Ultramaratón. Dean Karnazes

Ultramaratón - Dean  Karnazes


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como si aún no hubiera, ni siquiera, empezado a vivir. ¿Cómo podía tener treinta años? ¿Dónde se habían ido los años?

      En ese momento me di cuenta de que estaba malgastando mi vida. Desilusionado con las trampas del panorama de la empresa, las cosas que realmente importaban –la amistad y la exploración, la expansión personal y el sentido de la existencia– giraban en torno a ganar dinero y comprar cosas.Anhelaba un lugar donde pudiera explorar la naturaleza y mis capacidades, lejos de la oficina de la empresa, del edificio de la empresa, de la ciudad con centros comerciales abarrotados y la gente juzgándome por el coche que conducía (que, por supuesto, era un nuevo Lexus).

      Lo que necesitaba era un espacio donde poder respirar y sacar cosas en claro.Algo de espacio para determinar lo que realmente era importante para mí. Necesitaba una oportunidad para aclarar mi punto de vista y mirar al mundo con nuevos ojos.

      «Cielo, ¿va todo bien?» preguntó Julie. «Parece como si estuvieras a kilómetros de aquí».

      «No, no va todo bien» repliqué. «Estoy confundido. Me siento atrapado por mi rutina de jornadas de doce horas.Ya no estoy seguro de lo que es importante. Mi miedo es despertarme dentro de treinta años y estar en el mismo lugar, sólo que arrugado y calvo… y muy gordo.Y malhumorado».

      «Uy», dijo ella. «¿El café está demasiado fuerte?»

      «Leí una historia ayer en el periódico sobre el primer escalador que llegó al monte Everest sin oxígeno suplementario», le dije. «Nadie pensaba que era remotamente posible escalar la montaña más alta del mundo sin usar una botella de oxígeno, pero este tío fue y lo hizo de todos modos. Un reportero le preguntó después por qué había ido allí arriba para morir, ¿y sabes lo que le contesto? ‘no fui allí para morir, fui allí para vivir’».

      Ella escuchaba educadamente, pero yo podía ver que mis divagaciones no eran totalmente claras.

      «Echo de menos a mi hermana», le dije, «y los buenos momentos que solíamos pasar juntos. Quiero que mi familia vuelva a estar unida. Estoy harto de que el trabajo sea el centro de mi vida, eso no lo es todo para mí. Me falta algo. ¿Es demasiado pronto a los treinta para tener una crisis de edad?»

      Julie y yo pasamos el resto del día pateándonos la ciudad sin hablar demasiado. Piqué algo cuando paramos a comer, en la terraza de un café.

      Esa tarde nos juntamos con amigos para tomar algo en el Paragon, una discoteca de postín, en el distrito de San Francisco más de moda, El Marina. La ciudad bullía, todos los bares de moda se llenaban de gente importante y profesional como yo. Julie, a la que no le va mucho la vida nocturna, decidió irse pronto a casa andando.Yo me quedé con los chicos y seguí bebiendo abundantemente como no había hecho en años.A un punto, una mujer guapa saludó a uno de mis amigos, y él me la presentó a mí.

      «Este es Dean. Es su trigésimo cumpleaños».

      Era una frase comprometedora y yo esperaba que ella la ignorara, pero no lo hizo.

      «Bueno, hola, Dean», dijo ella apretando mi mano felizmente. «¿Qué se siente a los treinta?»

      Es extremadamente preocupante, pensé. Pero le solté «¡Genial!», con una falsa sonrisa de borracho en mi cara.

      Ella vivía también en san Francisco, y trabajaba en el centro. Me dijo que casi nunca iba a los bares, cosa que yo dudé. La invité a una copa.Y luego me invitó a una copa a mí.Ahogamos mi cumpleaños. En lo más remoto de mi mente, la parte que todavía estaba sobria, pude ver a dónde iba la cosa, y realmente no quería ir allí.

      Pero claro, estaba borracho.Y deprimido.Y esta chica era realmente mona. El bar tenía una banda de jazz, y nosotros bailábamos y charlábamos. De pronto, ella se apretó contra mí, su cara, iluminada por una sonrisa seductora.

      «Tengo que hacerte una confesión», conseguí decirle. «Estoy casado».

      «Ya lo sé», sonrió. «He visto tu anillo.Yo también».

      Ella levantó su mano izquierda para mostrar un pedrusco.

      «Entonces, ¿puedo invitarte a otra copa, cumpleañero?» Ella se apretó contra mí otra vez.

      Mi cabeza daba vueltas. «No te olvides de eso», le dije. «Déjame ir corriendo al lavabo».

      Mientras me abría paso entre la multitud, mi corazón empezó a hablarme. Cuando llegué al lavabo, no paré. Seguí corriendo hasta la cocina, donde, detrás de las cocinas y los refrigeradores, había una entrada para el reparto. Di un empujón para salir por esa puerta hacia el pasillo de los proveedores, luego me hice camino entre los restos de comida y la basura de la calle.

      Y seguí caminando.

      El frío aire de la noche me despejó la mente de manera casi inmediata. Las calles de San Francisco estaban en silencio, excepto por la alarma de niebla en el puente Golden Gate, que sonaba en la distancia. Ligeros rastros de niebla barrían las calles, y la luna aparecía, y luego desaparecía detrás de las nubes. Era tarde y estaba oscuro y muy tranquilo desde que había salido del bar.

      Cuando llegué a mi casa, que está a unas manzanas de aquel bar, vi que Julie había dejado la luz del porche encendida. Nuestro recibidor victoriano se veía cálido y seguro, e invitaba a entrar. Empecé a subir las escaleras, como lo había hecho miles de veces antes, pero sólo subí unos pocos escalones.

      Había algo de transformación en la noche. Un cambio había sucedido dentro de mí. No iba a mirar los mensajes y luego deslizarme dentro de la comodidad de mi cálida cama.Tenía la determinación de hacer del mañana algo distinto. No iba a ir a la oficina como siempre, sólo para intercambiar quejas con mis colegas acerca de cómo nuestros trabajos se habían apoderado de nuestras vidas y cómo ya no quedaba tiempo para nada más.

      No iba a seguir viviendo así. Esa era mi vida, y yo iba a vivirla perfectamente según mis propias condiciones. Me había ablandado a lo largo de los años, había perdido mi tirón. Pero todo eso estaba a punto de cambiar esa noche.

      Fui al garaje y con cuidado me abrí paso en la oscuridad hacia el patio de atrás, donde guardaba un viejo par de zapatillas que usaba para trabajar en el patio. Pensé, por un momento, qué más ponerme. Después de pensarlo algún tiempo, me desabroché el cinturón y me bajé los pantalones. Llevaba un par de gayumbos que serían lo suficientemente cómodos. Me saqué el jersey pero me dejé puesta la camiseta. Los calcetines eran un problema. Eran un par de ejecutivos de seda negros. Los doblé hasta los tobillos, luego me puse las zapatillas.

      En el bolsillo de mis pantalones encontré un billete de veinte dólares. Había empezado la noche siendo un billete de cien dólares, pero el bar había consumido el resto. Lo doblé cuidadosamente y me dirigí de nuevo a la calle.

      Mientras empezaba a correr hacia el sur, me volví para echar un último vistazo a mi casa. Dentro estaba mi preciosa esposa, durmiendo plácidamente. Le tiré un beso y desaparecí.

      Era duro marchar.No había corrido ninguna distancia de verdad en quince años. Pero me mantuve. Esa noche, sencillamente supe que tenía que mantenerme.

      Así que corrí, y me llené de emociones y recuerdos. Pensé en mi hermana, Pary, y en cuánto la echaba de menos cada día, incluso ahora, casi una década después de su fallecimiento. Pensé en la vez en la que me había metido con ella porque no le gustaba el ketchup, y deseé no haberlo hecho.Y pensé en la vez en que Pary, Julie y yo habíamos hecho pellas en la escuela y habíamos ido a Disneyland, comido algodón de azúcar y montado en todas las atracciones, bromeado con Mickey –porque él sabía que estábamos haciendo novillos y no le importaba– y nos cogimos de las manos para dar brincos por la Tierra del Mañana, cantando, «¡yo ho, yo ho, una vida de pirata para mí!» y luego dejar a Julie en su casa de vuelta después de todo. Siempre di las gracias por ese día.

      Esos recuerdos me hacían el camino agradable.

      Tres horas después, llegó el agotamiento.Y el hambre. La carrera constante necesita una constante ingesta de combustible. Sentía el estómago como


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