Ultramaratón. Dean Karnazes

Ultramaratón - Dean  Karnazes


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      Todos los del equipo de marcha éramos chicos de séptimo y octavo curso, pero el entrenador siempre se refería a nosotros como hombres. Había dos clases de personas en el mundo a su modo de ver: aquellos que recibían órdenes, y aquellos que las daban. Nosotros éramos felices de obedecer.

      El concepto que el entrenador tenía de la carrera no venía en ningún libro de texto; simplemente nos enseñaba a correr tan rápido como pudiéramos hasta que cruzáramos la línea de meta. Las palabras de consejo y aliento eran pocas y distanciadas. Su instrucción más frecuente que recibia era: «Sal con más fuerza».

      Una vez, intenté explicar que si yo salía más deprisa, tendría menos tirón al final.

      «Tonterías», replicó. «Sal con más fuerza y termina con más fuerza».

      Esa fue una de las pocas frases completas que el entrenador me dijo nunca. En dos años, cambiaríamos probablemente menos de cincuenta palabras. Y de todos los corredores del equipo, yo fui al que más habló, como si hubiera hecho alguna promesa y pudiera cumplirla por él.

      Él siempre tenía mi atención total. Había algo extrañamente atractivo en su técnica de entrenamiento a vida o muerte, y llegué a respetar, e incluso disfrutar, de la práctica de empujar mi cuerpo hasta el borde del colapso. La teoría era simple: cualquiera que quisiera correr más fuerte, entrenar durante más tiempo, y sufrir lo máximo, ganaría las recompensas de la victoria.

      En el campeonato estatal de larga distancia de California de final de temporada, un evento prestigioso que se hacía en el legendario camino Mount Sac-, el entrenador proclamó su frase: «Sal con más fuerza que esos otros bobos», dijo. Y luego se fue andando.

      Todas las otras escuelas parecían saber lo que estaban haciendo. Sus corredores llevaban chandals conjuntados y bien diseñados que relucían en el sol de la mañana. Estaban haciendo esprines y estiramientos, luego hacían consultas a sus entrenadores como si tuvieran el control total de la situación. Nuestra escuela llevaba lo mismo que el entrenador, pantalones cortos grises de gimnasia y camisetas blancas de cuello de pico.

      Me quedé de pie en la línea de salida, temblando de ansiedad. Pensaba que los otros corredores a mi alrededor sabían cosas que yo no sabía, sobre cómo entrenar mejor e ir más rápido. Estaba aterrado. Pero correr una milla (1,6 km) era mi especialidad. Era la carrera más larga en el instituto, y la más lastimosa físicamente. Incluso sin una estrategia formal de carrera, yo podía soportar más dolor que nadie. De eso estaba seguro. Nadie, estaba seguro, había trabajado tan duro como yo, o iba a aguantar tanto como yo estaba a punto de aguantar.

      La pistola se disparó y yo hice exactamente lo que el entrenador había mandado: salí con tanta fuerza como me fue posible. Corrí como si estuviera en un esprín en lugar de en una carrera de 1,6 kilómetros. La salida tan agresiva me puso inmediatamente en cabeza y mantuve un paso devastador, que fue aumentando mi distancia con respecto al resto del grupo a medida que avanzaba la carrera.

      Corrí cada vez más rápido, y mi liderato aumentó. Cuando rompí la cinta de la meta, en primer lugar, estaba tan centrado que seguí corriendo hasta que me di cuenta de que la gente me hacía señales para que parara.

      Mientras me sostenía en pie, doblado, intentando recuperar el aliento, corredores y entrenadores venían hacia mí para felicitarme. Decían cosas como: «Nunca he visto a nadie salir de ese modo». Claramente se habían quedado desconcertados por mi firme determinación. Era más bien como una obcecación total.

      Finalmente, después de que todo el mundo se hubiera marchado, el entrenador se acercó casualmente.

      «Buen trabajo, hijo», dijo. «¿Qué se siente?»

      Estaba sorprendido. El entrenador nunca antes me había preguntado nada.

      «Bueno», le contesté, «salir con fuerza era la opción correcta. Me sentí muy bien».

      El entrenador removió un poco la tierra con su pie. «Si te sentiste bien», dijo, entornando los ojos como Clint Eastwood, «No empujaste suficientemente fuerte. Se supone que tiene que doler de la leche».

      A mi padre lo destinaron a otro lugar, y mi familia se mudó después de esa carrera. Esas fueron las últimas palabras que el entrenador me dijo, y vivo de ellas hasta el día de hoy: si sale fácil, si no requiere un esfuerzo extraordinario, no estás empujando lo suficientemente fuerte. Se supone que tiene que doler de la leche.

      Capítulo III

      Corre con tu corazón

      AQUEL QUE SUFRE RECUERDA

       Galleta de la fortuna

       Baja California

      Mi familia se mudó del área de Los Ángeles a San Clemente, una pequeña y encantadora ciudad costera en los límites más alejados de la Baja California, también conocida como el hogar de la Casa Blanca del Oeste de Richard Nixon. El padre de mi amigo estaba al frente del Servicio Secreto de Nixon y nos dejaba caminar por el complejo para conseguir los mejores puntos de surf. En ocasiones, el ex presidente pasaba con su cochecito de golf Rolls-Royce. «¿Qué tal está el agua hoy, chicos?» nos preguntaba. «Buena, Señor Presidente», le contestábamos nosotros, y ahí lo dejábamos, con nuestras tablas de surf debajo del brazo. No hacía falta desperdiciar la brisa con Nixon cuando el surf era tan bueno.

      Por más que surfeara, me seguía encantando correr.Así que cuando comenzaron las pruebas para entrar en el equipo de Cross Country estaba deseando ir. Lo que descubrí rápidamente es que en el instituto la carrera estaba dividida en dos modalidades: aquellos que corrían campo a través y los que lo hacían en pista. Había una clara distinción. El tipo de corredor que eras reflejaba claramente tu visión de la vida. Los chicos del campo a través pensaban que los corredores de pista eran estirados y repipis, mientras que los corredores de pista veían a los chicos de campo a través como un puñado de inadaptados atletas.

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      Primer año de instituto

      Era cierto que los chicos del equipo de campo a través eran un grupo variopinto. De complexión sólida, con pelo largo y despeinado y caras raramente afeitadas, parecían más un puñado de leñadores que corredores. Llevaban pantalones cortos anchos, calcetines gruesos de lana, y gorras de un tejido peludo, incluso cuando hacía un calor insoportable. La ropa raramente combinaba.

      Los corredores de pista eran altos y larguiruchos; eran velocistas de piernas largas y delgadas y espaldas estrechas. Llevaban calcetines largos y blancos, camisetas a juego y pantalones tan cortos que marcaban los cachetes de sus nalgas. Siempre parecían acicalados, incluso después de correr.

      Los chicos del campo a través quedaban en las cafeterías por la noche y leían libros de Kafka y Kerouac. Raramente hablaban de correr; simplemente era algo que hacían. Los chicos de pista, por el contrario, estaban obsesionados. La velocidad era lo único de lo que hablaban. «¿Piensas que vamos a hacer trabajo de tempo hoy?» se preguntaban el uno al otro en el vestíbulo. «¿Cronometraste tus fracciones el lunes?». Los miembros del equipo de pista raramente quedaban fuera de casa pasadas las 8:00 de la tarde, ni siquiera los fines de semana. Pasaban una cantidad de tiempo exagerada sacudiendo sus miembros y relajándose. Estiraban antes, durante y después de la práctica, sin mencionar durante la pausa para la comida y la asamblea, y antes y después de usar la cabeza. Los chicos del campo a través, por el contrario, no estiraban nunca nada.

      Los chicos de pista corrían intervalos y llevaban una libreta donde anotaban sus resultados. Llevaban unos relojes chulos que contaban las vueltas y registraban el tiempo de cada vuelta. La milla estaba dividida en cuatro cuartos, cada cuarto se medía y se comparaba con marcas anteriores. Todo estaba medido, diseccionado, y evaluado.

      Los chicos del campo a través no tomaban notas. Simplemente encontraban un camino y corrían en él. Algunas veces las carreras duraban una hora, a veces tres.Todo dependía de cómo se sintieran ese día.


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