Corazones nobles. José Antonio Domínguez Parra

Corazones nobles - José Antonio Domínguez Parra


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de chocolate para alegría de Carmen.

      Aquella tarde, ya libre de trabajo, la dedicó por entero a disfrutar de la velada junto a su hermana Rosario y las tres jovencitas, que nunca antes habían probado semejante exquisitez.

      Sin embargo, las desgracias hacían nuevamente su aparición en aquella familia.

      Ya anocheciendo, Carmen sintió un leve y repentino mareo. De no haberse encontrado cerca de su hermana, su cuerpo habría caído contra el escalón de la puerta y sufrido un fuerte y peligroso golpe. Al desmayo, le siguió un sudor frío y el cuerpo tan lacio que parecía haber perdido la vida. Rosario y las tres niñas, lloraban asustadas por el estado de Carmen, que por el momento no reaccionaba. Al instante, Rosario ordenó a Catalina que corriera a casa de Jacinta la Coja, ella, sabría qué hacer.

      Una vez colocada Carmen sobre el maltrecho catre, Jacinta no auguraba nada bueno para aquella mujer tan trabajadora y cariñosa. A partir de ahora, debe descansar al menos durante una semana. Rosario movía la cabeza de forma negativa, sabiendo que esa receta era imposible de cumplir.

      Pasaban los días y Carmen cumplía fielmente con su agotador trabajo, cada vez con más esfuerzo a medida que pasaba el tiempo.

      Por las mañanas se levantaba a rastras, tomaba un trozo de pan con un vaso de agua y se marchaba al campo en busca de leña junto con su hermana Rosario, dejando a las tres niñas tumbadas en el suelo de tierra en unos colchones rellenos de “sayo” de maíz —a punto de finalizar el verano, se recogían en los campos el sembrado del maíz. Ya seco y apilado en las casas, se procedía a pelar las mazorcas y hacer grandes gajos para luego colgarlos en los techos de madera y mantenerlos en buen estado de conservación. Con las gruesas pieles de las mazorcas (“sayos”), la gente más pobre como la familia de Carmen, al no tener acceso a la lana de oveja, que tanto abundaba en el pueblo llevadas por sus antepasados, se servían de este producto, aunque muy incómodo, suponía un buen aislante de la humedad y más confortable que la dura tierra—.

      Algunos días ya de vuelta con los pesados haces de leña y depositados en el horno, compraban unos jarrillos de leche —medida de un cuarto de litro—, para las niñas a Dolores Doña que tenía unas cuantas cabras de leche. Eso solo ocurría cuando faltaban algunas de las compradoras habituales, que siempre tenían preferencia.

      Pasados unos meses, una mañana ya casi a mediados de junio, Carmen intentó levantarse de la cama pero no pudo, sus fuerzas la habían abandonado y apenas si pudo llamar a su hermana. La tocó con las manos y Rosario se despertó sobresaltada. Cuando se dio cuenta del estado de Carmen, despertó a las niñas y una de ellas corrió en busca de Jacinta, que acudió al momento.

      Después de examinarla y darse cuenta de su delicado estado, quedó desconsolada.

      —¡No hay nada que hacer!, ¡tu hermana se está muriendo!

      Rosario y las tres niñas rompieron a llorar amargamente ante la terrible noticia que acababan de oír. Jacinta, intentó darle una cucharada de manzanilla pero Carmen no abría la boca.

      Toda la mañana, la familia acompañada de Jacinta, la pasaron junto a la enferma. Los latidos de su corazón cada vez más débiles. De vez en cuando abría los ojos y miraba a las tres niñas pero enseguida los cerraba, las fuerzas la estaban abandonando por momentos. La noticia corrió enseguida por el pueblo pero nadie acudió, a excepción de Pilar Galindo y Mariana Álvarez, dueñas del horno, que acudieron enseguida a su lado. Cuando ya el día tocaba a su fin, a Carmen le ocurrió lo inevitable, parecía estar dormida pero ya se encontraba en manos de Dios.

      Al día siguiente por la tarde fue enterrada en el pequeño cementerio junto al río. D. Manuel no dijo misa en el sepelio, se limitó a unas oraciones del ritual de exequias y acto seguido se marchó.

      En aquel triste momento, tan solo acompañaban a la familia Jacinta la Coja y Mariana Álvarez junto a Cristóbal Conejo, que ayudó al cura y además se dispuso para meter en la fosa a la difunta y taparla con tierra. En la otra parte del cementerio y separada por el río, un grupo de mujeres contemplaban la escena sin acercarse a dar el pésame a la destrozada familia.

      Cuando Rosario y las tres niñas se disponían a salir del cementerio con el corazón roto, miró hacia un rincón de aquel lugar donde se encontraban dos hermosas tumbas, junto al tronco de un robusto almendro ya seco y repleto de maleza. Allí, se encontraban los restos de sus antepasados, ya olvidados en la memoria de sus paisanos, a pesar de todo cuanto le debían según la leyenda que pasaba de unos a otros y que en aquellos momentos, nadie reconocía esas bonitas historias en la persona de la fallecida y su familia.

      De vuelta a casa, Rosario y las tres niñas se abrazaron angustiadas pero decididas a seguir luchando. Al día siguiente, había que portear las pesadas tablas de pan y acudir al campo en busca de leña para seguir viviendo.

      La dura y penosa tarea de ir al campo a recoger leña, recayó además de Rosario en su hija Paca y su sobrina Catalina. Cuando iban al monte, les explicaba la forma de recoger la leña que luego iban colocando en un rellano hasta conseguir varios haces, que más tarde y ya acabada la tarea de repartir el pan, volvían al monte y entre las tres se llevarían una buena ración de leña que serviría al día siguiente para calentar el horno. María, al ser la más pequeña, quedaba en casa limpiando y ordenando el humilde hogar.

      A partir de entonces, Rosario y las dos mocitas acometían con gran esfuerzo el trabajo que aprendieron con rapidez y realizaban sin ninguna queja. El vacío dejado por Carmen era muy grande pero no quedaba más remedio que seguir adelante.

      Dos veces por semana, acudían las tres jovencitas a unas clases particulares que su vecino D. Juan Molina, comandante ya retirado a consecuencia de una herida sufrida en la gran guerra de Cuba en el año 1898 ante el avance de Estados Unidos y en la que le destrozaron la pierna izquierda y que por circunstancias que nadie del pueblo llegó a saber, se instaló de forma definitiva en Igualeja. Con su gran estatura y un enorme bigote, presentaba un aspecto amenazador, aunque en realidad era un hombre muy amable, educado y servicial. Como se aburría al estar solo, se dedicó a dar clases por las que no cobraba nada y que se tomó muy en serio cuando se trataba de las tres muchachitas.

      María, aun siendo la más pequeña, era sin embargo la más lista e inteligente de las tres con mucha diferencia, algo que tenía entusiasmado a D. Juan Molina. María, gustaba de sacar de un viejo baúl unos libros de antiguos sabios médicos de origen árabe y judío y se animaba a estudiarlos. Cuando le surgían dudas, se marchaba a casa de D. Juan y él se las aclaraba. En ocasiones y con páginas en latín, el hombre se esforzaba en resolverle el problema ya que sus conocimientos de esa lengua no eran muy elevados, aunque finalmente conseguía hacer una decente traducción.

      En otras ocasiones, María las acompañaba al campo, pero ella nunca se dedicaba a recoger leña. Su misión, con el consentimiento de su tía Rosario, era escoger las distintas hierbas medicinales, tan abundantes en los alrededores y que ella conocía a través de sus libros heredados de sus antepasados y que cuidaba como el mayor de los tesoros.

      Otras veces, se marchaba ella sola y cuando llegaba a casa, lo hacía con una talega que se fabricó ella misma, repleta de plantas y flores que una vez secas, eran colocadas en tarros de cristal y de barro ya seleccionadas.

      Muy pronto se corrió la voz por el pueblo a través de su maestro, de que esa chiquilla era una experta en elaborar tisanas con grandes propiedades curativas. Muchas de las vecinas, a escondidas, acudían a ella para que les suministrara alguna de esas hierbas cuando se sentían con dolores. Las que más solicitaban esa ayuda eran mujeres con la menstruación, ya que sentían un gran alivio con sus preparados. Las infecciones y heridas también las curaba, de tal manera que su fama corrió hasta pueblos cercanos. Sin embargo, nada cambió y siguió siendo María la Piojosa.

      CAPÍTULO III

      Paca, llegó a casa totalmente agotada. Eran más de las doce de la mañana y desde las siete, no cesó de trabajar. Primero y como siempre al campo dando dos viajes bien cargada de leña, limpió el horno, luego, marchó a las cuatro casas que le esperaban para llevar sus panes al


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