Otoño sobre la arena. Erina Alcalá

Otoño sobre la arena - Erina Alcalá


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nadie supo jamás en el pueblo que ella tuvo un hijo. Si se hubiese sabido y el nombre, sus amigas, no habrían dudado en saber de quién era el hijo.

      La gente del pueblo le preguntaba a su madre por ella y les decían que estaba trabajando en los hoteles.

      Que ya era malagueña, que no quería volver, que se había echado un novio. Y todo con el tiempo, se fue olvidando.

      Ella era muy feliz con su tía y con sus vecinas y todas estaban dispuestas a ayudarle con el pequeño Lucas.

      Era un niño precioso de ojos verdes. Se parecía cada día más a su padre. Y a ella no le quedaba más remedio que recordarlo porque lo veía a diario en la cara de su hijo. Y cuando cumplió quince años, era la viva imagen de su padre a esa edad.

      Esa noche después del cumpleaños de su hijo revivió toda su historia y lloró amargamente como nunca. Pero tenía un hijo maravilloso. Y habían pasado quince largos años ya y sólo había vivido para trabajar para su hijo.

      Había trabajado incansablemente para que no le faltase nada y además lo había protegido, casi en exceso al ser tan joven, y educado de una manera maravillosa porque para ella, Lucas, era el mejor hijo del mundo.

      Para ese tiempo, su tía empezaba a estar enferma.

      Los médicos le habían diagnosticado un año antes un Alzheimer avanzado y ahora, a ella le tocaba cuidar de ella, con el mismo amor que ella lo había hecho durante todos esos años.

      Ni iba a estar sola ni iba a ir a una residencia. Ella jamás la llevaría, aunque tuviese que trabajar quince horas diarias.

      Tenía medios, medios que había conseguido en tantos años de trabajo duro para que su tía estuviese bien cuidada en su propia casa.

      La enfermedad de su tía fue muy dura y la tuvo que llevar con mucha paciencia, tanto ella como su hijo que ayudaba también.

      Reme recibió un curso en los Servicios Sociales de su zona de cómo afrontar esa enfermedad por parte de los familiares y le sirvió mucho para que su tía tuviese unos años dignos dentro de su enfermedad.

      Empezó por no recordar a su marido, ni a ellos, deambular por la casa. Tenían que tener cuidado de que no saliera a la calle sola.

      La chica que la cuidaba por las mañanas, mientras ella trabajaba, tenía un curso especializado en Alzheimer y hacía terapia ocupacional con ella, un rato por las mañanas, daban paseos, dibujaban con colores, le hacía ejercicios para reforzar la memoria y la cognición con el fin de retrasar lo más posible la enfermedad.

      Con el tiempo fue perdiendo capacidades. Olvidos de haber comido, de no reconocerse en el espejo. Quitarse los pañales, etc.

      Al final, le tuvieron que comprar un andador, y del andador pasó a permanecer todo el tiempo sentada sin poder moverse y de ahí a la cama acostada.

      El fin de su enfermedad fue terminar en la cama, daba voces o dormía a deshoras. Ir al hospital cada dos por tres a urgencias hasta que la enfermedad la fue consumiendo y una noche murió.

      Ella sintió mucho más su pérdida que todo el trabajo que tuvieron que hacer con ella esos últimos cuatro años, porque además su hijo entró en el Instituto y tenía que tener cuidado con quién iba, porque el cambio del colegio al Instituto era más peligroso para los chicos adolescentes.

      Pero su verdadero sufrimiento era ver a su tía, lo que había sido y su cambio en constante declive.

      En esos cuatro años, ella lloraba impotente, porque sabía el final. Él médico le había dicho que algunos enfermos duraban años con esa enfermedad, pero que a su tía no se le había diagnosticado antes.

      Con total seguridad ella había sabido esconderla bien. Algunos enfermos se daban cuenta al principio que iban perdiendo nociones y no querían decirlo.

      Así que cuando a su tía se lo diagnosticaron, ya parecía ser que llevaba unos cuantos años con la enfermedad.

      Ya no pudo esconderla más, porque era una enfermedad degenerativa.

      Así que al desgaste de atenderla, le llegó la dolorosa pérdida de una persona que había sido importante en su vida y que sin su ayuda no habría podido seguir adelante, ni ser lo que era.

      Su tía había hecho que su vida fuese lo más feliz posible. Tenía siempre la comida preparada. Le compraba siempre cosas a su hijo. Lo cuidaba cuando ella trabajaba.

      Todo, todo cuanto hizo por ella, no lo había pagado ella con cuidarla con el amor con que la cuidó cuando Rosario lo necesitó, aunque a veces terminara rendida y derrotada.

      Tuvo que recomponerse por su hijo, porque había sido lo más parecida a una madre que había tenido, pero la vida seguía y estaba su hijo y su empresa, y tuvo que luchar por los dos. Sólo se tomó una semana cuando su tía murió, porque su amiga Estrella se lo recomendó, que descansase, que estaba agotada. Que arreglara los documentos de su tía y que pusiera en orden la casa, y eso hizo.

      Fue a darse algunos masajes y pasó por unos baños para relajarse. Y esa semana se sirvió para descansar y recomponerse. Pero sabía que para olvidar, nada mejor que el trabajo y en una semana estaba preparada para trabajar.

      Todos los días se acordaba de ella y lloraba y aún después de ocho meses, la echaba de menos.

      Había sido una madre para ella y una abuela para su hijo. Le había abierto su casa y su corazón grande, tan grande que no le cabía en el pecho.

      Jamás tuvo un encontronazo de nada con ella. Eran uña y carne y su tía jamás consintió que le diese dinero y el que le daba se lo metía en su cartilla y posteriormente cuando montó la empresa e hizo dos cuentas distintas, una para la empresa y otra para sus ahorros, allí se lo metía.

      Con su hijo fue una mujer maravillosa, y no consintió que llevara a su hijo a una guardería, ella se lo cuidaba por las mañanas hasta que venía Reme y cuando entró al colegio, ella lo llevaba y lo recogía y le daba de comer hasta que Reme llegaba.

      Fue más trabajo el que le dio a su tía que otra cosa, pero su tía le decía que era muy feliz y que además tenía a sus amigas encantadas con Lucas y las tardes libres para irse con ellas o invitarlas a casa a tomar café.

      Nunca fue al pueblo en aquellos años. Eran sus padres los que iban al menos una vez al año a verlos, sobre todo cuando nació Lucas, y en Octubre, casi siempre, cuando su padre terminaba el campo hasta la recogida de la aceituna.

      Ya sus padres, no le preguntaban por el padre de su hijo. Se dieron por vencidos. Habían pasado años ya y tenían a su nieto al que querían mucho, pero suponían que su hija iba a ser una madre soltera para siempre.

      Pero al final eran felices, porque su hija había trabajado ella sola y había salido adelante, siendo una niña y educado a un hijo sola.

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