Más patatas y menos prozac. Kathleen DesMaisons

Más patatas y menos prozac - Kathleen DesMaisons


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una sensación de impotencia y oscuridad. Nunca le dijiste a nadie lo que sentías. Desde el principio, aprendiste a actuar como si todo estuviera bien. Quizá elegiste volverte invisible en tu mundo. Nadie te conocía de verdad o «entendía» quién eras.

      Los adultos que formaban parte de tu mundo probablemente estaban demasiado ocupados o preocupados para notar que tu cuerpo sensible al azúcar necesitaba comer cada pocas horas. No tomabas una comida nutritiva en los momentos oportunos. Un día te hiciste un sándwich de mantequilla y le echaste azúcar. Te encantó. Te sentiste mejor. Adorabas el arroz inflado porque el azúcar que le ponías por encima se hundía hasta el fondo del cuenco y daba lugar a una sopa maravillosa. Gastabas en dulces todo el dinero que te daban. Es posible que robaras unas monedas del bolsillo de tu madre o de la cómoda de tu padre para comprar más dulces. Los helados eran tus mejores amigos, y el azúcar era tu alivio y tu consuelo.

      También es muy posible que tuvieras experiencias difíciles en tu infancia. Tal vez te criaste en un hogar en el que alguien era alcohólico y en el que predominaban la confusión y la disfunción. Es posible que crecieras en una casa en la que se vivía una desesperación silenciosa en lugar de que hubiese perturbaciones manifiestas. Aunque los temas difíciles estuviesen debajo de la superficie y no fuesen evidentes, te afectaban de cualquier modo. La combinación de tu intensa sensibilidad y la complejidad emocional de tus experiencias infantiles era desconcertante, incomprensible y, a veces, insoportable. No tenías forma de encontrarles sentido. Puede que te sintieras impotente o que una parte de ti estuviese siempre triste. Tal vez te volcaste hacia dentro o desconectaste totalmente de lo que estaba sucediendo a tu alrededor.

      Cuando experimentabas algún tipo de abuso, pérdida, negligencia u otro trauma, tu pequeño cerebro lanzaba una sustancia química llamada betaendorfina. Esto amortiguaba tu dolor emocional y te aportaba cierto tipo de amnesia. Te adormecía frente a aquello sobre lo que no tenías control. Te hablaré mucho sobre la betaendorfina más adelante. El caso es que gracias a la liberación de esta sustancia en tu cerebro no solo dejabas de sentir el dolor emocional, sino que también lo olvidabas. Durante un rato. El problema era que el efecto calmante y adormecedor de la betaendorfina es temporal. Se desvanece. Y cuando desaparece, el dolor regresa, y también lo hacen los recuerdos.

      De forma inconsciente aprendiste a buscar, con regularidad, recursos que desencadenasen la liberación de betaendorfina en tu cerebro, para que te ayudase a adormecer tu dolor emocional. Algunos de estos «recursos» tal vez fueron meterte en problemas, lastimarte o comer dulces; todo ello es útil para liberar betaendorfina. Es por eso por lo que el azúcar es como una droga de tipo analgésico. Comer azúcar –o comida basura–, o evitar comer, te hacía sentir mejor, literalmente. Pero solo durante un tiempo. Después el efecto desaparecía, como el de cualquier otro analgésico. Y cuando ocurría esto, no solo sentías el dolor; también experimentabas las molestas sensaciones asociadas a la remisión de los efectos físicos de la droga que es el azúcar.

      Aunque eras pequeño, sentías todo esto profundamente en muchos niveles. No podías alejarte de los problemas familiares y no podías solucionarlos (debido a tu corta edad), por lo que probablemente desconectaste de tu cuerpo y tu mente y seguiste con tu vida normal. Este tipo de desconexión se llama disociación. Te adormece el dolor emocional, pero también te vuelve sensible a cualquier cosa que te ofrezca consuelo, sin que te des cuenta. Así empezaste a ser vulnerable frente a la adicción.

      En tu infancia, te limitaste a seguir adelante. Hiciste lo que pudiste, esperaste crecer rápido y buscaste maneras de sentirte mejor. Luego vino la adolescencia y se añadieron oleadas hormonales a la mezcla. Los aumentos de tamaño embarazosos, los cambios corporales, el acné, las alteraciones de peso, la presión de los compañeros, la baja autoestima y mucha bravuconería agravaron las dificultades de tu infancia. Ahora estabas en un mundo que era tan complejo y abrumador que no podías entenderlo. Tampoco podías controlarlo. Experimentabas un horror y una desesperación silenciosos ante lo que estaba sucediendo.

      El hecho de no comer te hacía sentir atractivo y aceptado. Es posible que el alcohol o los juegos de ordenador, el sexo o el fingimiento hiciesen acto de presencia. Como el azúcar, hacían que tu cerebro se viese inundado por la betaendorfina. Y a causa de tu constitución bioquímica singular, provocaban en ti una respuesta contundente: el espesor cerebral desaparecía y te sentías aceptado. De repente, podías lidiar con tu vida. Te sentías normal. Los adolescentes que no son sensibles al azúcar no tienen esta reacción ante esos factores: experimentan, beben demasiado, vomitan y no vuelven a tener este comportamiento hasta que son mayores. Los adolescentes encuentran formas socialmente aceptables de sentirse bien. Cuando un cerebro sensible al azúcar experimenta una oleada de betaendorfina, la persona vive algo semejante a una experiencia espiritual. Es como si las nubes se separaran, una luz brillara y el mundo cambiara. Esto dura hasta que el efecto de la «droga» se desvanece. Luego, todos los receptores adicionales del cerebro que se han bañado en la reconfortante betaendorfina empiezan a gritar víctimas del síndrome de abstinencia. Cuando le ocurría esto al adolescente que eras, te sentías muy mal. Y, lo que es aún peor, te había quedado grabado el recuerdo de la euforia inducida por la betaendorfina. Necesitabas alivio, y recordabas lo que era sentirse maravillosamente bien. Querías volver a sentirte así. Esta combinación potente, seductora y a veces mortal continuó llamándote, y tú seguiste respondiendo. El ciclo se reproducía: tomabas más azúcar o algo de alcohol o hacías algo que te perjudicaba, se liberaba la betaendorfina, te sentías de maravilla, el efecto de la «droga» desaparecía, el nivel de betaendorfina bajaba, sentías el dolor agonizante de la abstinencia y buscabas de nuevo el estímulo de tu «droga».

      Tal vez eras un gran triunfador de puertas afuera, pero por dentro se sentías como un impostor: tu baja autoestima no se correspondía con la aparente realidad de tu vida. Oscilabas entre la grandiosidad –el sentimiento de que podías conquistar el mundo– y el abatimiento y el mal humor. No sabías que estos sentimientos tremendamente cambiantes se hallaban conectados con lo que estabas consumiendo y cuándo lo estabas consumiendo.

      Lo que comenzó con el azúcar cuando eras pequeño y avanzó hacia más azúcar –o alcohol, o la restricción de la ingesta alimentaria, o comportamientos compulsivos cuando eras adolescente– continuó hasta la edad adulta. La baja autoestima, provocada por los niveles bajos de betaendorfina, siguió torturándote. Aunque ­parecía que debías sentirte genial contigo mismo, esto no era así. Tal vez lograste el éxito profesional, tenías suficiente dinero y contabas con amor y apoyo en tu vida, pero por dentro estabas convencido de que todo iba a desaparecer en cualquier momento.

      Los niveles bajos de betaendorfina te hacían sentir desconectado de las personas que te rodeaban. Aunque tu mente te dijera que tenías una pareja atenta, unos hijos obedientes, unos padres cariñosos y unos amigos afectuosos, seguías sintiéndote aislado, solo. Y solías estar deprimido. A veces sacudías la cabeza con incredulidad. «¿Cómo puede ser?», te preguntabas. No tenía sentido.

      Cuando, al principio de la adultez, acudías a las sustancias o actividades que incitaban la liberación de la betaendorfina, te sentías normal. Esto te hacía percibir que podías manejarte en la vida. Te hacía sentir relajado, lúcido y concentrado. Te sentías socialmente aceptado, creativo, atento y conectado. De manera que seguiste teniendo esos comportamientos a pesar de que tuviesen consecuencias desagradables o te sintieses deprimido. Te decías que esas consecuencias indeseables no eran más que circunstancias desafortunadas, mala suerte, efectos del envejecimiento, o que la culpa la tenía el mercado, él, ella,


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