Sobre la Universidad. Ignacio Ellacuría Beascoechea S J

Sobre la Universidad - Ignacio Ellacuría Beascoechea S J


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e ideas, con propósito exclusivo de enseñanza e investigación». En el considerando tercero, a su vez, se garantiza «el estudio y libre discusión de las distintas corrientes del pensamiento humano», para lo cual queremos suponer que las aduanas del país dejarán entrar los instrumentos necesarios, sin los cuales esa discusión será todo menos universitaria.

      Que la universidad tenga que ver con la cultura, es de por sí menos claro de lo que tópicamente pueda parecer. Todo depende de cómo se entiendan la cultura y su función, en una determinada situación histórica. Por eso, es equívoco plantear este problema de la cultura como fin primero de la universidad. Con todo, aunque la redacción de esta finalidad primera puede parecer tópica, es, sin embargo, casi necesaria y, además, lo suficientemente indeterminada y abierta. Cerrar y determinar su sentido por lo que se llama filosofía general que anima a la ley, sería un error.

      En general, las formulaciones que incitan a la investigación son amplias y nobles. Su única limitación se esconde en lo que la ley está tratando de evitar: la repetición de lo acaecido en los últimos años en la universidad intervenida. Los autores de la ley parecen suponer que la despolitización de la universidad es posible y es necesaria, y que, entre la forma usual de haber hecho política por parte de la Universidad de El Salvador y la negación de toda forma de política por parte de la universidad, no hay posible término superador. Ahora bien, esos dos supuestos son discutibles.

      La universidad es, en efecto, una institución pública de tal peso en la marcha de un país pequeño, que apenas cuenta con otra alternativa válida, que no puede menos que entenderse a sí misma como una realidad política. Un planteamiento universitario que no sea explícitamente político irá a parar o a la politización activista o a la dejación politizada de su estricta obligación política. La ley, frente a la politización activista de la anterior universidad, parece proponer la alternativa de una despolitización absoluta. Ahora bien, bastaría con percatarse de que esta despolitización es lo que busca el Gobierno actual, y, en general, todos los que detentan el poder, para entender sin lugar a dudas de que tal despolitización tiene un gravísimo sentido político, pues implica una positiva opción –a pesar de sus apariencias puramente omisivas– en favor de una de las soluciones políticas.

      Dado entonces, que la politización de la universidad es un hecho ineludible, al menos en la actual situación del país; más aún, es un derecho y una obligación, pues no nace del deseo de algunos universitarios de hacer política –lo cual podrían y deberían hacerlo por medio de partidos políticos–, sino de que la universidad misma es aquí y ahora una realidad política; dado este planteamiento, lo que urge es afrontar el problema y descubrir la manera universitaria de hacer política. Esta manera universitaria de hacer política implica, desde luego, intervención en la solución técnica de los problemas reales del país –vuelve a salir la necesidad de la profesionalización junto con la de la investigación–, pero no puede ignorar que el gran problema del país, el país mismo como problema, es fundamentalmente un problema político. No puede ignorar tampoco que para el problema político hay necesidad de ciencia e investigación política. No puede ignorar, finalmente, que los problemas políticos y el destino mismo de la universidad exigen un contacto inmediato con la conciencia popular, sin la cual la intervención de la universidad no sería ni técnica ni universitaria.

      El problema es, entonces, cuál es la cultura y cuál la investigación que el país necesita para salir de su postración. No implica esto reducir la universidad a tareas inmediatistas, sino que exige una reflexión permanente sobre qué patrones de cultura deben crearse aquí y sobre qué investigación se requiere para realizar esos nuevos patrones. Todo esto supone mucho saber, porque para no repetir hay que saber mucho. La universidad debe estar en vigilia permanente, tanto para no caer en el inmediatismo politizante del que quiere hacer sin saber a fondo qué hacer y cómo hacerlo, como para no caer en el culturalismo escapista que, al ser huida de la realidad, es negación del saber real.

      Tal vez, la ley, por proteger a la universidad del peligro primero, puede preparar la caída en el segundo; al menos, puede reducir el servicio universitario a una ayuda puramente técnica y profesional.

      La ley no descuida la función social que debe prestar la universidad, sino que la proclama paladinamente, incluso con formulaciones vigorosas.

      El intento de la ley, según la carta de remisión, sería ante todo poner a la Universidad de El Salvador «definitivamente a la tarea de ofrecer todas sus posibilidades técnicas y científicas al servicio de nuestro país». La ley misma, en sus considerandos, es todavía más explícita: «la Universidad está obligada a prestar un servicio social, persiguiendo la elevación espiritual del hombre salvadoreño, la difusión de la enseñanza superior y la investigación científica» (Considerando II); debe contribuir «a la afirmación en El Salvador de una sociedad democrática y libre, que persigue afanosamente alcanzar la justicia social» (Considerando III). Por eso, la misma ley establece entre los fines de la universidad realizar investigaciones «sobre la realidad centroamericana y salvadoreña en particular» (art. 4b).

      Respecto de los estudiantes, se propugna que alcancen una formación integral con sentido social (art. 4d). Se establece el servicio social obligatorio como condición previa para la obtención del grado académico (art. 40).

      Se propone incluso la directa colaboración con el Estado en el estudio de los problemas nacionales, sin mengua de su carácter esencial de centro autónomo de investigación y cultura (art. 4).

      El servicio social que la universidad debe prestar es una seria preocupación de la ley. En ella aparece con suficiente claridad la idea y el ideal de que la universidad está al servicio del país, aunque este servicio se limita un tanto cuando se lo pretende cumplir desde sus «posibilidades técnicas y científicas». Todavía se aclara más este servicio, cuando se lo califica como social y se lo dirige a la elevación del hombre salvadoreño, aunque de nuevo se limita esta «elevación» cuando se le da ese nombre y cuando además se lo específica como «elevación espiritual». Incluso se le propone a la universidad una finalidad estrictamente política cuando se pretende que contribuya a la afirmación de una sociedad democrática y libre, de una sociedad que persigue afanosamente la justicia social.

      Formalmente, al menos, la ley ofrece suficiente campo para que la universidad sea lo que debe ser. No haber olvidado esta dimensión esencial de la misión universitaria, es uno de los mayores méritos de sus redactores. Desde esta mayor apertura, deben, por lo tanto, entenderse las críticas que anteriormente hemos hecho de otros aspectos de la ley. Tal vez, la formulación de esta finalidad social podía apurarse más intelectualmente, pero así como está, todavía ofrece un marco lo bastante amplio para que puedan subsanarse los límites de otros apartados. Al aceptarse además que la universidad puede y debe investigar sobre la realidad centroamericana y salvadoreña en particular, la ley está abriendo cauces prácticos para realizar lo que dice querer realizar. Entrados en esta dinámica, los universitarios no podrán menos que radicalizar desde dentro todas las demás funciones y dinámicas de la universidad.

      Con todo, no se resalta debidamente que la ciencia universitaria tiene que convertirse en conciencia nacional crítica y operativa del cambio social. En general, se ignora el diagnóstico que merece la actual estructuración de la sociedad. No que la ley debiera formularlo, pero sí tenerlo presente. La ley implica un concepto de universidad y un diagnóstico de la sociedad. Este último no se ha explicitado y el que puede descubrirse como implícito no es satisfactorio: la sociedad está vista como carente del debido desarrollo técnico y a suplir esa carencia parece ir configurada la aportación de la universidad. Tal diagnóstico es bien parcial y puede llevar a graves limitaciones, como las expuestas en apartados anteriores.

      Se dirá que hay también un diagnóstico político cuando se insiste en la necesidad, que debe perseguirse afanosamente, de la justicia social, y en la necesidad, asimismo, de constituir una sociedad democrática y libre. Ambas son necesidades urgentes, porque son palmarias y lacerantes ausencias. La observación es, digámoslo de nuevo, justa, pues apunta a uno de los valores más notables de la ley. Silenciarlo sería incorrecto. Por eso, lo resaltamos. Y lamentamos las consecuencias debidas, al no configurar la ley desde


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