Corazones nobles. José Antonio Domínguez Parra
panes recién hechos y unas cuantas monedas, que eran esperadas para comprar los escasos alimentos que ellas podían adquirir.
Nada más hacer su entrada, se dio cuenta de que algo no marchaba bien en casa. Vio a Catalina con el niño medio dormido entre sus brazos y llorando con la mirada perdida, refugiada como siempre en sus recuerdos. Corrió a su encuentro para preguntar por el niño, pensó que se encontraba enfermo y ese sería el motivo de su disgusto.
Catalina, aunque muy apenada pero algo más tranquila, le explicó con todo detalle lo ocurrido durante la mañana con el dichoso vecino.
—¡Asqueroso Cerrojo!
Esas fueron las palabras que pronunció al conocer los hechos. Se agachó y cogiendo del suelo un palo de castaño que había junto a la puerta del corral, se acercó a la valla que los separaba del huerto y entre llantos con decisión y una voz seria, amenazó al vecino, aunque este ya no se encontraba en los alrededores.
—¡Algún día te mataré!, eres un bandido, puerco y ratero. ¡Ya pagarás por tus fechorías maldito Cerrojo!
Poco después, Paca tenía al niño en sus brazos y entre lágrimas lo mecía cantándole una bonita nana, aprendida de su tía Carmen.
Duerme pequeño mío, duerme
duerme angelito, que desde el cielo te miran
duerme que el amor te cuida, el amor te rodea
duerme tesoro mío, y sueña, sueña…
La letra de la nana continuaba, pero su voz se ahogó por el llanto impidiendo que pudiera seguir cantando. El niño se quedó dormido y fuertemente agarrado contra el pecho de su tía.
Catalina mientras tanto, había cogido las monedas que Paca dejó sobre la mesa, marchó hasta la plaza donde Frasquito Lunares vendía pescado fresco traído aquella misma mañana en su mulo, conservado en un serón repleto de nieve y procedente de Estepona. Luego, se acercó a la tienda de Juan Acevedo, a quien de vez en cuando, le dejaba algo fiado. Compró aceite, un poco de achicoria para hacer café y varios productos de primera necesidad. Una vez en casa, Catalina, que era una excelente cocinera, hizo una sopa de pescado y el resto lo hizo frito.
Cuando se dispuso a servir la comida, le llevó una buena ración al amigo y vecino D. Juan Molina. Él, por su parte y de vez en cuando, compraba un conejo o un pollo y se los llevaba para que ella lo guisara. Así, se ayudaban mutuamente y a la vez hacían la vida algo más llevadera.
La tarde fue muy tranquila en casa. Habían calentado agua en un caldero, lavaron al niño y le cambiaron los escasos ropajes que, aunque viejos, se veían limpios y arreglados.
Paca se acercó al río que se encontraba a escasos metros y lavó la ropita de Juan y algunos trapos de ellas, los dejó tendidos sobre unas piedras y regresó a casa para seguir haciendo faena.
El pequeño Juan correteaba por el corral a gatas detrás de las gallinas y lleno de tierra, pero feliz y con una bella sonrisa siempre presente en su rostro.
*****
El niño, cercano ya a los dos años, daba sus primeros pasos correteando detrás de unos pollos, que rápidamente se refugiaban en unos huecos justo en el grueso tronco de la higuera temiendo los ataques del niño.
Catalina a pesar de encontrarse agotada, contemplaba junto a su prima Paca las travesuras de aquel pequeño, que era la ilusión de sus vidas. Ellas, a pesar de ser dos mujeres hermosas y muy jóvenes aún, habían renunciado de momento a la compañía de algún hombre. Las dos sabían con absoluta certeza que eran deseadas por algunos hombres del pueblo, pero, debido a su bajo estatus para sus convecinos, hacía que estos pretendientes no tuvieran el valor necesario de acercarse a ellas y ofrecerle su amistad y llegado el caso matrimonio. La presión a la que eran sometidos por familiares y amistades, hacían imposible una relación con aquellas bellas y simpáticas mujeres.
Ellas por su parte, tenían muy claro su destino y lo asumían con valentía desafiando a tanta crítica injusta y envidiosa por parte de las demás muchachas, llenas de envidia por el físico de Catalina y Paca.
Cierto día, mientras las dos primas se recreaban como siempre viendo jugar al pequeño, D. Juan Molina llamó a la puerta. Catalina se sobresaltó, ya que nunca a esas horas recibían visita y las que solían hacerlo, se permitían entrar sin llamar, y sin miramiento alguno, les encargaban hacer un trabajo como si fuera una orden y ellas cumplían sin rechistar.
Con la mirada, Catalina envió a Paca para que se acercara a la puerta mientras ella tomaba al niño en sus brazos temiendo una visita del malnacido Cerrojo, que siempre miraba al crío con muy malos pensamientos.
Paca, sintió una profunda alegría al ver que se trataba de su vecino D. Juan Molina.
—¿A qué debemos su agradable presencia D. Juan? —decía Paca algo sonrojada por la visita del atento y amigo maestro.
—¡Quiero ver a Juanito!, le he traído un regalo —dijo mostrando al pequeño animal que mantenía en sus manos.
Catalina se acercó a la puerta y se echó a llorar mirando al vecino, llena de agradecimiento. Nadie en el pueblo le había regalado nada al niño, a pesar de ser una costumbre con los nacimientos, pero ellas no merecían esa atención.
D. Juan, colocó la pequeña perrita en el regazo del niño que se encontraba sentado en el suelo, y enseguida empezó a acariciarla y a darle besos.
Paca se arrodilló junto al niño y lo acariciaba al igual que a la perrita.
—¡Mira qué bonita es!, le vamos a poner de nombre Blanquita.
—¡Taíta! —repitió el niño.
—¡Taíta no!, Blanquita —le repetía Paca.
—¡Taíta! —insistía Juanito.
Entonces, así le llamaremos, Taíta como tú quieres cariño.
Paca acarició nuevamente al niño y también a la preciosa bolita blanca.
En adelante, Juan y Taíta crecerían corriendo juntos por el corral, con las consiguientes molestias para las gallinas que se refugiaban continuamente en las grandes raíces de la higuera.
Catalina, el día que le correspondía quedarse en casa para cuidar del niño, se sentaba en el corral mientras contemplaba al pequeño jugando con la perrita blanca. Durante esos momentos, Catalina no se cansaba de soñar despierta acordándose de tiempos pasados
Recordaba a su bellísima hermana María recolectando sus plantas y flores, como las iba guardando con sumo cuidado, ya seleccionadas para conservarlas en los tarros numerados y con sus correspondientes nombres y propiedades.
Cuando alguien las necesitaba, María se las proporcionaba con inmensa alegría sin esperar nada a cambio; aun así, ni las gracias le daban y rara vez le ofrecían alguna moneda que por supuesto no rechazaba.
Con sus quince años recién cumplidos, era la envidia del resto de jóvenes. María, hablaba con todas y también sonreía a los muchachos que la miraban ansiosos por estar junto a ella pero sin atreverse a dar ese paso. Nunca llegó a mantener una buena amistad con alguna de sus compañeras, no estaba bien visto que la joven y atractiva paseara con ellas y menos aún de visita a sus casas. Sin embargo, junto a su hermana Catalina y su prima Paca, se sentía inmensamente feliz.
En algunas ocasiones, se sentaba en el umbral de su puerta rodeada de niños escuchando los cuentos que ella les contaba, sacados de un libro que le había regalado D. Juan Molina. Cuando parecía anochecer, llegaban las madres regañando a sus hijos por estar junto a esa casa, pero al día siguiente, lo enviaban de nuevo para que oyeran las bonitas historias que María narraba con gracia y sabiduría.
Catalina seguía recordando con alguna lágrima recorriendo sus mejillas y sonriendo a la vez.
Una primavera y con un mes de mayo luminoso y algo de calor, llegó a Igualeja un grupo de músicos compuesto por dos hombres y una mujer. Decían llamarse “Los juglares del corazón”.