Sobre la Universidad. Ignacio Ellacuría Beascoechea S J
se repite siempre, al parecer para que no tenga ningún contacto realmente universitario) y un estudiante (art. 24). Además, para cargos personales, como el de rector, se requiere «pertenecer al correspondiente colegio profesional, caso de ser obligatoria la colegialidad» (art. 17); lo mismo para ser decano (art. 25); incluso los profesionales, para poder ser elegidos representantes ante la Asamblea General o el Consejo Superior, deben haber ejercido la profesión durante cinco años y pertenecer a alguna de las asociaciones o colegio que lo elija (art. 16).
[3.2. Sentidos del término de profesionalización]
La profesionalización es un término equívoco. Implica la necesidad de la tecnificación y especialización más o menos científicas para el tratamiento adecuado de los problemas nacionales, pero implica también la constitución de un grupo social que, como tal, está al servicio de la estructura social dominante. Por el primer aspecto, la profesionalización, con las debidas cautelas y drásticas reformas, es un valor necesario; por el segundo aspecto, la profesionalización puede convertirse en el freno de la labor universitaria.
Podrá decirse que la sociedad –y el Estado– financiarían una institución como la universidad si no tuviera esta –como su labor fundamental– la formación de profesionales. El estudiante va a la universidad primordialmente para profesionalizarse y para instalarse debidamente (?) en la sociedad; el Estado y la sociedad favorecen el establecimiento de universidades para contar con los profesionales que necesitan, se trata, por lo pronto, de una necesidad histórica, no intrínsecamente mala, pero sí radicalmente ambigua. La ambigüedad radica, precisamente, en el doble sentido de la profesionalización: la universidad, dada la sociedad en la que vive y los hombres que la frecuentan, debe preparar soluciones técnicas y preparar a quienes las apliquen –cosa en sí buena y necesaria–, pero para ser manejados por una sociedad que, en su estructuración misma y con independencia de la voluntad de los individuos, segrega impedimentos graves para la humanización de aquella.
Por otro lado, una universidad que dejara fuera de su labor la dimensión profesionalizante, se autocondenaría. Y esto no por el lado positivo de la profesionalización, que le es absolutamente necesario para el servicio integral de la comunidad, sino por otras razones graves. En el servicio a la profesionalización radica hoy su fuerza social, y esta fuerza social le es imprescindible para cumplir con su misión básica. Finalmente, es a través de la profesionalización como se logra un lugar natural, donde estudiantes y profesores pueden mutuamente potenciarse, en vistas a una mejora personal y objetiva.
De ahí que la resistencia que la profesionalización puede poner, y de hecho pone, a labores más puras de la universidad, es elemento necesario para su propio vuelo. Decía Kant que si la paloma pudiera pensar, juzgaría que el aire hace resistencia a su vuelo; efectivamente, le hace resistencia, pero esto mismo es la condición que posibilita su vuelo. En términos más filosóficos, podría trabajarse este tema con los conceptos «estabilización-subtensión, dinámica-liberación», más que tratar de dar salidas al permanente problema teórico y práctico de las relaciones entre naturaleza e historia, cuerpo y mente, etc. No es el lugar de hacerlo aquí, pero la indicación puede bastar para situar el problema en su perspectiva justa.
Volviendo a la ley, lo que se ha llamado aquí primera línea de profesionalización es en sí buena y debe ser mantenida, siempre que se subordine a la labor primordial de la universidad. Pero las otras tres líneas son defectuosas.
Lo es la línea de la configuración facultativa de la universidad, que, centrada en las carreras, configura, de hecho y de derecho, su dirección y su peso. Si se evita este peligro, si por el camino de los departamentos e institutos de investigación, si por la debida proyección universitaria, se logra superar ese cerco, importaría menos que la unidad central fuera la facultad. Pero el temor queda de que no sea cuestión de nombres o de organización, sino de deficiencia básica en la concepción de la universidad.
Donde esta deficiencia se ofrece más llamativa es en la tercera y en la cuarta línea. La tesis contra esas dos líneas podría ser formulada así: el introducir a los profesionales, en cuanto tales, en la corporación universitaria, como parte integrante de la misma, junto con profesores y estudiantes, y darles poder decisivo en la marcha de la universidad, es una medida puramente política, que limita la autonomía de la misma y que no tiene justificación universitaria. No decimos con esto que los profesionales no puedan ayudar a la marcha de la universidad. Solamente negamos que por ser profesionales deban considerarse como integrantes de la corporación universitaria y que por ser profesionales –otra cosa sería por ser profesores y profesionales– tengan capacidad para intervenir directamente en la marcha de la universidad, en la línea llamémosla ejecutiva.
Que los profesionales puedan ayudar a la marcha de la universidad puede ser una necesidad. Pueden hacerlo de dos formas obvias: transmitiendo su saber y experiencia técnica y aconsejando sobre el tipo de formación y de investigación requerido para resolver las necesidades del país. Dicho en otros términos, lo que de ellos se reclama es su valor científico y técnico, su experiencia como grupo social de presión natural, o como casta privilegiada, puesta al servicio de sus propios intereses profesionalistas.
Montar, por lo tanto, una universidad, dando preferencia axiológica a la profesionalización, en el segundo sentido del término, es convertirla en favorecedora de una casta privilegiada y en servidora domesticada del poder social. El ingente dinero que la universidad gasta –y que el estudiante, futuro profesional, no paga más que en una medida muy reducida– no puede ponerse al servicio de unos pocos privilegiados, que después van a cobrar sus servicios profesionales desproporcionadamente a la capacidad del pueblo, en favor del cual se les regaló un dinero, que, en última instancia, viene del pueblo mismo. Esta es una razón supletoria para no dar tampoco excesiva beligerancia en la marcha de la universidad a quienes van buscando en ella predominantemente una preparación profesionalizante, es decir, una preparación que les convierta en pertenecientes al grupo social de los profesionales. Por este camino, lo que se constituye es un freno para que la universidad sea conciencia crítica y operativa del cambio social.
Por otro lado, gastar los recursos de la universidad en la formación de profesionales, que exigen una determinada altura en vistas a adquirir un determinado estatus y una determinada retribución, es la mejor manera de alejarse del servicio efectivo que el pueblo más urgentemente necesita. ¿Qué significa, en efecto, la poca demanda de carreras intermedias, que serían suficientes para iniciar una resolución masiva de las necesidades más urgentes del país?
En definitiva, no parece que el configurarse conforme a los deseos de los profesionales sea la mejor garantía de servicio universitario a la totalidad de la nación. Confundir la necesidad de que se acrecienten seriamente los saberes técnicos y su utilización práctica en orden al desarrollo y a la liberación del país, con la constitución de un grupo social privilegiado, que va a aumentar su poder con el dominio político de la universidad, sería confusión de gravísimas consecuencias. Bastante campo tienen en sus profesiones y en sus asociaciones profesionales para intervenir en la marcha del país. Nada justifica que se introduzcan como profesionales en la marcha directa de la universidad, sin entrar de verdad en lo que es la labor universitaria. Solo la participación en el trabajo universitario justificaría, hasta cierto punto, su intervención en el gobierno de la universidad.
4. Dimensión culturalista e investigadora
Aunque la ley acentúa el matiz profesionalista de la universidad, no puede menos que tener en cuenta también los aspectos de cultura e investigación. Pero, como veremos enseguida, estos aspectos quedan un tanto subordinados a la dimensión profesionalizante.
Los puntos sobre los que la ley insiste más en esta línea de la investigación y la cultura están enmarcados en lo que la carta de remisión apunta: los cambios profundos a los que debe ser sometida la Universidad de El Salvador deben ir dirigidos «a la tarea de ofrecer todas sus posibilidades técnicas al servicio de nuestro país», para lo cual se necesita impulsar la investigación científica. En el artículo cuarto de la ley, ya vimos que se pone como primer fin de la universidad «conservar, fomentar y difundir la cultura», y como segundo, «realizar investigaciones científicas, filosóficas, artísticas y técnicas de carácter universal y sobre la realidad centroamericana