Ultramaratón. Dean Karnazes

Ultramaratón - Dean  Karnazes


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pero principalmente porque la cultura me agobiaba. Durante mis entrevistas con los entrenadores y los capitanes de ambos equipos, las diferencias eran obvias. El equipo de pista era exclusivista y jerárquico. Me sentía como si me interrogaran y examinaran. En el equipo de campo a través, por otro lado, parecía que se trataba de trabajar juntos. Corrían por el bien del equipo en lugar de por el beneficio individual. Un corredor tiene que cubrir las debilidades de otro, así los dos podrán ir juntos por los puntos débiles de la carrera en lugar de intentar «eliminarse» los unos a los otros.

      El entrenador de pista, el señor Bilderback, era duro y dominante. Durante mi entrevista, hizo varios comentarios fuera de lugar sobre el equipo de campo a través, lo que parecía cruzar la línea entre una rivalidad saludable y un celo desmedido. El entrenador del campo a través, Benner Cummings, me insistió para que lo llamara Benner, no como el entrenador de pista, quien no parecía satisfecho si lo llamaba algo menos que Dios. Benner, hablaba conmigo en vez de a mí.

      Era bajo, quizá 1,70 metros, y enérgico para ser un hombre de más de sesenta años.Tenía una sonrisa contagiosa y la cabeza llena de pelo de un oscuro natural. Su piel era reluciente y suave, y tenía unas cejas grandes y pobladas, que se movían cuando hablaba.

      Para los chicos de instituto, respetar a alguien, y mucho menos a un profesor, es algo inusual, pero todos los miembros de nuestro equipo respetaban a Benner. Él funcionaba más como un gurú que como un entrenador, usaba métodos de entrenamiento que eran poco ortodoxos pero indiscutiblemente efectivos. Año tras año, su equipo de campo a través se situaba entre los primeros, o el primero de la liga.

      El mismo Benner era un fantástico corredor, y nada le gustaba más que trabajar con su equipo. Con frecuencia, nos hacía correr el kilómetro y medio desde el colegio hasta la playa, donde dejábamos nuestros zapatos y corríamos descalzos por la orilla. Crecer en el sur de California tiene sus ventajas.Algunas veces corríamos en fila india sobre la arena blanda, siguiendo las huellas del otro y rotando al corredor de cabeza en cada torre de socorrista. Otras veces, nos mezclábamos corriendo uno al lado del otro en grupos de dos y tres.

      Mi carrera de entrenamiento en la playa favorita era «perseguir la marea». Ésta era la alternativa de Benner a los esprines de viento, que los corredores de pista hacían obsesivamente con un cronómetro en tramos de cien metros. Nuestra rutina consistía en correr a lo largo de la línea del agua y perseguirla cuando ésta retrocedía, y luego correr alejándonos de ella cuando las olas volvían a mojarnos, quedándonos a sólo unos centímetros de la línea de la marea. Hacíamos esto durante kilómetros y kilómetros sin apenas darnos cuenta del esfuerzo físico que suponía porque estábamos muy metidos en el ritmo del juego.

      La mayoría de los chicos del campo a través corrían en bañadores anchos de surf. Esto se alejaba notablemente de los pantalones cortos de carrera con su apretado suspensorio interno. Uno de mis compañeros de equipo me dijo que prefería llevar bañadores de surf holgados porque «los chicos aprecian el aire fresco».Tenía sentido, así que adopté esta práctica.

      El campo a través era, en muchos aspectos, una paradoja. A pesar de que nuestra visión de la carrera podía parecer informal, nos tomábamos muy en serio el ganar. Si ganábamos, nuestros métodos poco convencionales y las escapadas a la playa serían vistas como brillantes tácticas de entrenamiento. Si perdíamos seríamos considerados un puñado de freaks.

      Después del entrenamiento, siempre íbamos a nadar. A Benner le encantaba nadar. De hecho, le encantaba flotar. Nadaba hasta pasar las olas que rompían, se ponía de espaldas, cerraba los ojos y se quedaba allí una eternidad. Algunos de nosotros pensábamos que se echaba una siesta mientras flotaba.

      Eran tiempos emocionantes para los corredores. Correr estaba ganando notablemente en popularidad, y Nike había cambiado para siempre el deporte con la introducción del primer sistema de cámara de aire. La suela con relieve había sido el estándar dorado de las zapatillas, pero la tecnología con cámara de aire llevó a un nivel totalmente nuevo de comodidad. Recuerdo mi primer par de Tailwinds, como recuerdo mi primer amor, como las sentía en mi mano, el olor de las suelas de goma.Viendo los capítulos repetidos de la Isla de Guilligan, por la tarde, me pasaba el capítulo entero retorciendo y apretujando las zapatillas para hacerlas ceder.

      En el colegio, la pista de atletismo medía una milla (1,6 km); en el instituto medía 2,5 ó 3 millas (casi 5 km), así que tuve que mejorar mi potencia y mi fondo rápidamente. Mi constitución estaba lejos del ideal de un corredor, compacta y achaparrada en lugar de alta y delgada. Lo que me faltaba de un físico de corredor arquetipo, sin embargo, lo compensaba con una disposición a trabajar más duro que nadie. Siempre era el primero en llegar a la práctica y el último en marcharse, y con frecuencia, no llegaba a casa hasta después de oscurecer, lo cual no me importaba en absoluto, tanto mi padre como mi madre trabajaban y también llegaban tarde a casa.

      A medida que avanzaba la temporada, mi empeño empezaba a dar resultado. Mis tiempos de llegada estaban a la cabeza del grupo, y hasta gané un evento o dos. Mis compañeros de equipo empezaban a llamarme con cariño «Karno», y entre nosotros se desarrolló un fuerte sentimiento de camaradería.

      La culminación de la temporada de campo a través fueron las finales de la liga. Nuestro colegio estaba empatado con el Mission Viejo y el Laguna Beach. Para más presión, Benner anunció que se jubilaría como entrenador de campo a través tras aquella temporada. Nosotros éramos su último equipo y queríamos asegurarnos de que terminara su carrera con un campeonato.

      Benner me pidió que corriera en el equipo sénior para las finales, a pesar de que yo estaba en mi primer año de instituto.Acepté aquella invitación con honor aunque supusiera correr contra corredores mucho mayores y más fuertes. Algunos de mis compañeros de clase, pensaron que lo iba a estropear dejando pasar la posibilidad de ganar las finales de la liga júnior a cambio de tener la suerte de terminar entre los puestos de en medio del grupo de los mayores. Los chicos de campo a través, por otro lado, parecieron respetar mi sacrificio por una causa mayor, el equipo.

      El evento cayó en sábado, una mañana que fue inusualmente fría y neblinosa para esta zona de California. Mi padre, quien una vez había sido corredor experto en el instituto (aunque como velocista, en la especialidad del cuarto de milla), me dejó en el campo de la universidad UC Irvine. Había seguido el progreso de nuestro equipo a lo largo de la temporada, aunque el pobre hombre tenía tres horas de viaje al día y no siempre tenía tiempo para todos los detalles. Lo que mi padre sí sabía es que a mí me encantaban las técnicas creativas de entrenamiento de Benner, y que yo ponía a Benner y al resto del equipo en un pedestal.

      Los miembros de nuestro equipo erámos como una piña. Íbamos a la playa, extendíamos nuestras toallas y nos tumbábamos como una manada de lobos antes de que empezara la carrera.Algunas veces contábamos chistes y nos echábamos unas risas, otras veces, simplemente nos quedábamos mirando al cielo. Esa mañana contamos historias sobre Benner. Mi favorita era aquélla en que Benner llegó tarde a una reunión del personal que dirigía Bilderback, el entrenador de pista. Benner entró silenciosamente por la puerta de atrás y tomó asiento. Su aspecto era desaliñado y tenía el rostro sonrojado. Bilderback paró la reunión y preguntó delante de todo el personal por qué Benner había llegado tarde.

      Benner vivía lejos de la ciudad y explicó que se había ido la electricidad en todo su vecindario.

      «¿Así que te quedaste dormido?» tanteó Bilderback, intentando conseguir una risotada del público.

      «No», replicó Benner, «El portón automático de mi garaje no funcionaba, así que no podía sacar mi coche».

      «¿Entonces cómo has llegado al colegio, Ben?»

      «Hice lo que pude», dijo Benner. «Corrí».

      Bilderback se quedó con la boca abierta.

      Nunca me canso de oír esa historia.

      El sol estaba a punto de aparecer entre la niebla de la mañana cuando Benner nos condujo a la línea de salida. Algunos corredores rezaban plegarias entre dientes o se santiguaban.Yo simplemente me mordía el labio.

      Había


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