Seamos una familia. Roser A. Ochoa

Seamos una familia - Roser A. Ochoa


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que tenía, una camiseta negra con unos dibujos de estrellas en el pecho.

      —Listo —se dijo a sí mismo, dando por bueno su aspecto frente al espejo—. ¡Lucas! Como tardes cinco segundos más en terminar las galletas, te juro que te las quito y te vas al colegio sin desayunar, ¡no me provoques!

      Todo eso fue gritado en el trayecto de la habitación de Eric hasta el baño, sin ni siquiera acercarse a comprobar la cantidad de galletas ingeridas, no le hacía falta, ya que sabía que Lucas seguía con la primera de la mañana. La ventaja del mutismo de Lucas era que no le replicaba. Eric empezó a cepillarse los dientes al tiempo que hacía una primera visita al salón, comprobando como, en efecto, Lucas estaba embobado con la tele y seguía con las galletas intactas. Eric estiró la mano por encima de la mesa y, a pesar de que Lucas intentó alejar el mando a distancia, la longitud de los brazos de un adulto eran una ventaja, así que, haciéndose con el mando, apagó la tele y miró al niño con los ojos entrecerrados.

      Lucas miró a su tío enfadado, no solo le quitaba los dibujos, sino que encima se estaba cepillando los dientes por toda la casa cuando a él le obligaba a no moverse del baño cuando lo hacía. Lucas alzó los brazos y los cruzó a la altura del pecho mostrando su enfado, pero su tío lo ignoró por completo y señaló las galletas, después se tocó el reloj, indicando que el tiempo corría y que, o se apresuraba, o lo dejaba sin desayunar. Nunca cumplía su amenaza. Cuando Eric salió del salón, Lucas volvió a encender el televisor.

      A las nueve menos diez de la mañana, Eric arrastraba a Lucas calle abajo para no llegar tarde al colegio.

      —Mañana te quedas sin desayuno, te lo juro —le amenazó Eric, a lo que Lucas respondió alzando tan solo una ceja. Su cara decía: «Sí, claro»—. ¡Maldito niño! —se quejó Eric, con ese niño era imposible ganar.

      Llegaron frente a la puerta del colegio por la que ya casi todos habían entrado, pero aún no estaba cerrada, eso era casi un récord para ellos.

      —Recuerda que hoy te quedas a comedor. —Lucas asintió, aunque con mala cara—. Por la tarde vendrá a buscarte Marta. —Lucas volvió a afirmar con la cabeza—. Nos veremos por la noche, ¿vale? —Lucas lo miró con tristeza y Eric soltó un suspiro, agachándose frente a su sobrino y revolviéndole el pelo—. Por la noche, ¿vale? —Lucas volvió a menear la cabeza de manera afirmativa—. Pórtate bien —añadió, viéndolo correr por el patio en dirección a la puerta del edificio principal.

      Lucas siempre había sido un niño muy bueno, muy callado y poco movido. A Eric le chiflaba chincharle por todo, hasta que Sara se enfadaba y le decía que no lo volvería a dejar de canguro, sin embargo, al siguiente turno en el hotel donde trabajaba volvía a necesitarlo y a él le encantaba pasar tiempo con el niño. Ahora ese tiempo eran las veinticuatro horas del día los siete días de la semana. Eric se rascó la cabeza, aún parado frente a la verja del colegio mirando en dirección a la ventana de la clase de Lucas, viendo cómo entraba y se sentaba solo, en el más absoluto silencio, en esa silla de color naranja. Desde que Sara había muerto, Lucas era aún más difícil de tratar, por suerte en el colegio estaban siendo muy comprensivos y lo estaban ayudando bastante.

      Miró el reloj y apresuró el paso en dirección a la boca de metro más cercana. Por fin había llegado el día de su cita con el abogado, no sabía si estar más ansioso que nervioso, o viceversa. El tipo cobraba un dineral, así que tenía que ser bueno, había buscado opiniones por Internet y todas las que encontró eran positivas. Estaba en un bufete de lujo, se lo confirmó el hecho de que le ofrecieran un café mientras esperaba.

      El hombre tras la mesa era un tipo de unos cincuenta años, orondo y calvo, que examinó a conciencia los papeles, mientras Eric tamborileaba nervioso los dedos contra la madera de la mesa. Se sentía como en un concurso de televisión, esperando si había pasado de ronda o lo mandaban a casa sin ni siquiera premio de consolación.

      —Mi consejo, señor Costa… —«Señor Costa, acabo de envejecer cien años», pensó Eric—. ¿Lo ha entendido?

      «Mierda de déficit de atención», se lamentó Eric para sí mismo.

      —No, lo siento… ¿Puede volver a repetirlo? —pidió de manera educada.

      —Lo mejor sería que intentara localizar al padre de Lucas, debemos entender que, si ya en su día no quiso saber nada del niño, no debe de tener el menor interés en hacerse cargo de él ahora que la madre ha fallecido. Sin embargo, debería conseguir que firmara una carta de renuncia de sus derechos y deberes como progenitor. —El hombre dejó los papeles a un lado y lo miró de manera directa a los ojos—. Su hermana Sara le dejó a usted como tutor legal del niño, no debería existir ningún problema, pero siempre sería mejor y se ahorraría una sorpresa en el futuro, si el padre renunciara de forma oficial a sus derechos —volvió a explicarle el abogado.

      —Entendido, encontrar a ese imbécil y hacer que diga que no quiere a Lucas —replicó Eric, rascándose la cabeza.

      —Ese sería el resumen más o menos, sí.

      —¡Genial! Entonces, después, ¿podré adoptarlo? —inquirió Eric ansioso.

      —Tiene un hogar estable, un contrato fijo y un entorno saludable. Veo que ha adjuntado dos informes médicos en los que se recomienda que sea usted quien siga al cuidado del menor, como estos últimos meses… No veo mayor problema en que se formalice la adopción —declaró el hombre orondo, frotándose la barriga con gesto satisfactorio.

      —¡Bien! —exclamó Eric, haciendo un gesto de victoria.

      —¿Está seguro de que es lo que desea? —le interrogó el abogado.

      La pregunta cogió a Eric con la guardia baja, a pesar de que no era la primera vez que alguien se la lanzaba para que la cogiera al vuelo. Tenía diecinueve años recién cumplidos, adoptar a Lucas iba a mandar por el retrete todos sus sueños futuros, no obstante, eso le importaba una mierda. Nunca había tenido nada tan claro en toda su vida. Así que, Eric solo sonrió con amabilidad ante la preocupación de ese hombre que no lo conocía de nada, ni a él, ni a Sara, ni a Lucas. Eric siguió sonriendo, como si estuviera agradecido de ese arranque de preocupación paternalista por su parte.

      —Sin ninguna duda —afirmó de manera escueta pero tajante, alargando la mano después para encajarla con el hombre.

      Cuando por la noche llegó a casa, el bocadillo del mediodía lo tenía en los pies, estaba hambriento y cansado por el trabajo. Eran cerca de las nueve y Lucas, casi con toda seguridad, estaba esperándolo en la cama para leer un libro. Agradeció a Marta, la vecina de enfrente, que hubiera cuidado del pequeño durante toda la tarde.

      —A ver, enano, ¿los dientes? —preguntó desde el pasillo, caminando hacia la habitación de Lucas.

      Cuando entró, no había rastro del niño en ninguna parte, Eric miró alrededor un par de veces, se agachó para buscarlo bajo la cama, pero tampoco lo encontró ahí.

      —¡Tú! Zarigüeya, ¿dónde te has metido? —inquirió, saliendo de la habitación de astronauta para meterse en la suya propia—. Eeeeehhhhh, me habéis recogido las camisetas del suelo. ¡Mola! —exclamó Eric feliz. Dio un vistazo rápido, el bulto bajo sus sábanas se movió, sin embargo, Eric fingió no verlo—. Qué pena, mofetilla, había comprado un McFlurry —soltó, chasqueando la lengua.

      Justo terminó de dejar caer esas palabras, cuando las sábanas saltaron y de debajo de ellas apareció Lucas, con expresión feliz alzando las manos en su dirección, exigiendo el helado.

      —¡Lucas! —gritó Eric, fingiendo sorpresa y cogiéndolo en brazos. Sin embargo, situando ambas manos sobre su pecho, el niño empezó a empujar con fuerza para que lo soltara—. ¡Aaaahhh! El helado, ¿no? Como te he dicho, he comprado uno… Pero… Cachis, me lo he comido por el camino —comentó Eric riendo como un loco, cuanto más reía él, más enfadado se ponía Lucas—. ¡Qué quieres! Se estaba derritiendo, era una pena.

      ¿Cómo no iba a estar seguro de querer adoptar a Lucas? Eric abrazó al niño con


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