Sobre la Universidad. Ignacio Ellacuría Beascoechea S J
una universidad latinoamericana plural.
Para desentrañar el concepto de universidad, que condiciona la ley, la cual a su vez va a condicionar la realidad próxima de la universidad, nos encontramos con que esta nueva ley orgánica, de tanta gravedad por su origen y por su objeto, carece de exposición de motivos. La razón dada por la comisión es «la extensión e intensidad de las tareas» que el poder ejecutivo le había encomendado. Sin embargo, añaden, «se cree que en el contenido de sus disposiciones refleja claramente los principios ideológicos que los miembros de la comisión permanente han tenido presentes en todo momento». (6) Esta positiva carencia es de todo punto grave, porque o esos motivos no estaban suficientemente explicitados –y no hay cosa peor que motivos y motivaciones operantes y no explícitos–, o si lo estaban, se ha preferido el silenciarlos, el no darles expresión patente.
Nuestro trabajo, por lo tanto, deberá esforzarse por descubrir esos principios ideológicos, esa filosofía de la ley, más que a contrastar las disposiciones con esos principios y esa filosofía, que no se han proclamado explícitamente. La determinación del concepto desde la objetivación de la ley puede prestarse a malas interpretaciones, pero no hay otro camino.
En cuatro capítulos podría centrarse el análisis: (1) la preservación de las más caras conquistas de las universidades latinoamericanas; (2) la orientación profesionalista; (3) la línea culturalista e investigadora; (4) la línea de servicio social.
2. La preservación de las más caras conquistas de las universidades latinoamericanas
A los presentadores del anteproyecto les parece que conserva lo mejor de lo específicamente obtenido para la universidad por las universidades latinoamericanas. (7) Entre lo principal de esas conquistas estarían la autonomía, la libertad de cátedra, la posibilidad de que la universidad se dicte sus propias normas y la representabilidad proporcional de los sectores que la forman.
Dos puntos pueden discutirse aquí: si el sentido, el para qué, de las conquistas de las universidades latinoamericanas es el mismo que el auspiciado por los redactores de la ley, y cómo la ley entiende la determinación concreta de esas conquistas. Empecemos por el segundo de los puntos.
[2.1. La autonomía universitaria]
La autonomía está definida en el artículo tercero de la ley. Con todo, una puntillosa observación previa no estará de más. El anteproyecto remitido al Ministerio de Educación lleva por título «Anteproyecto de la Ley Orgánica de la Universidad Autónoma de El Salvador», mientras que la ley se ha quedado con esta formulación: «Ley Orgánica de la Universidad de El Salvador». Entre el anteproyecto y la ley se ha perdido un calificativo esencial, ha desaparecido una palabra. Nada menos que la palabra «autónoma». En el encabezamiento oficial de la ley de la Universidad de El Salvador no se habla de la «Universidad Autónoma de El Salvador». La universidad tendrá autonomía, gozará –como dice el texto de la ley– de autonomía en lo docente, en lo administrativo y en lo económico, pero, al parecer, ya no será ella misma autónoma.
En cuatro capítulos define la ley los límites de la autonomía: (a) estructurar unidades académicas, formular planes y programas de estudio, nombrar personal encargado de la enseñanza, sin sujeción a aprobación extraña; (b) nombrar, remover y sancionar a los funcionarios y al personal de la corporación universitaria, sin más limitaciones que las determinadas (el «previamente» del anteproyecto ha sido suprimido) por la ley; (c) disponer y administrar libremente los elementos de su patrimonio, de conformidad con la Constitución Política y su propio régimen jurídico; (d) darse sus propias normas dentro del marco de la presente ley y en consonancia con el orden jurídico de la República.
El marco formal es bueno. Paradójicamente, se atribuye a la universidad del Estado mayor autonomía en el apartado (a) que el concedido a las llamadas universidades privadas, las cuales son sometidas a un absurdo doble control, que pone en peligro la autonomía universitaria sin más. Es muy importante el nombramiento de profesorado «sin sujeción a aprobación extraña», punto por el que indirectamente el Estado puede limitar muy a fondo la labor universitaria, sobre todo por lo que toca a la contratación de profesores extranjeros.
Sin embargo, por más que el marco formal sea bueno, podrían señalarse dos posibles puntos, que sirvieran para plantear con mayor audacia la autonomía universitaria. Uno, es el de que se definiese la autonomía universitaria como la preservación de la independencia y seguridad de la universidad en todo lo referente al cumplimiento de la labor universitaria; otro, la protección incluso penal contra aquellos que desde el poder impiden el libre ejercicio de esa labor.
[2.2. La libertad de cátedra]
La libertad de cátedra se entiende como «aquella de que goza el docente para la exposición, comentario y crítica de las doctrinas e ideas, con propósito exclusivo de enseñanza e investigación» (art. 6). La definición es francamente mala y tendenciosa: (1) se reserva la libertad de cátedra al docente, lo cual implica que la función primordial de la universidad sea la docencia, con lo que esto implica de reducción en sus funciones y de reducción al tipo de sujetos al que debe ir dirigida la labor universitaria; (2) reduce la libertad a las doctrinas y a las ideas, como si no fuera objeto primordial del trabajo universitario la realidad nacional, incluso en su concreta configuración socioeconómica y política; (3) se reduce el propósito o finalidad de la libertad universitaria a enseñar e investigar, anulando así otras posibilidades esenciales que lleven directamente a la transformación, incluso política, de la realidad nacional, como sería –sin meterse eso en activismo político– el convertirse en conciencia universitaria, crítica y transformadora, forzosamente pública de los problemas y de la realidad nacional.
Prescindiendo, por lo tanto, de las ulteriores limitaciones que puedan poner los reglamentos de la universidad, la formulación de la libertad de cátedra dada en la ley es atentatoria contra su misión y responde a una concepción que tiene poco que ver con las conquistas más caras de la universidad latinoamericana. La filosofía que informa esta ley es, además, bien poca garantía de que la libertad de cátedra sea tal frente a las presiones de elementos extra-universitarios. Peligros anteriores no justifican esta manca concepción legal de una auténtica libertad de cátedra.
La representatividad proporcional en la composición de los organismos universitarios, sobre los que pesa últimamente la marcha de la universidad, también está desfigurada. El artículo noveno dice que «la corporación universitaria estará integrada por el conjunto de sus profesores, profesionales y estudiantes». Aunque sobre el problema de la «profesionalización» de la universidad volveremos expresamente más tarde, veamos, a modo de ejemplo, la composición «proporcional» de su máximo organismo elector y normativo, la Asamblea General Universitaria (art. 11): tres representantes de los profesores de cada facultad y dos representantes de los estudiantes de cada facultad.
Admitimos que el problema práctico es difícil. Se pretende un equilibrio de fuerzas en la universidad. Como, al parecer, es una conquista de la universidad latinoamericana la representación estudiantil, se permiten dos estudiantes frente a seis no estudiantes por cada facultad. Como, al parecer, los estudiantes representan forzosamente una línea, llamémosla de izquierda, se les pone la contrapartida de los profesionales que, al parecer, representarán la línea de la ley y el orden: los profesores, a su vez, podrán buscar sus aliados entre ambos extremos. Si se unen profesores y estudiantes, los profesionales quedarán reducidos a la inoperancia. Si se unen profesores y profesionales, los estudiantes quedarán reducidos a ultra-inoperancia. La posible unión de profesionales estudiantes que parecería teóricamente la más probable –una gran parte de estudiantes serán hijos de profesionales– no se suele dar de hecho, porque los estudiantes más activos o no son hijos de profesionales o son hijos de rebeldes, pero, ¿qué sería si la mayor parte del estudiantado, que por su ascendencia –en contra de su idealismo y de su edad– es de intereses conservadores, se aliaran habitualmente con los movimientos y posibilidades más conservadoras?
La ley se inclina por el claro predominio de lo profesional como cautela frente a errores pasados. Tal vez habría que buscar una solución que no pasara forzosamente más que por aquellos elementos –sean estudiantes o profesores–, cuyo inmediato servicio no es a sí