de la escena y la conclusión lógica y cabal que le impedía, naturalmente, vislumbrar lo que anunciaban cada pequeña brizna de hierba y la manera en la que el viento confluía en un punto determinado del prado. Era algo que


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