Corazones nobles. José Antonio Domínguez Parra

Corazones nobles - José Antonio Domínguez Parra


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en orden, Jacinta fue acostada en la cama ya limpia, donde le dieron un poco de café. Mientras se tomaba unos sorbos del calentito café, Jacinta señaló a Catalina un bote de barro de los muchos que se apilaban en una repisa y le dijo que hirviera un puñado de las hierbas y del contenido y le diera una buena taza. «Eso hará que mejore mi dolorosa barriga».

      Paca salió con las sábanas, unas enaguas de Jacinta y un buen trozo de jabón. Lavó las prendas en los cercanos pilares y luego las tendió sobre unas cuerdas en un rincón del corral.

      Una semana estuvo Jacinta en la cama. Paca, había matado uno de los gallos con el que prepararon un buen caldo, que Jacinta tomaba con un trozo de carne.

      La anciana, ya bastante repuesta de sus males, daba gracias a las dos primas, entre lágrimas de agradecimiento.

      —¡Sois las únicas que me socorren en este pueblo!

      —Nosotras estamos muy agradecidas de usted, siempre está dispuesta para atendernos con nuestros problemas. Mañana —le dijo Catalina—, hemos quedado con D. Juan que quiere venir a visitarla. Ningún día ha dejado de preguntarnos por su estado de salud y como ya se encuentra mejor, él nos ha pedido que le acompañemos.

      Cuando a la tarde siguiente llamaron a la puerta de Jacinta, los visitantes detectaron un aroma muy especial. Aquella mañana, Jacinta marchó a la tienda de Juan Acevedo y compró una tableta de chocolate y unos roscos de vino para sorprender a sus amigos.

      Juanito se puso perdido con la taza de chocolate que le dieron. Cada vez que se llevaba una cucharada a la boca, la mitad le caía encima, ante la risa de los mayores que, a petición de Jacinta, le dejaron hacer lo que quisiera.

      Ya, a punto de finalizar la merienda, Jacinta le comunicó a Catalina que al día siguiente estaría muy ocupada, con unos asuntos que deseaba finalizar. Pasado mañana lo pasaré con vosotras, como bien sabéis, no me encuentro del todo sana y además, estoy muy aburrida.

      Se encontraba Paca regando una macetas que repartidas por el corral lucían una preciosas flores, agradecidas del cuidadoso trato que recibían. Sonaron unos golpes en la puerta y enseguida acudió a ver de quién se trataba. Era Jacinta, acompañada del tendero Juan Acevedo, con una caja de madera repleta de artículos de su tienda.

      —¡Abre bien la puerta, Paca! —le dijo Jacinta—. Esta caja que trae Juan, no cabe si no abres las dos hojas.

      Paca no daba crédito a lo que estaba ocurriendo. La caja repleta de chorizos, morcillas, tocino, un bacalao, además de un buen número de productos, que ellas no podían permitirse llevar a casa.

      Todo fue colocado sobre la mesita baja de la cocina, y entre Paca y Jacinta, fue guardado en una alacena junto a la chimenea.

      Cuando todo estaba en orden, Jacinta sorprendió a Paca con algo que ella no podía ni imaginarse, aunque el regalo no era precisamente para su persona. Desliando unos papeles, sacó una carroza de madera, con dos vacas de cartón tirando de ellas y cargada con un paquete repleto de deliciosos caramelos para Juanito.

      El niño se quedó con la boca abierta cuando vio aquel inesperado obsequio. Enseguida se puso a jugar con el precioso juguete y la perrita a su lado sin dejar de oler aquel extraño artilugio. Juanito, ni siquiera reparó en los caramelos, fue Paca quien abrió el paquete y le dio uno a Juanito, que al instante lo saboreaba, mostrando una sonrisa plena de felicidad.

      Jacinta quiso tener aquel bonito gesto con sus cuidadoras y amigas. A diferencia del resto de mujeres del pueblo, ella quería a las dos muchachitas y al niño, eran excelentes personas y aunque muy pobres, honestas y honradas como nadie.

      Todo eso había ocurrido porque la anciana, una vez recuperada de sus males, cerró un trato que tenía pendiente con Francisco Jiménez, empeñado en la compra de una buena parcela que Jacinta poseía en el paraje de Zancón. La decisión de vender la bonita finca se debió a que no se encontraba en condiciones de cuidarla, por razones de edad, y además con el dinero obtenido de la venta, podría vivir el resto que le quedaba de vida, junto con unos ahorros que guardaba de tiempos mejores.

      El niño jugaba tanto con su preciosa carroza que, a veces, no se acordaba de que tenía que comer. Juanito la cuidaba y pasaba horas entretenido en el corral, cargando la carroza de tierra y siempre acompañado por Taíta, que ni para dormir se separaba de él.

      A partir de entonces, Jacinta visitaba a diario a sus dos amigas y sobre todo por ver cómo Juanito disfrutaba con su juguete.

      En una de esas visitas, mientras Catalina se encontraba sentada en el corral detrás de unas grandes pescaderas, repletas de flores, y contemplando al niño que se entretenía jugando al lado de su tía Catalina, nadie se percató de la llegada silenciosa de Cristóbal Morales el Cerrojo. Catalina se sobresaltó al verlo, agarrado a unos palos que separaban el huerto del corral. El viejo, con una sonrisa que le heló la sangre a la joven, portaba un hacha en la mano y parecía tener intención de derribar la cerca. Mirando al niño y a ella, los amenazó diciendo que algún día les ajustaría las cuentas. Catalina, enseguida tomó al niño entre sus brazos para protegerlo de aquella bestia.

      Lo que no esperaba el Cerrojo era la presencia de la vieja Jacinta, tapada con las plantas y a la que tenía un miedo atroz debido a su fama de hechicera, y él era un hombre muy supersticioso.

      —¡Vete de aquí asqueroso viejo verde! —lo dijo con tan fuerte voz que hizo temblar al personaje—. ¡Algún día, aparecerás muerto y roído por las ratas, que son tus únicas amigas!

      El Cerrojo salió corriendo y aterrorizado con la maldición que le lanzó la vieja Jacinta.

      Cuando Paca regresó de realizar su trabajo y fue informada sobre las intenciones del maldito vecino, tomó una cuerda y tres gruesas estacas y se dedicó a afianzar todo lo bien que pudo la valla que los separaba de las amenazas.

      Una semana más tarde de aquel desagradable incidente con el Cerrojo, la valla fue debidamente fortalecida, por si el vecino decidía atacarlas, aunque en esos días no se le vio en las cercanías.

      Una mañana, Jacinta, después de dar un paseo por los alrededores del río, se decidió por hacerle una visita a Catalina, la anciana disfrutaba viendo a Juanito atareado en el juego con la carroza y su perrita. Abrió la puerta y se acercó en silencio al corral donde siempre los encontraba. Catalina, respaldada contra la pared, se había quedado dormida. El niño le dedicó una sonrisa y continuó con su juego. La perrita se le acercó moviendo el rabo y tras recibir una caricia, regresó junto al niño.

      Jacinta se sentó en el tronco de madera y miraba a Catalina, cuyo sueño le estaba propiciando una sonrisa.

      —¡Sigue con tan bonitas fantasías!, eso te hace feliz —se decía Jacinta que no quiso molestarla pero sin dejar de observarla.

      Aquella mañana, el sueño la llevó a un día del mes de abril que, en sus primeros días, se había presentado demasiado lluvioso. El río daba mareo mirarlo por el enorme caudal que arrastraba y el ruido que producía, daba escalofríos. El cercano arroyo del Hiladero, se puso imposible para que las mujeres pudieran lavar la ropa. Por ese motivo, los pilares de la cuesta de La Canal, justo frente a la vivienda de Catalina, se encontraban repletos de mujeres lavando algunas ropas en los momentos que la lluvia daba un respiro.

      Mientras cumplían con la tarea del lavado, las miradas y comentarios sobre la vida de las tres jóvenes eran el único tema de conversación entre ellas.

      Por otra parte, abril era un mes muy alegre debido a las continuas celebraciones. Aquel año debido a las intensas lluvias hubo que atrasar la celebración de La Cruz de Mayo, que aunque se llamaba así, en realidad los bailes ocurrían durante el mes de abril, dejando para el día uno de mayo la celebración final del La Cruz.

      Ya casi a mediados de mes, la lluvia cesó y el tiempo tomó un rumbo distinto. El sol calentaba con fuerza y las nubes desaparecieron, dejando un cielo despejado y un intenso color azul. Por las noches las estrellas parecían brillar como nunca y la luna iluminaba con su radiante luz.

      El mismo día que dejó de llover, los jóvenes del pueblo fueron al campo a recoger


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