Corazones nobles. José Antonio Domínguez Parra

Corazones nobles - José Antonio Domínguez Parra


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      La madre del pequeño, María Gutiérrez, había muerto al haber padecido una fuerte anemia a causa de las continuas hemorragias sufridas en el parto, y que luego continuaron, y de la que no pudo curarse, a pesar de ser una experta en conocer hierbas medicinales tan abundantes en los campos cercanos al pueblo. Todo Igualeja conocía sus graves padecimientos, pero le volvieron la espalda y la abandonaron a su terrible suerte.

      Durante el tiempo que duró el embarazo y ya con una enorme barriga, María se esforzaba sobremanera para cumplir con los encargos que le encomendaban cada día, tanto a ella como a su hermana y todo por una miseria, pero era lo único que le ofrecían y a lo que se agarraban para poder subsistir.

      En el pueblo se habían hecho multitud de comentarios sobre el origen de aquel embarazo, todos con muy malas intenciones, y por supuesto, tan falsos como las personas que se dedicaron a tal menester.

      En un principio, todos decían que tanto el médico inglés como sus compañeros se acostaban con ella a diario a cambio de algo de dinero. «Es muy puta», se decían unas a otras en los comentarios que se tenían. Luego, cambiaron de personaje y la relacionaron con un tal Jerónimo Checa, un señor de Ronda que ejercía como veterinario, aunque en realidad se dedicaba a capar cerdos y burros de los muchos que abundaban en el pueblo y sus alrededores.

      María, le ayudaba en esa tarea a cambio de unas monedas que le venían muy bien. Jerónimo Checa, además de ser un hombre generoso, estaba casado con una mujer de buena familia de Ronda y se comportaba con ella de forma respetuosa y educada.

      También llegaron a relacionar el dichoso embarazo con un guardia civil soltero que le tiraba los tejos a todas las mozas de Igualeja, aunque tanto María como su hermana Catalina, fueron las únicas que le dejaron muy claro que con ellas, nada se podía hacer. Finalmente, comentaban que la barriga era de un arriero que frecuentaba el pueblo vendiendo cántaros de barro, sartenes y una variedad de utensilios para el hogar.

      Tan solo María, su hermana y su prima Paca, conocían el verdadero origen de aquel embarazo al que debía su vida el delicado y precioso niño, como no se conocía otro en Igualeja en muchísimos años.

      El médico inglés que se llamaba Thomas Wilson, estuvo más de un año estudiando y recolectando la gran cantidad de hierbas medicinales con muchas propiedades curativas. El médico contactó con María, ya que ella tenía grandes conocimientos sobre el tema, y en muchas ocasiones las suministraba a personas del pueblo logrando con ello mitigar sus dolencias, aunque jamás nadie le agradeció ni pagó. Esos conocimientos le venían de herencia familiar, de siglos atrás y de lo que conservaba varios libros de autores árabes y judíos.

      María, ofreció sus servicios y conocimientos al solícito médico, el cual le pagaba un buen dinero y siempre agradecido por su entrega y generosidad. A partir de entonces, la gente del pueblo empezó a mirar con malos ojos la relación de María, que pasaba horas y horas durante casi todos los días por los campos cercanos y acompañada por unos hombres extranjeros y desconocidos. Sin embargo, ella se mostraba contenta y gozosa con aquel trabajo, que sí era de su total agrado y que desempeñaba con una desmesurada alegría.

      El tiempo que pasaban juntos y la gran belleza de María cautivaron al médico inglés, que se acercaba a los cuarenta años mientras ella, aún no llegaba a los diecisiete.

      Por otra parte, la simpatía y el atractivo del médico, poco a poco llegaron a conquistar a una criatura tan buena e inocente que no sabía cómo agradecer tantas atenciones del guapo y educado médico inglés.

      María llegó a encontrarse muy a gusto y segura con la presencia de Tomás, como ella solía llamarle. Por su parte, el inglés parecía estar enamorado y así llegó a manifestarlo entre sus dos colegas. Muchas veces, Thomas le comunicaba a sus colaboradores la idea de estar a solas con María. Ambos sentían una fuerte atracción hasta que un día, Thomas se decidió a declararse y le comunicó que estaba muy enamorado de ella. María por su cuenta, no sabía que contestar a semejante declaración, pero tomó las manos del médico y las apretó con fuerza y él sin dudarlo, la atrajo contra su pecho y enseguida, se estaban besando. Poco después, debajo de una encina hacían el amor. A partir de aquel momento, cada día repetían la misma acción y casi siempre en el mismo lugar.

      Dos meses duró aquella bella relación en la que el médico le confesó que se casaría con ella y marcharían juntos a Inglaterra.

      Una mañana, María, que mantenía bien informada a su hermana y a su prima Paca sobre la relación que mantenía con el inglés, como entre ellas solían llamarlo, y después de arreglarse todo lo mejor que pudo, marchó hacia Los Nogalejos, lugar donde previamente se había citado, pero que ese día nadie apareció. María quedó desolada y volvió a casa después de más de tres horas de espera y sin dejar de llorar.

      Durante una semana acudió cada día al mismo lugar pero, allí nadie aparecía. De hecho, nunca más llegó el maldito inglés Thomas Wilson.

      Transcurrido un largo mes de continuas idas y venidas de María a los parajes que con tanta frecuencia recorrió junto al médico, dio por finalizada la aventura amorosa con el apuesto y educado Thomas. Las consecuencias sin embargo, se presentarían terribles para ella.

      CAPÍTULO II

      Una noche, María despertó a su hermana para decirle que se sentía muy mal, tenía ganas de vomitar y su angelical rostro presentaba unas grandes ojeras que hicieron estremecer a Catalina.

      —¿Que te ocurre María? —le preguntaba mientras veía angustiada el estado que presentaba su hermana.

      María no pudo contestar. Corrió hacia el corral y empezó a vomitar con grandes arcadas. Luego, sintió un leve mareo y tuvo que sentarse en el suelo. Su hermana Catalina la acariciaba ajena a la causa de aquel repentino malestar.

      La prima Paca se despertó con el ajetreo y se acercó, asustada al ver a María tumbada en el suelo de tierra y la cabeza apoyada en los brazos de Catalina, que lloraba amargamente.

      Ninguna de las tres se imaginaba a qué era debido aquel repentino mal que sufrió María. Jamás se podían imaginar el porqué de aquella extraña situación que les tocó vivir. Sus escasos conocimientos, debido a su corta edad y nula experiencia, no les llevaban a la conclusión de que todo se debía a un embarazo.

      Después del mal trago, volvieron a la cama y se quedaron dormidas hasta el amanecer.

      Cuatro días más tarde, María transportaba sobre su cabeza una pesada tabla de pan para llevarla de vuelta ya bien cocidos a casa de Ana la Pajarita, quien al día siguiente marcharía con su mula cargada de los ricos panes a su finca, Los Perales, donde esperaban hombres hambrientos. Gran parte de esos panes eran guardados en alacenas construidas para tal fin.

      María, tras pasar por la estrecha calle del horno y a punto de desembocar en la plaza, sintió un nuevo mareo y cayó al suelo. Los panes salieron rodando por la plaza mientras ella quedó tumbada en el suelo, con la pesada tabla encima sin poderse mover.

      Enseguida acudieron unas vecinas más interesadas en recoger los panes que en socorrer a la pobre criatura que yacía en el suelo sin conocimiento. Para esas vecinas, se trataba de María la Piojosa, apodo despectivo y cruel con el que eran llamadas en el pueblo.

      Justo en ese momento pasaba por allí Jacinta la Coja, que ejercía como matrona en todos los partos que acontecían en el pueblo, contando con una dilatada experiencia en esos menesteres. Esta era una mujer sensata y de buen corazón, se acercó hasta la pobre María tumbada en el suelo tras haber sufrido una lipotimia y la tomó entre sus brazos. Acto seguido, un numeroso grupo de mujeres se arremolinaron a su alrededor con el único propósito de satisfacer su curiosidad y conocer a qué se debía aquel descalabro sufrido por la Piojosa.

      Jacinta por su parte no dijo absolutamente nada, con el consiguiente disgusto para el grupo de curiosas, a pesar de las múltiples preguntas a las que era sometida. Después de refrescarle la cara con un poco de agua, la llevó a su humilde casa sin mediar palabra alguna con toda persona que se encontraba a su paso.

      Una


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