Corazones nobles. José Antonio Domínguez Parra
simpático, educado y lo que tu veas, solo queremos lo mejor para ti —le comentaba su prima Paca entre quejidos por el dolor del tobillo.
Diez días después y cuando menos lo esperaban, se presentó en la puerta el médico inglés acompañado de sus dos colaboradores, dispuesto a mirar el tobillo de Paca y a colocarle la venda elástica que le prometió.
Fue Catalina quien abrió la puerta quedando sorprendida por la visita.
—¡Hola señorita Catalina! Tal como prometí, aquí estoy para mirar el tobillo de la señorita Paca y anunciar a su hermana que mañana mismo queremos iniciar el trabajo y nuestro deseo es que nos acompañe, como acordamos.
Catalina muy amablemente los hizo pasar. Enseguida el médico saludó a Paca, que se encontraba sentada, pero que en cuanto lo vio, se levantó de la silla para corresponder al cordial saludo.
María, que se encontraba en el corral atareada con unas macetas, al oírlos se apresuró a reunirse con ellos.
Thomas Wilson en cuanto vio a María, tomó su mano y la besó para mostrarle sus respetos y de paso comunicarle que esperaba su incorporación al equipo, a partir del día siguiente.
María no dudó en dar su aprobación y manifestar estar dispuesta y además muy contenta con la tarea que le esperaba.
Antes de la despedida, Thomas Wilson se atrevió a invitarlas a comer en la posada, pero Catalina rechazó la oferta con una sonrisa.
—¡Tal vez en otra ocasión! —le dijo anticipándose a María, que con toda seguridad habría aceptado muy gustosa la invitación.
—Mañana sobre las doce pasaremos a recoger a la señorita María —dijo el inglés—. Más adelante, nos adaptaremos a horarios distintos y un lugar de encuentro, ya que nuestra residencia, está algo alejada de Igualeja.
Catalina seguía sumida en sus sueños, Jacinta la contemplaba, sin querer interrumpir los acontecimientos que desfilaban por su mente. Juanito con su juguete y Taíta echada en el suelo, moviendo las orejas para espantar a unas moscas que no dejaban de darle la lata.
De pronto la perrita empezó a ladrar con todas sus fuerzas e hizo el intento de saltar la valla del corral y llegar hasta el huerto.
Catalina dio un salto de la silla, sobresaltada al ser despertada de forma tan violenta mientras dormitaba.
Cuando se dio cuenta de la presencia de Jacinta, se asustó.
—¿Qué ocurre Jacinta? —preguntó un tanto alterada.
—¿Por qué ladra tanto la perra?
Jacinta intentó tranquilizarla, sugiriéndole que continuara sentada.
—La perra —le dijo—, ladra porque alguien se está acercando al huerto y no es de su agrado, aunque Taíta no pueda ver, su olfato detecta esa presencia. —Juanito había dejado de jugar y cogió a la perrita entre sus brazos, que le lamía la cara mientras él la acariciaba.
Instantes después, apareció en esa parte del huerto el Cerrojo acompañado de su hijo mayor Cristóbal, que siempre se comportaba exactamente igual que su padre, llevando a un mulo por el cabestro y cargado de sacos de estiércol. El Cerrojo intentó acercarse al corral, donde se encontraba Catalina, para seguir con sus insultos y amenazas, pero al darse cuenta de la presencia de Jacinta, huyó todo lo rápido que pudo del lugar.
El hijo sin mediar palabra alguna con la vecina, descargó el mulo y vació los sacos de estiércol muy cerca de la valla, de forma intencionada, dejando el mal olor que despedía la mercancía con tanto descaro para incordiar.
Catalina cogió al niño y lo introdujo en la casa, tras ella Jacinta y la perrita. Una vez dentro, cerró la puerta del corral para evitar que tan mal olor se colara en el interior de la casa.
Catalina no pudo evitar que su rostro se llenara de lágrimas. Entre lo soñado, que siempre le recordaba a su hermana María, a la que quiso como a una hija, a pesar de ser tan solo poco más de dos años mayor que ella, y para colmo, el maldito despertar con la presencia de dos personas que solo sabían odiar y hacer daño.
Jacinta trataba de consolar, a sabiendas de que parecía imposible llevar la paz a un corazón destrozado por el sufrimiento. Desde que su pobre hermana murió, el único consuelo que encontraba era el precioso niño que mantenía acurrucado contra su pecho. Si a él le ocurriera algo, su vida no tendría ningún sentido.
—¡No te martirices más Catalina! Eres demasiado joven para vivir con esa pena que parece ahogarte. Ahora, céntrate en esta preciosidad de criatura, que Dios te ha dejado para que lo cuides. Seguro que en el futuro te dará muchos momentos de felicidad. También tienes a tu prima Paca, que sufre cuando te ve tan triste y deprimida. Ya sé que en este pueblo hay mucha gente que os desprecia, pero todo eso no es más que pura envidia. Por otra parte también hay personas que sienten un gran aprecio por vosotras y lo hacen de corazón. Te aseguro Catalina, que llegarán momentos mejores y que seréis dichosos.
Jacinta se despidió de Catalina, ya algo más tranquila. Besó al niño en la frente y acarició a Taíta, que la acompañó hasta la puerta, sin dejar de mover el rabo.
Aquella tarde cuando llegó Paca se quedó algo desconcertada. Encontró al niño jugando en la puerta, junto a su perrita, en vez de estar como siempre en el corral. El niño, al verla corrió a sus brazos y le dio un montón de besos. Taíta daba saltos, buscando como siempre una caricia. Luego, Juanito y la perrita seguían con sus juegos, cargando y descargando de tierra la carroza que Jacinta le regaló.
Cuando entró en la casa encontró a Catalina cantando una de aquellas canciones que los juglares le enseñaron a su hermana María. La comida a punto para ser servida y la casa limpia como los chorros del oro.
Paca le dio un fuerte abrazo al verla tan contenta, ese no era el recibimiento habitual de los últimos tiempos. Enseguida le preguntó por qué se encontraba cerrada la puerta del corral. Catalina le comentó lo ocurrido con el vecino, y explicó que no tuvo más remedio que cerrar la puerta para evitar, en parte, el mal olor del estiércol.
—¡Has hecho muy bien!
—Algún día se cansarán de fastidiar y a ese viejo, como dice Jacinta, lo encontrarán cualquier día tieso en esos barrancos.
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