Corazones nobles. José Antonio Domínguez Parra

Corazones nobles - José Antonio Domínguez Parra


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¡estás embarazada! —se lo dijo con voz suave y un tono muy dulce.

      María, volvió a desmayarse en cuanto oyó la noticia. Su hermana Catalina, que se encontraba a su lado, empezó a llorar sin consuelo mientras se abrazaba a su joven y preciosa hermana.

      —¿Qué podemos hacer Jacinta?

      —¡Ay Dios mío!, cuántas desgracias vienen a esta pobre casa. Con la cara llena de lágrimas, besaba a su hermana en la frente llena de preocupación por las consecuencias.

      —¿Qué será de nosotras? —preguntaba a Jacinta—. En el pueblo nadie nos quiere y ahora con esto, va a ser terrible para nosotras seguir viviendo entre estas personas que tanto nos desprecian.

      Jacinta la Coja, que además de ser la partera del pueblo, tenía ciertas dotes para adivinar el futuro, quiso poner algunas palabras de consuelo y dar tranquilidad a esas jóvenes mujeres que con diferencia eran las más guapas del pueblo, con un corazón noble y generoso, y por ese motivo, Jacinta llegó a sentir un gran aprecio por aquellas muchachas.-

      —¡Catalina! —le decía Jacinta mientras mantenía una de sus manos entre las suyas, y mirándola fijamente a los ojos mientras permanecía sentada en el suelo con la cabeza de su hermana contra su pecho, mientras su prima Paca temblando de miedo, le limpiaba el rostro con un trapo húmedo—. Sé que es un momento muy difícil para vosotras, y a partir de ahora, deberéis ser más fuertes que nunca. Vuestros antepasados siempre manifestaron esa gran cualidad y otras muchas e importantes que han llegado a perderse en este pueblo y que solo en vosotras puede permanecer. Todos en Igualeja, conocen esa historia que ha llegado hasta nosotros generación tras generación. Pero las cosas, pueden tomar un camino diferente según me dicta mi corazón. Creo que la angustiosa situación por la que estáis pasando, cambiará radicalmente y un horizonte nuevo y lleno de bienestar, aparecerá para cambiar vuestras vidas, pero incapaz de hacer desaparecer la nobleza de vuestros corazones con la que Dios os ha bendecido.

      Las lágrimas tenían empapada la cara de Catalina, que no cesaba de acariciar a su hermana menor, con un gran problema, pero que a ella, la llenó de nuevas fuerzas y de una profunda y desconocida alegría. Las palabras de Jacinta hicieron que se cargara de esperanza, ilusión y la decisión de luchar para salir airosa de aquel duro trance.

      Jacinta le dijo a Catalina que se marchaba a casa y regresaría con una ración de hierbas para prepararle una bebida de reanimación. Hierbas que la propia María se encargaba de suministrarle en cuanto se las solicitaba.

      Jacinta recordaba que una ocasión trajeron a su casa un niño del vecino pueblo de Pujerra, con los ojos cerrados y llenos de unos desagradables granos repletos de pus, y que tanto hacían sufrir al pequeño y a sus familiares.

      Con anterioridad, lo habían llevado a un médico de Ronda y este se encontró incapaz de curar aquellas raras y repugnantes bolsas de pus. Hacía ya un año que el niño, sufría de aquellas dolencias, aunque fue en el último mes cuando aparecieron los desagradables y molestos granos.

      Pedrito, que así se llamaba el niño, había perdido mucho peso a consecuencia de la extraña enfermedad y que nadie le supo explicar a qué se debía la aparición de los granos, que en esos momentos tenía un aspecto verdaderamente lamentable, y menos aún como atajar aquella terrible maldición según muchos de sus vecinos.

      En el mismo momento en que Jacinta se disponía a salir con una panera de ropa sucia con destino al nacimiento del río, llegó a su puerta la familia de Pedrito con la maltrecha criatura de ocho años y sin parar de quejarse por el intenso dolor que le producían los dichosos granos. El niño viajaba a lomos de un burro y cuando lo apearon, el corazón de Jacinta se conmovió con su aspecto.

      Benito, su padre, le explicaba a Jacinta que lo enviaba su vecino Aurelio, quien le recomendó su visita, ya que toda su familia se encontraba desesperada y angustiada con el terrible sufrimiento del niño y nadie capaz de curarlo.

      Una vez que el niño fue examinado, Jacinta mandó llamar a María Gutiérrez, que se encontraba ese día repartiendo los panes y que no dudó en atender la llamada de una de las pocas personas que sentía cariño y respeto por su familia.

      Nada más llegar y ver el aspecto del niño, se arrodilló delante del crío y se dispuso a examinar aquellos ojos repletos de granos con algunos de ellos supurando en abundancia. Pedrito, se quejaba cuando María intentaba abrir una parte del ojo izquierdo que parecía en mejor estado. Luego, con un pañuelo limpio, se dedicó a limpiar algunas zonas, pero tuvo que desistir ante los gritos del niño.

      María se levantó, y con una sonrisa se dirigió a los angustiados padres, logrando alegrar a la apenada familia.

      —¡Vuestro niño se curará muy pronto! —les dijo.

      Benito no pudo aguantar el llanto al oír aquellas palabras cargadas de esperanza, la madre no pudo aguantarse y le dio un fuerte abrazo a María en señal de agradecimiento. Mientras eso ocurría, Jacinta, conociendo las cualidades de María, encendió fuego y se dispuso a calentar un caldero con agua.

      Finalmente María logró limpiar con esfuerzo, delicadeza y el dolor por parte del niño muy estimulado con la noticia de la cura. Una vez terminada la laboriosa tarea de la limpieza de los ojos, María buscó entre los numerosos tarros que Jacinta guardaba en una alacena y escogió uno de ellos. En el interior del tarro había una buena cantidad de flor de sauco y tomando una buena ración de dicha flor seca y muy bien conservada, la depositó en el caldero para ser hervida.

      Después de una buena cocción y templado del líquido resultante, tomó un paño limpio que le ofreció Jacinta, lo impregnó en el brebaje y lo colocó sobre los ojos del pequeño, que rápidamente empezó a sentir alivio. Pasada una hora, María procedió a retirarle el paño y volver a limpiarle nuevamente los ojos con otro nuevo paño y también empapado de aquel líquido milagroso.

      Una vez bien limpios, le fue colocado el paño nuevamente junto con unos algodones bien humedecidos en aquella pócima de flor de sauco. Horas después, la familia con el niño tranquilizado y casi dormido, se disponían a partir para su pueblo con el líquido sobrante en una botella y las instrucciones para hacerle una cura diaria durante una semana. Pasado un mes, Pedrito se encontraba totalmente recuperado de sus dolencias con unos ojos sanos y una visión extraordinaria.

      Benito, muy contento y agradecido por la cura de su hijo, se presentó una mañana en la casa de Jacinta y le entregó una cabra preñada, tres gallinas y unas cuantas monedas que le vinieron muy bien. María sin embargo no recibió nada de la familia de Pedrito por su aportación. Jacinta sí que supo valorar su trabajo y sabiduría. Con bastante frecuencia eran reclamados los servicios de la joven por la gente del pueblo, pero jamás le agradecían ni pagaban, aunque ella lo hacía con todo el cariño y satisfacción cuando se trataba de ayudar a la persona que necesitaba de sus conocimientos.

      La familia Gutiérrez era así. Servía a todos los que requerían sus favores sin esperar nada a cambio. Era raro el día que no le exigían un favor, que hacían de buen grado y sin rechistar.

      Por otra parte, las tres jóvenes por su belleza, tenían encandilados a los muchachos del pueblo pero, sin recibir petición alguna de noviazgo ni por supuesto de matrimonio. Se decía que eran la escoria del pueblo, de tal manera que muchas madres apartaban a sus hijos de cualquier intento de acercamiento a cualquiera de las tres. Las Piojosas no podían mezclarse en sus familias, eran despreciadas y aunque había bastantes enamorados en secreto, jamás se atrevían a confesar sus deseos por temor a las rigurosas familias.

      La noticia del embarazo corrió como la pólvora por un pueblo ansioso de noticias, y aquella lo era por mucho tiempo.

      A partir de entonces, casi nadie les dirigía la palabra y algunas mujeres escupían a su paso lanzándole maldiciones y advertencias de no acercarse a sus casas.

      Cristóbal Morales, el Cerrojo, las insultaba cada vez que las veía en el corral. Las llamaba de todo, desde piojosas, guarras, desmayadas y hasta putas… También, se dedicó a darle palos a la higuera que hacía linde con el huerto y cuyas ramas daban a su finca hasta hacerlas añicos, a pesar de que las jugosas brevas, él


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