Sobre la Universidad. Ignacio Ellacuría Beascoechea S J

Sobre la Universidad - Ignacio Ellacuría Beascoechea S J


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de la labor universitaria y su principal sostenedor. Esta idea es de difícil realización, pero es tal vez el único principio de solución para evadir una universidad desfigurada en su misión o por el activismo político de los partidos, o por la sumisión a quienes cuidan del mantenimiento de la situación reinante. Fórmulas nuevas necesitan ser ideadas y realizadas. Pero lo que es suficientemente claro es que una universidad, máxime si es la del Estado, abierta a una intervención masiva de los profesionales, representará un entorpecimiento para la dinamización social.

      [2.3. Las limitaciones de la preservación de las conquistas]

      Los límites de la preservación de las conquistas de las universidades latinoamericanas, que esta ley representa, se ven todavía más claramente, si nos preguntamos por el sentido y el para qué de esas conquistas. Solamente habiéndose preguntado el para qué latinoamericano de esas conquistas, solamente teniendo bien presente cuál ha sido el aporte específico de la universidad latinoamericana al concepto moderno de universidad, se hubiera tenido la clave para dar paso a una ley universitaria latinoamericana.

      Todas esas conquistas –incluida la posibilidad de que la universidad se dicte sus propias normas, que no es sino consecuencia de la autonomía– iban dirigidas a impedir que la universidad sea sirviente domesticada de los poderes que configuran la sociedad latinoamericana. La rebeldía de la universidad, en otras regiones, se explica tan solo desde una situación sociopolítica, que apenas dejaba sino el resquicio para que esta se convierta en voz de protesta contra un estado de cosas intolerable. Ha habido por eso, en ella, un afán, muchas veces equivocado y prostituido, de ponerse al servicio inmediato del pueblo postergado y de impedir que fuese la universidad un instrumento del robustecimiento del statu quo, a través de un silencio cómplice y de la multiplicación de profesionales.

      De ahí que no tenga sentido conservar limitadamente algunas de sus conquistas, si es que se pretende coartar el carácter de motor radical del cambio, que la universidad latinoamericana ha querido para sí. Será correcto tratar de impedir formas no universitarias de entender la realización de esa misión, pero lo que no se puede es mutilarla para convertirla de nuevo en lo que ha pretendido no ser. Quedaría así completamente desvirtuado el aporte específico de la universidad latinoamericana.

      En efecto, este aporte específico no está en conservar, fomentar y difundir la cultura; no está en realizar investigaciones científicas, filosóficas y técnicas de carácter universal –lo que añade la ley sobre la realidad centroamericana y salvadoreña, lo recogeremos más tarde como aporte bien positivo–; no está en formar profesionales capacitados moral e intelectualmente para desempeñar la función que les corresponda en la sociedad –porque ¿cuál es la función que en esa formulación se presume? Ni siquiera lo está en propender con un sentido social a la formación integral del estudiante, ni fomentar entre sus educandos –otra limitación de los destinatarios de la labor universitaria, que quiere cerrarse en los muros de la universidad– el ideal de unidad de los pueblos centroamericanos. Ni lo está, finalmente, en colaborar con el Estado en el estudio de los problemas nacionales.

      Todos estos son fines que la ley atribuye en su artículo cuarto a la universidad. Pero, en primer lugar, esas formulaciones no merecen tanto el nombre de fines como el de medios, o, a lo más, el de objetivos, y ya veremos inmediatamente que no se trata de una distinción puramente verbal. En segundo lugar, son formulaciones que lo mismo serían válidas –con alguna mínima diferencia accidental– para cualquier universidad mantenida en países cuya situación histórica sea radicalmente distinta de la nuestra; es decir, son poco nacionalistas en el sentido profundo y válido del nacionalismo. Y, en tercer lugar, representan un concepto arcaico de universidad.

      El aporte específico de la universidad latinoamericana en el sentido mismo atribuido a la universidad: el de contribuir universitariamente al cambio social, a la transformación radical de una sociedad que no ha sabido dar a la mayor parte de sus componentes la posibilidad real de llevar una vida humana digna. Hay, pues, un fin claro: transformar radicalmente la sociedad, y hay también una especificación necesaria: contribuir universitariamente –es decir, no verbalista y demagógicamente, no partidarísticamente– a esa radical transformación. Este trabajo universitario así entendido implica toda una configuración de la universidad, desde el modo de concebir físicamente sus edificios y los sueldos que deben percibir sus profesores hasta la selección de la actividad académica. Aquí solo pueden señalarse unas ciertas líneas generales, que la ley en cuestión ignora.

      Dos líneas generales podrían indicarse: una, la de buscar el esclarecimiento científico y técnico de la realidad nacional, de sus causas y de sus remedios, y un enjuiciamiento ético; es decir, algo que podríamos llamar la ciencia y la técnica críticas de la realidad nacional. Otra: la de hacer operativa esa ciencia, es decir, la de convertirla en conciencia apropiada –en el sentido de hecha propia– y eficaz. La eficacia de esta conciencia, a la que ha precedido una ciencia, debe lograrse por dos canales: por la transmisión directa a la conciencia nacional y por la formación de hombres nuevos que, técnicamente bien preparados, pueden ir realizando los modelos que la universidad ha encontrado como eficaces para la liberación de todo el pueblo.

      No es que esto falte absolutamente en la ley, y menos aún que sea positivamente negado, pero tampoco está positivamente propugnado; más bien, está eludido. Y por ello, se puede concluir que no se han salvado plenamente las conquistas más caras de las universidades latinoamericanas, y todavía menos se las ha prolongado y actualizado.

      Que lo dicho en el apartado anterior esté fundado se desprende del pronunciadísimo acento que lo profesional tiene en la nueva ley. Sin ánimo de agotar los aspectos profesionalistas, vamos, en primer lugar, a mostrar unos cuantos ejemplos, para después acometer su valoración.

      [3.1. La estructuración profesionalista de la universidad]

      Ya en la carta de remisión del documento, y a continuación del propósito de conservar las conquistas de las universidades latinoamericanas, se nos habla de que la nueva ley permitirá modernizar los métodos de enseñanza, elevar el rendimiento, ofrecer posibilidades técnicas y científicas al servicio del país. La autonomía, como ya vimos, se reduce fundamentalmente a lo técnico-académico, a lo técnico-administrativo y a lo técnico-normativo. Se caracteriza a la Universidad de El Salvador como una «corporación de derecho público que presta el servicio de la educación superior» (art. 1). Entre los fines (?) propuestos a la universidad, tres se refieren directamente a la formación de los estudiantes, y de esos tres –son cinco en total–, uno habla explícitamente de «formar profesionales» (art. 4).

      Otra línea distinta es la estructuración fundamental de la universidad, a través de facultades: «para efectos de gobierno, la unidad básica será la Facultad» (art. 9). Aunque la frase está limitada por el inciso «para efectos de gobierno», hay pocas dudas de que la ley está suponiendo el carácter fundamental de la estructura por facultades. Ahora bien, la facultad es la distribución usual donde la finalidad fundamental de la universidad sea la formación de profesionales, mediante el curso de una carrera; a diferencia de la universidad montada seriamente sobre departamentos –donde el departamento no sea una forma disimulada de facultad–, cuya finalidad sobrepasa el planteamiento profesionalista y lo subordina a fines superiores.

      Una tercera línea altamente significativa está en el concebir la corporación universitaria como «integrada» por el conjunto de sus profesores, profesionales y estudiantes (art. 9), donde se consideran como actualmente constituyentes de la corporación a profesionales, que puede ser que hace muchos años dejaron la universidad y, por qué no, según la letra de la ley, que nunca han pasado por las aulas de la Universidad de El Salvador, ni siquiera se han incorporado a ella, por ejemplo, si han cursado sus estudios en otras universidades de la República.

      Finalmente, hay una cuarta línea que es la más grave, pues apunta a la distribución del poder universitario.

      En la Asamblea General Universitaria como órgano supremo, los profesionales están equiparados a los profesores (art. 11) y, desde luego, superan a los alumnos. En el Consejo Superior Universitario como máximo organismo administrativo, disciplinario, técnico y docente de la universidad,


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