Los secretos de la mansión Samwel. Charo Vela
seguía sentada en el frío y duro peldaño de la escalera, asimilando la trágica noticia. Aún no se encontraba con fuerzas para ir a velar a Jacob, ni a hablar con la señora. Necesita relajarse y asimilar la tragedia. Con las manos tapándose la cara, entrecerró los ojos llorosos y su mente voló a cuando ella era una jovencita, cuando tenía quince años y recordó su llegada a la mansión y sus comienzos en ella. ¡Cuántos momentos vividos junto a esta familia!
Capítulo 2
Recordando el pasado (1872)
Siendo Marian muy joven, cuando solo tenía quince años, le pidió a su madre que le buscase un trabajo para poder ayudarla con los gastos. Eran de familia humilde y no tenían mucho que llevarse a la boca. Así cuando Marian ya era una mujercita, decidió que debía colaborar.
—Marian, he escuchado en el mercado que en la mansión Samwel la señora necesita sirvientas. Hija ¿Sigues pensando en querer trabajar? Mira que tendrás que irte a vivir allí o donde encuentres trabajo. Aquí en este pueblo no hay nada, ya lo sabes —le advirtió su madre.
—Madre, ya no soy una niña. Soy fuerte y puedo trabajar en el campo. Limpiando, ayudando en la cocina o en lo que me manden. Usted está enferma y no puede sola con todos los pagos. Por favor, madre ¿podemos ir mañana? Acompañarme a esa mansión. A ver si tengo suerte y me dan el trabajo.
—¿Estás segura? Te voy a echar mucho de menos. Tú eres mi única hija, mi niña querida. Es verdad que nos hace mucha falta el dinero, ahora viene el invierno y no tenemos ni para carbón. Pero no quiero obligarte a irte lejos. Solo nos tenemos la una a la otra.
—Lo sé madre. Usted siempre me lo ha dado todo, ahora me toca a mí ayudarla. Yo también la voy añorar bastante y me costará vivir con gente desconocida, pero es por nuestro bien —decía mientras abrazaba a su madre con fuerza—. No pensemos en cosas tristes, seguro que podremos vernos a menudo. Yo seré feliz sabiendo que va a tener carbón y un plato caliente cada día. No quiero que le falte lo preciso y tenga para comprar sus medicamentos.
—Bueno, hija, si es tu decisión yo debo respetarla —suspiró resignada la madre.
—Usted tranquila, yo estaré bien. ¿Dónde se halla esa mansión, en el pueblo vecino? Nunca he escuchado hablar de ella.
—No hija, está a varias horas de camino, a unas veinte millas en el condado de Devon, en la comarca de los viñedos.
—Gracias madre por dejarme ir. Me voy tranquila, sé que las vecinas la cuidaran como hasta ahora. Voy a preparar la ropa y mis bártulos para el viaje. Iré a despedirme de Shara, que no sabe nada de mi partida. Verá que sorpresa se va a llevar. Todo ha sido muy rápido.
—De acuerdo, mi niña. Hablaré con el señor Alexis a ver si puede llevarnos mañana en su carromato. Esperemos que tengas suerte y la caminata no sea en vano.
Shara era amiga de Marian, desde que eran pequeñas. Jugaban, reían y aprendieron a bordar juntas. Shara era un año menor. Esta ayudaba a sus padres, en una pequeña panadería que tenían. Siempre que visitaba a Marian les traía una hogaza de pan recién hecho. Shara estaba enamorada del chico que les traía la harina para hacer el pan. Juntas imaginaban como él algún día la enamoraría, pediría su mano y se casarían en la iglesia del pueblo.
—Marian, cuando Neil me pida en matrimonio —le decía entusiasmada imaginando el día de su boda —recuerda que tienes que venir, tú serás mi dama de honor.
—Ja, ja, ja, anda baja de las nubes jovencita. Si ni siquiera te ha hablado ni una sola vez.
—Es cierto, pero me mira Marian y ¡vaya con las miraditas qué me echa!
—Bueno, por lo menos harina no te va a faltar —y reían las dos a carcajadas.
Le daba mucha pena tener que despedirse de su única amiga, habían compartido tan buenos momentos. Pero tenía que coger las riendas de su casa. Ahora le tocaba a ella luchar por su madre. Tras un rato de charla, Shara, con lágrimas en los ojos, le deseaba lo mejor a su amiga.
—Y no olvides que cuando me vaya a casar tienes que venir. Mi dama de honor no puede faltar a mi boda.
—Claro que sí, aunque primero tendrás que conseguir el novio —reía Marian.
—Cuídate mucho Marian y si conoces a tu amado, yo quiero saberlo todo ¿eh?
—Por supuesto. Si algún día me enamoro, te lo contaré la primera. Te deseo lo mejor, sabes que te quiero. Shara, por favor, visita a mi madre a menudo que se queda muy sola —dijo con tristeza. No deseaba irse, pero sabía que no tenía otra salida.
—Cuenta con ello y le llevaré una hogaza de pan recién hecho cada día. Alguna vez que tu madre vaya a visitarte, iré con ella a verte y pasaremos el día contigo.
—¡Ay prométemelo amiga, que alegría me vais a dar! Voy a contar los días para que lleguéis.
—Prometido queda. Tienes mi palabra. Mucha suerte Marian. Cuídate mucho y sé fuerte.
Tras abrazarse y lloriquear un rato, por lo sola que se quedaban y lo que se iban a extrañar, se despidieron. Atrás quedaban todos los momentos vividos de las dos amigas. Esa noche Marian, aunque con ilusión de empezar una nueva etapa de su vida, lloró en su cama, en el fondo tenía miedo a lo desconocido. ¿Hasta cuándo no volvería a dormir en su cama y bajo ese techo? ¿Qué le depararía el destino a partir de ahora? —se preguntaba inquieta y con temor.
Y así fue como al día siguiente bien temprano, madre e hija, viajaban hacía la mansión. Su madre la miraba con ternura, sabedora que su niña ya era toda una mujercita.
El viaje fue incómodo para Marian, ella nunca había viajado tantas horas. Sumado a que el carromato era viejo y el camino empedrado y con baches, hicieron que con el traqueteo Marian se marease varias veces. Rozando el mediodía llegaron al condado. Desde una colina divisaron unas llanuras que parecían tapizadas de un manto verde. Nunca Marian había visto paisaje tan bonito. Ni poblado con tanta diversidad de árboles. Totalmente asombrada, miraba perpleja al fondo de la ladera, donde se divisaba la mansión Samwel. Una de las más grandes e importantes del condado. Estaba ubicada en la campiña inglesa. Era muy luminosa y de estilo colonial. Suntuosa, aunque a la vez refinada, se alzaba majestuosa en la pradera. Una casa solariega con sus tejados oscuros y sus paredes de piedra caliza. Constaba de tres plantas con amplios ventanales y más de veinte habitaciones, rodeada de frondosos jardines y arboledas.
La propiedad tenía muchas hectáreas de cosechas de viñedos. Árboles frutales y acres infinitos de siembra. Los viñedos Samwel tenían gran prestigio en toda la región. Sus vinos de crianza habían sido galardonados durante varias temporadas. Sus bodegas eran las mejores del condado. En la temporada fértil del campo, el colorido de las cosechas alegraba la vista y la dulce brisa traía el olor de las vides que endulzaban los sentidos.
En la parte izquierda de la mansión, estaban las bodegas. En la parte derecha a unos metros de la casona, había una gran caballeriza con caballos de varias razas, tanto frisón, bretón y pura sangre. Además de tres carruajes, dos de ellos cubiertos. Junto a las cuadras, había una granja con gallinas, patos, ovejas y corderos. También había un granero y un cobertizo grande para guardar los arreos del campo y la labranza, además del carbón. Junto al cobertizo se hallaba una casa labriega, donde estaban los aposentos del servicio masculino de la mansión. Las mujeres, en cambio, tenían las alcobas en la planta baja de la casona, al fondo de la cocina. Las normas de Samwel eran muy estrictas en este sentido. No se permitía dormir en la misma zona a los hombres y mujeres de la servidumbre. Era pecaminoso y así se evitaban males mayores. Los señores también poseían, cerca de la pradera, en la ladera del lago una cabaña de madera, donde a veces acudían a leer, escribir o estar tranquilos y aislados, disfrutando solo de la naturaleza y el relax. Dicha cabaña estaba compuesta de dos dormitorios, salón, aseo y una cocina pequeña con un fogón y alacena. Todo en madera de roble, era fresquita y tranquila.
Cuando Marian y su madre llegaron las