Seamos una familia. Roser A. Ochoa

Seamos una familia - Roser A. Ochoa


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y reaccionaba a todo lo que su tío le decía.

      —Y después de fregar los platos me he encontrado un cocodrilo —dijo Eric, sin cambiar el tono de voz, que seguía siendo de lo más natural, aunque de reojo sí se fijó en cómo Lucas lo miraba con incredulidad—. ¿No me crees? —inquirió el joven, a lo que el niño meneó la cabeza de forma enérgica—. Oye, pues podría ser verdad, como no recojas tus juguetes de entre toda la porquería podría salir uno —le reprendió, ahora sí con algo de severidad, lo que hizo que el pequeño frunciera el entrecejo.

      Ambos se sentaron uno al lado del otro en el vagón de metro, mientras Lucas jugaba con el móvil de Eric, este último se quedó con la mirada fija en esas parpadeantes luces que indicaban por dónde se encontraban. Si ese día de hacía cuatro meses no hubiera llovido, su hermana habría cogido esa misma línea. Si esa noche hubiera ido a recoger a Sara como le pidió y no hubiese sido un gilipollas con ella… Eric sacudió la cabeza para no dejarse atrapar por los fantasmas. Era irónico, esa fatídica noche se quedó estudiando hasta tarde en la biblioteca para los exámenes, y ahora, cuatro meses después, había tenido que dejar la universidad para poder hacerse cargo de Lucas. Algo tiró de la manga de Eric, que giró la cabeza en dirección a su sobrino, el cual soltó la manga para alzar entonces el dedo señalando las indicaciones luminosas encima de la puerta.

      —Sí —confirmó Eric—, es la siguiente —dijo, alargando la mano para que el niño le devolviera el móvil—. ¡Joder! Te has fundido media batería —le regañó.

      Eric tomó con paciencia la hora de espera sentado en esa consulta, mientras el doctor estaba con Lucas. Se sentó y levantó diversas veces, metió las manos en los bolsillos y se encontró un paquete de chicles que a saber desde cuando estaba allí, sin embargo, no le importaba mucho pues al menos lo entretendría un rato. Pasados más de sesenta minutos la puerta se abrió y apareció el niño junto al doctor, que le hizo un gesto para que lo acompañara.

      A pesar de todo, ese médico no le dijo nada que no supiera ya. La muerte de Sara había sido un duro golpe para todos, en especial para Lucas. Nadie podía determinar a ciencia cierta lo que tardaría la pequeña mente de Lucas en asimilar la pérdida de su madre. Que tuviera paciencia, que lo apoyara, que estuviese a su lado y que poco a poco todo volvería a la normalidad. Y que, si eso no ocurría, seguirían haciendo pruebas.

      —Lo estás haciendo bien, Eric —apuntó el médico, mientras apretaba con fuerza su mano a modo de despedida—. Bueno, Lucas, nos veremos en unas semanas.

      Eric no tenía tan claro que estuviera haciéndolo tan bien. Todo el mundo tenía palabras amables para con ellos, todos ofrecían su ayuda, y todos lo reconfortaban con esas frases aprendidas en el manual de «cómo ser un verdadero hipócrita». Sin embargo, lo único que él veía era que Lucas cada vez se cerraba más al mundo, y estaba preocupado, claro que lo estaba. Eric aferró con fuerza la mano de su sobrino y los dos, en silencio, emprendieron el camino de regreso a casa, después de una hamburguesa rápida y un helado.

      Los días transcurrían tranquilos en ese perenne silencio que se había instaurado en sus vidas. Solo roto de manera ocasional por el televisor, o por esos monólogos de Eric, que nunca obtenían respuesta.

      —¿Te has cepillado los dientes? —preguntó desde la cocina—. ¡No te hagas el mudo conmigo! —le gritó mientras, secándose las manos con un trapo, caminaba en dirección al baño.

      Cuando llegó no encontró a Lucas, pero sí el cepillo que estaba húmedo, y la pasta de dientes abierta, aparte de derramada por todo el lavabo. Un golpe sonó desde el dormitorio a donde Eric dirigió entonces su atención, cuando se acercó, una pila de libros estaba en el suelo y Lucas lo miraba con cara de «no ha sido culpa mía». Eric soltó un suspiro y empezó a recogerlos con Lucas ayudándolo al lado.

      —Abre la boca —ordenó al niño, se acercó a su rostro y aspiró hasta notar el olor a fresa del dentífrico, lo que dio por bueno y no insistió más con el tema de los dientes.

      Lucas lo miró con insistencia mientras mantenía uno de los libros entre las manos y lo alzaba hasta ponérselo a su tío delante de los ojos, a lo que Eric fingió no verlo, hasta que Lucas gruñó enfadado y empujó con más insistencia el libro, estampándoselo en la cara.

      —¡Vale! —exclamó Eric—, vale, lo pillo… —dijo este, cogiendo el libro—. ¿Otra vez el del astronauta? —se lamentó—. Oye, ¿qué te parece si vamos una tarde a la biblioteca? Podemos coger libros nuevos y… —Lucas negó con la cabeza—. ¡Cabezón! —le reprendió, alzándolo del suelo desde debajo las axilas y tirándolo sobre el colchón, donde el niño rebotó un par de veces—. ¿Has hecho pipí? —El niño asintió.

      Eric arropó al pequeño, aunque después se lo repensó y bajó un poco las sábanas, empezaba a hacer calor y Lucas siempre sudaba mucho, a veces tenía que cambiarle el pijama más de una vez a lo largo de la noche porque estaba empapado. Se sentó al lado, apagó la luz del techo y dejó solo prendida la de la mesilla de noche, abrió el libro dispuesto a volverlo a leer, como casi todas las noches. Lucas quería ser astronauta. Eric de niño había tenido el mismo sueño, puede que el deseo de Lucas estuviese algo influenciado por él. Siete meses atrás, Eric había empezado a estudiar Física en la universidad, aún no tenía muy claro hacia dónde decantaría sus estudios, pero era obvio que la Astrofísica era un campo que le apasionaba desde pequeño. Aunque, en ese momento, su vida se encontraba en un paréntesis, un impase en el que todo lo que él quería y soñaba había quedado relegado y olvidado, lo único que importaba en este momento era Lucas. Por eso había dejado la carrera después de los exámenes del primer semestre y ahora trabajaba a media jornada en el supermercado del barrio.

      Leyó de manera tranquila mientras era el narrador, aflautando la voz cuando era el astronauta quien hablaba o agravándola cuando lo hacía el alienígena. A Lucas le encantaba ese cuento, sobre todo si se lo explicaba haciendo un poco de teatrillo. Cuando terminaron de leerlo, Eric besó la frente del niño, le deseó buenas noches y apagó la luz antes de salir de la habitación. Una vez solo en el comedor se dejó caer en el sofá agotado y encendió el televisor para que Lucas no lo oyera llorar.

      Capítulo 2

      Los fines de semana siempre eran muy ajetreados para Jonah, sobre todo ahora que se acercaba el verano. Los días de mayo en la costa catalana eran temperados y agradables, cosa que se notaba en la afluencia del restaurante. Además, había elegido un enclave privilegiado, lo suficiente cerca de Barcelona como para que no resultara pesado ir hasta allí y, a la vez, un poco lejos como para ser un pueblo tranquilo. Le gustaba Canet de Mar, era un bonito lugar para vivir, a pesar de que su familia disintiera y prefiriera la gran ciudad, moderna y cosmopolita.

      Los días de Jonah acostumbraban a empezar a las seis de la mañana, cuando el despertador sonaba y se levantaba para salir a correr. Después de un buen desayuno era momento de la visita al mercado local para poder comprar productos frescos y de buena calidad. Le encantaba su trabajo. Su madre siempre decía que nació con un cucharón en la mano, ya de pequeño era sumamente exigente con las comidas y nunca se cerró a probar cosas nuevas, de hecho, adoraba los nuevos sabores, las texturas, las mezclas… ¡Le encantaba experimentar!

      Compaginó la carrera de Turismo con un trabajo mal pagado en la cocina de un restaurante fusión, donde aprendió muchas cosas, en especial todo aquello que no se debía hacer. Después llegó un Erasmus que lo llevó de vuelta a sus orígenes. A pesar de que de griego solo le quedaba el apellido y un extraño gusto por las cosas agrias, poder estudiar en el país de sus antecesores fue una grandísima experiencia. Al regresar de ese año en tierras griegas le llegó una gran oportunidad de aprender con uno de los mejores chefs del país. Al final todo ese conocimiento y pasión desmedida cultivado a lo largo de los años, ahora se traducía en uno de los restaurantes más prósperos de la costa del Maresme.

      Jonah ojeó el reloj y alzó la mirada en dirección a la puerta, hizo la cuenta regresiva mentalmente y justo cuando llegó al cero esta se abrió dando paso a Víctor, uno de sus mejores amigos


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