Ultramaratón. Dean Karnazes

Ultramaratón - Dean  Karnazes


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de venirme a buscar al colegio todos los días, así que empecé a correr.

      Al principio, mi ruta era la más directa desde la escuela hasta nuestra casa. Con el tiempo, sin embargo, empecé a inventar rutas alternativas que alargaran la carrera y me llevaran a través de territorios inexplorados y nuevos barrios. Correr a casa desde la escuela se hizo más interesante que asistir a clase. Correr me dió una sensación de libertad y exploración que la escuela nunca me dio. La escuela consistía en sentarse e intentar comportarse mientras alguien explicaba cómo era el mundo. Correr consistía en salir y experimentarlo de primera mano. Veía cómo se construían los edificios, era testigo de los pájaros que migraban al sur, veía las hojas caer y los días acortarse con el cambio de las estaciones. Ningún libro de texto se podía comparar con esa lección de vida real.

      Cuando estaba en tercer curso, participaba en carreras organizadas (alguna de las cuales las organizaba yo mismo). Las distancias eran cortas, a menudo sólo la longitud de un campo de fútbol.A veces era difícil encontrar otros chicos con los que correr, y era yo mismo quien hacía campaña para que mis compañeros de clase se apuntaran. Mis parientes del Old Country a menudo me recordaban que los griegos eran grandes corredores. La maratón, al fin y al cabo, fue concebida en Grecia.

      «Constantine», decían usando mi apodo, «Serás un gran corredor griego, igual que tus ancestros». Luego servían otra ronda de ouzo y sellaban mi destino con un «¡Oppa!» colectivo.

      No importa que Pheidippides, el corredor griego que fue desde la llanura de Maratón a Atenas con la noticia de que los atenienses habían vencido a los persas, hubiera caído muerto por el agotamiento después de entregar su mensaje. Esa parte de la historia nunca se mencionaba.

      Al hacerme mayor, me fue apasionando más el hecho de llevar mi cuerpo a los extremos. Superar los límites de resistencia personal parecía ser parte de mi maquinaria; me resultaba difícil hacer cualquier ejercicio con moderación. Cuando cumplí once años, ya había caminado por todo el borde del Gran Cañón, un viaje de una semana con todos mis enseres a la espalda, y había escalado hasta la cima del monte Whitney, la montaña más alta de Estados Unidos continental.

      Mi 12 cumpleaños quise celebrarlo con mis abuelos, pero vivían a más de 64 kilómetros. Como no quería molestar a mis padres para que me llevaran allí, decidí ir montado en mi bicicleta. No tenía ni idea de cómo llegar a casa de mis abuelos. Pero no dejé que eso arruinara mi sentido de la aventura. Intenté convencer a Kraig de que viniera conmigo, pero no hubo manera. Ni siquiera un soborno con algo de dinero funcionó. Así que metí el dinero en mi bolsillo, le dije a mi madre que iba al centro comercial local, y me puse en marcha hacia Pasadena.

      Recibí un montón de miradas confusas y preocupadas cuando pedí indicaciones.

      «Eso tiene que estar a más de 64 kilómetros», me dijo el empleado de una gasolinera.

      «¿Para qué lado voy?» le pregunté. «Puedes tomar esta autopista e ir hasta la 210 Norte, creo», contestó dudosamente.

      Por supuesto, no podía ir en mi bicicleta por la autopista. Necesitaría ir por carreteras secundarias.

      «¿Estás seguro de que no quieres llamar a tus padres?», me preguntó.

      «No hace falta», le dije con aire despreocupado, señalando a la autopista. «¿Así que usted piensa que Pasadena está en esa dirección?»

      Él asintió con la cabeza, aunque no parecía muy convencido.

      «Gracias», sonreí y me puse en marcha hacia la carretera secundaria más cercana en la dirección que él me había indicado.

      Diez horas más tarde llegué a Pasadena. El camino que había seguido iba serpenteando irregularmente a través de la cuenca de Los Angeles, y no puedo decir cuántos kilómetros había recorrido durante el camino. Paré un par de veces en otras gasolineras para pedir indicaciones y también para comprar un refresco y usar el lavabo. Mi dinero se había esfumado completamente, pero eso no importaba. Lo que importaba era que había conseguido llegar a Pasadena. ¿Y ahora qué?

      No sabía el nombre de la calle de mis abuelos, ni su número de teléfono. De hecho, ellos ni siquiera vivían en Pasadena, sino en las proximidades de San Marino. Pero después de vagar un rato por los alrededores, reconocí una referencia que me resultaba familiar:The Galley, una gran nave en la esquina de una intersección que se había convertido en un antro de pescado y patatas fritas. Habíamos comido allí muchas veces, y sabía el camino a casa de mis abuelos desde allí. Había unos ocho kilómetros desde The Galley hasta San Marino.

      Pedaleando por su calle, cubierto del polvo negro de la carretera, tuve una fuerte sensación de realización.Tan bien como si hubiera estado de pie en la cima del monte Everest o en la luna. Fue el mejor de mis cumpleaños.

      Por suerte estaban en casa, quedaron encantados y afectados al mismo tiempo al verme. Llamamos a mis padres, quienes sintieron gran alivio al saber que estaba a salvo. No estaban enfadados, sólo agradecidos de que estuviera bien. Nadie me dijo nunca que lo que yo había hecho era peligroso. Creo que estaban demasiado impresionados para regañarme. Y yo esperaba que estuvieran, de hecho, orgullosos de mí. Mis abuelos pusieron mi bicicleta en el maletero de su coche y me llevaron a casa. La familia entera nos dio la bienvenid, una fiesta de cumpleaños con primos, tías, tíos, y muchos vecinos. Había música y baile, mucha comida y abundante bebida para la gente mayor.

      La conversación de la fiesta volvía siempre a mi aventura. Para un chico de mi edad, hacer lo que yo había hecho era casi impensable, y podía sentir el poder de mi hazaña, la habilidad de inspirar. Todo lo que necesitaba hacer era montar en una bici o empezar a correr distancias extraordinarias, y la familia se reuniría y congregaría a mi alrededor para celebrarlo. Aunque parezca inocente, esa es la lección que me llevé de aquel día.

      Al hacernos mayores, Kraig se convenció de que mi comportamiento era excesivo. Era el hijo mediano y era propenso al cinismo, y, en mi caso, dado que la pieza central de mi fin de semana normalmente giraba en torno a alguna aventura extrema, sus sentimientos estaban probablemente justificados. Pary, por otro lado, parecía apreciar mis peculiaridades y siempre me animaba a seguir mi pasión, sin importar lo rara que pareciera.

      «Si correr te hace feliz, sigue haciéndolo», me dijo una vez. Ella era así, incluso de niña era alentadora.

      Correr me hacía feliz, así que seguí haciéndolo hasta el instituto, donde conocí a mi primer mentor y aprendí más sobre el extraño atractivo de las carreras de larga distancia.

      C orría el rumor de que siendo un joven alistado, Jack McTavish podía hacer más flexiones, abdominales y levantamientos que nadie en su sección, oficiales incluidos. Y podía hacerlas más deprisa. Otros reclutas temían que los emparejaran con él; su fuerza y su enfoque los dejaba en evidencia. Su manera de ver la vida era muy rígida: se levantaba más temprano, entrenaba más duro, y aguantaba más que ningún otro. Si algún día sentía que no podía dar el cien por cien, se forzaba a sí mismo a dar el ciento veinte.

      Ese vigor tan tozudo y la disciplina le sirvieron mucho como militar, pero como entrenador de marcha del instituto, me resultaba intimidatoria su manera de ver la vida. No creo que muchos de los otros estudiantes o miembros del claustro realmente supieran qué hacer con él. Estábamos en la Baja California de los setenta, y él estaba ligeramente fuera de lugar. Los otros profesores llevaban collares de conchas, camisas teñidas con nudos, y el pelo largo y enmarañado. McTavish conservaba su pelo con un estricto corte de soldado. Llevaba la misma ropa todos los días, sin importar la estación o el ambiente: pantalones cortos grises de gimnasia, una camiseta blanca perfectamente ajustada, de manga corta con el cuello en pico y zapatillas negras. Siempre parecía recién afeitado y perfectamente arreglado. Con 1,73 de alto y 70 kilos, tenía una estructura tan sólida como el tronco de un árbol. No había un gramo de grasa en ese hombre, tenía forma como de pera invertida.

      El entrenador McTavish no hablaba mucho, y cuando lo hacía era directo e iba al grano. La charla ociosa no estaba en sus planes.

      Conocí al entrenador por primera vez fuera de los vestuarios masculinos, donde estaba haciendo


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