Ultramaratón. Dean Karnazes

Ultramaratón - Dean  Karnazes


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hundido.

      Me senté en el bordillo para recuperar el aliento. Mis pies estaban hinchados, y el dedo gordo del pie derecho me dolía terriblemente. Me saqué esa zapatilla. Lo que encontré fue estremecedor. La punta de mi calcetín estaba descolorida y empapada de pus. Cuando me lo saqué, vi la ampolla sangrante que me había salido en la punta del pie y que era la causante de la mancha.

      Genial. Sólo había corrido 24 kilómetros y ya estaba lesionado. Debería haberme dado cuenta de que las zapatillas de jardinero no eran apropiadas para correr largas distancias. Pero es que no había tenido zapatillas de correr desde hacía bastante tiempo, no había tenido muchas ocasiones para usarlas.

      Me quedé mirando ese maldito desastre cuando escuché que un coche se acercaba por detrás del edificio y vi que el local estaba sirviendo comida para llevar por la ventanilla para coches. Sí. ¡Estaba abierto!¡Estaba salvado!

      Con las piernas doloridas y acalambradas, mi pie destrozado y mi cuerpo cubierto de una capa de sudor y polvo de la carretera, fui cojeando hasta el altavoz para coches. Pisé el cordón con mi talón. «¿Puedo tomarle nota?» me preguntó una vocecita.

      «¡Claro!» grité. «Para empezar tomaré dos tacos, un burrito supremo, y dos tostadas».

      «¿Eso es todo?»

      «Y una coca-cola grande y dos burritos de alubias»

      «¿Algo más?»

      «Eso es todo»

      «Por favor, pague en la ventanilla».

      Saqué el billete de veinte de mi zapatilla, me fui paseando felizmente hacia la ventanilla de retirada. La chica de ahí dentro no parecía muy feliz.

      «¿Señor, tiene usted un vehículo? Usted no puede pedir comida en la ventanilla de conductores a menos que esté en un coche».

      Yo la analicé. Era sólo una niña. Sin lugar a dudas era el encargado quien le había impuesto esta norma.Y yo no debía tener muy buena pinta. Pero ella estaba ahí de pie, entre mis tacos y yo. Esto iba a requerir algo de delicadas técnicas de persuasión, que había adquirido en el trabajo. Intenté ponerle mi sonrisa más encantadora.

      «Entiendo lo que dices», le dije calmado y comprensivo. «Pero sólo por esta vez ¿Podrías dejarlo pasar? No lo volveré a hacer, lo prometo».

      Ella me miró de arriba abajo y a mis anchos gayumbos, andrajosos y deshilachados.

      «Buen intento».

      «Mira, tengo el dinero aquí y puedo ver mi pedido justo ahí».Yo seguía sonriendo e intentaba mantener el tono de histeria alejado de mi voz. «Hagamos una rápida transacción y terminamos con esto. Nadie lo sabrá jamás».

      «Lo siento señor, pero si hacemos una excepción con usted, tendremos que dejar que todo el mundo haga pedidos desde el pasillo de conductores sin un coche».

      ¿De qué estaba hablando? Me preguntaba yo. Miré detrás de mí. Ningún otro treintañero en gayumbos parecía estar intentando colarse por la zona de conductores del Taco Bell, en mitad de la noche.

      Le enseñé el billete de veinte otra vez.

      «Por favor. Déjame llevarme mi pedido y te quedas con el cambio».

      «Buenas noches, señor».

      «Pero…»

      Ella desapareció de la ventana.

      «¡Comida!» Me lamenté. «¡Necesito comida!»

      Justo entonces un coche se acercó al área de conductores, un robusto Oldsmobile de último modelo. Fui cojeando hasta él mientras el asiático conductor de mediana edad bajaba su ventanilla. Él se vio sorprendido pero no asustado al verme, lo que no era un buen síntoma.

      «Escucha, estoy muerto de hambre», le dije muy bajito, para que no nos escuchara Helga, la nazi del Taco. No me dejan hacer un pedido. Necesitaría ir en tu coche hasta la ventanilla».

      «¿Y…dónde está tu coche?» me preguntó.

      «Mi coche está en San Francisco»

      «¿Quieres que te lleve a San Francisco?»

      «No. Sólo quiero pasar contigo por la ventanilla para conseguir la comida». Él parecía un duro negociador. «Si tú me haces pasar, pagaré tu comida».

      Eso le sorprendió. «¿Tú pagar? ¡Tú loco! ¡Tú loco, tío!».

      Riéndose aún, me indicó el asiento del copiloto. No quería que Helga me viera a su lado, así que me deslicé hacia el asiento de atrás y me escondí allí fuera del alcance de su vista.

      «¿Nosotros jugar taxi?» sonrió. «Vale, yo hombre taxi. ¿Qué tu pedir?»

      «Pídeme ocho tacos» le dije en voz baja.

      «¡Ocho tacos!» gritó él. Le hice señales para que hablara bajo.

      Helga parecía sospechar durante toda la conversación con él, pero lo hizo divinamente. Hubo un momento delicado cuando le pasé el billete arrugado y él se lo alcanzó a ella. Ella frunció el ceño ante eso, y yo pude ver que se estaba preguntando cuándo lo había visto antes. Mantuve la respiración. Al final, con un poco de desgana, cogió el dinero y entregó las benditas bolsas con la comida.

      Mi conductor reía encantado mientras salíamos de ahí. «¡Tú muy loco!», seguía diciendo. Llevó el coche hasta un aparcamiento cercano y apagó el motor. «¿Ahora comemos?».

      ¿Quién era este tío? Me preguntaba. ¿Cuántas otras noches habría comido comida mexicana solo en este vacío aparcamiento?¿Tendría algún sitio a donde ir?

      ¿Por qué estaba tan dispuesto a recoger a un desconocido?

      Pero era hora de que yo volviera a la marcha, así que estas preguntas no tendrían respuesta. «No puedo quedarme», le dije mientras salía. Me acerqué a su ventanilla y me dio una bolsa de tacos.

      «Tú loco», se rió. «¿Cuánto te debo?».

      «Nada», le sonreí. «Y ser tú el loco. Gracias».

      Nos dimos la mano y yo empecé a marchar por la carretera. Desenvolví un taco mientras corría alejándome de allí. Era complicado intentar comer mientras corría. En un momento, respiré por accidente mientras masticaba y un cuadradito de tomate se me fue por detrás de la garganta. Por un momento pensé que me ahogaría con eso, pero, en su lugar, lo que vino a la superficie fue un estornudo. Y con el estornudo se fue también el trozo de tomate que salió por la nariz. Una buena capa de nata agria ayudó a lubricar su trayecto, y dejó una asquerosa baba ácida en mis conductos nasales tras la salida.

      Mi dedo herido me estaba matando. Es gracioso cómo el dolor va y viene por momentos.Algunas veces el dolor era tan insoportable que casi no podía apoyar nada de peso sobre él. Sin embargo, durante los descansos era casi imperceptible.Al final, toda la parte delantera de mi pie se había entumecido.

      Mientras seguía corriendo más hacia al sur de la península de San Francisco, el paisaje urbano fue dando paso lentamente a las laderas montañosas de la costa. Atravesando una hilera de montañas hacia el sur de la bahía, vi las coloridas luces de pista del SFO, aeropuerto de San Francisco, parpadeando en la distancia. Justo por encima del horizonte, las chispeantes luces delanteras de los aviones que llegaban parecían clavadas en el cielo.

      Coroné la cadena montañosa de la costa y empecé a bajar por el lado oeste de la bifurcación dirección al océano. Las luces del Silicon Valley ya no eran visibles, y se hacía progresivamente más oscuro. Aunque la zona estaba fundamentalmente sin urbanizar, con frecuencia pasaba por pequeñas hileras de casas que se alineaban a lo largo de la carretera silenciosa. En ocasiones, había una luz encendida dentro, o el traslúcido brillo azul de un aparato de televisión, pero en su mayoría, las casas estaban a oscuras, que era probablemente lo mejor. Imagínate salir de tu casa a las 4:00 de la mañana para ver a un hombre en ropa interior corriendo por allí, luchando


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