Los secretos de la mansión Samwel. Charo Vela
Las dos estaban de pie junto a la señora, tras presentarse, la madre le pidió trabajo para su hija:
—Señora, nos han dicho que necesita una asistenta. Como verá mi hija es joven, sana y educada. Le ruego la ponga a prueba en las labores que usted estime conveniente. Le aseguro que no la defraudará. Necesita el trabajo.
—¿Joven cómo te llamas? —le preguntó la señora mirándola fijamente. Marian era guapa, morena de larga melena, más bien delgada y de estatura media.
—Señora me llamo Marian —le contestó sin atreverse a levantar la vista y mirarla a los ojos.
—Marian ¿te gustan los niños? —observó que parecía respetuosa.
—Sí que me gustan señora, siempre he jugado y cuidado a mis vecinos.
—¿Crees que podrás cuidar y educar a mi hijo Robert? Tiene cinco años.
—Estoy dispuesta a intentarlo. No dude que empeño y mimo no me va a faltar y si usted ve que hago algo mal, le pido señora me reprenda y guie para hacerlo como a usted le guste. Quiero que esté contenta con mi trabajo —dijo levantando la cara y le suplicó con la mirada a la señora—. Por favor, necesito ayudar a mi madre, ella está delicada de salud y vive sola. Quiero que no le falte para comer y para sus medicinas.
—Me gusta tu entusiasmo y tus ganas de trabajar. Se te ve educada y respetuosa. Estás muy pendiente de tu madre y eso dice mucho de ti. De acuerdo, en principio cuidarás de mi hijo. Te probaré unos días, espero que no me decepciones. La asistenta te acompañará a la que será tu habitación. Te enseñará la casona y te explicará todo lo que debes saber. Mañana a primera hora empezarás tu trabajo. Señora puede irse tranquila —dijo dirigiéndose a la madre de Marian—, su hija aquí tendrá un techo y comida caliente y no dude que la trataremos bien. Espero se mejore de su malestar y podrá visitarla siempre que lo desee.
—Gracias señora, que Dios le de salud a usted y a su familia. Buenas tardes.
Marian con pena se despidió de su madre, dándole ánimos y haciéndola prometer que se cuidaría. Le pidió que estuviese tranquila que ella iba a estar bien. Y se marchó antes que le cogiese la noche en el camino de vuelta. Empezaba para Marian una nueva vida...
Siguió a la doncella. Una pequeña y vieja maleta era todo su equipaje. La asistenta le entregó dos grandes delantales blancos y una cofia blanca para apartar su pelo de la cara. Le informó que su uniforme llegaría en unos días, debían pedirlo al pueblo. Cuando cerró la puerta de su habitación respiró tranquila. ¡Había conseguido trabajo! Allí no le iba a faltar comida caliente, ni calor en los meses de frío. La habitación era pequeña, pero acogedora. Había una cama pequeña, una mesita, un diminuto armario, una silla y un lavabo. Era mucho mejor que la suya. En un rincón había un pequeño cubo de lata con carbón para los meses de frío. Tenía una ventana, miró por ella y pudo divisar toda la llanura de viñedos. Las vistas eran preciosas y la casona era inmensa. Nunca había visto nada así. Tan grande y señorial. Pensó en la señora, se le veía seria y disciplinada, pero le pareció buena persona. ¡Ojalá, su instinto no se equivocase!
Según le contó la asistenta, en la mansión vivían la señora Margaret con su esposo, el señor Thomas, Robert, el hijo del matrimonio y el señorito Jacob, que era el hermano menor de la señora. Sus padres murieron quince años antes en un desprendimiento de tierras de un acantilado. Una noche de fuerte temporal, cuando volvían de viaje del condado vecino. El caballo resbaló debido al barro, cayendo el carruaje por el precipicio, dejando huérfanos a Margaret y Jacob cuando eran muy jóvenes. Margaret se hizo cargo de la mansión y de su hermano Jacob siendo como una madre para él. Años después, la señora se desposó con el hombre que llevaba tiempo pretendiéndola, el señor Thomas. De la boda hacía ya ocho años y de dicha unión había nacido Robert.
Cuando Marian llegó al condado, la señora estaba de nuevo embarazada de pocos meses y su hijo, el señorito Robert, tenía cinco años. Marian se dedicó a cuidar de él. Le daba de comer, lo aseaba y jugaba con él como si fuesen amigos. Era un niño muy listo y cariñoso. Era guapo, moreno y siempre estaba ideando travesuras. No quería separarse ni un instante de ella. Desde temprano se hacía cargo de él hasta después de la cena que lo dejaba acostado en una habitación que se comunicaba con la de los señores en la primera planta y Marian se retiraba a su alcoba. Si los señores salían de viaje, cenas de negocios o Robert enfermaba, entonces Marian dormía con él en una habitación de la segunda planta.
Unos meses después, nació Angie. A partir de ese día, Marian tenía que atender a los dos hermanos. Robert a pesar de ser pequeño, mimaba a su hermana como si fuese un hombrecito y Angie era una muñequita, rubia de pelo anillado, caprichosa y zalamera, que conseguía con su dulce carita todo lo que se le antojaba. Marian era su nodriza, su tata, su nana. Se pasaba todo el día en la planta superior cuidando de los pequeños. Les daba de comer, los aseaba y pasaba horas jugando con ellos, hasta que al anochecer tras la cena los acostaba.
Los días soleados lo pasaban en el jardín y las tardes o los días fríos en la biblioteca; donde ella se inventaba infinidad de cuentos y se los contaba a su manera, pues Marian no sabía leer. A ella le encantaba su trabajo, adoraba a los niños y los niños a ella. Los cuidaba, los educaba y jugaba con ellos hora tras hora. Marian era feliz con lo que hacía y además le pagaban por ello, se sentía una mujer muy afortunada.
La madre de Marian la visitaba cada dos meses y pasaban todo el día juntas. Un vecino la traía en su carro a cambio de un par de monedas. Marian le pedía a la señora unas horas libres para estar con su madre. Paseaban abrazadas por la pradera, comían guisos y rosquillas que Betty les preparaba y sentadas sobre el césped charlaban de sus cosas.
—Madre, que alegría me da cuando me visita, tengo tantas cosas que contarle.
—Yo sí que soy feliz de estar aquí a tu lado, cuento los días para volver a verte.
—Y dígame, ¿cómo está usted? La veo más sonrosada y lozana.
—Yo estoy bien hija, con los dolores de siempre, tú ya sabes los achaques de la edad. Al menos como caliente y duermo bien, no me falta el carbón gracias a ti. Las vecinas te mandan saludos están pendiente de mí. Te traigo muchos recuerdos de Shara. Esa muchacha es un primor, me lleva pan recién hecho algunos días. Me ha dicho que te diga que la harina sigue en el saco, que no se derrama ni una pizca. Tú sabrás hija que quiere decir esa locuela.
—Ja, ja, ja. Dígale madre que me acuerdo mucho de ella y que, a lo mejor hay que pinchar un poco el saco para que salga la harina.
—No sé hija lo que tenéis entre manos con tanta harina, pero se lo diré de tu parte. Anda cuéntame hija ¿Cómo es tu día a día en este caserío?
—¡Uff madre! Un sin parar todo el día con los dos pequeñajos, son un encanto, aunque hay momentos que me vuelven loca. Me alegran tanto los días, no me hallo ya sin ellos —le contaba ilusionada—. Madre la mansión es enorme, le cuento en la planta baja hay dos salones grandes y dos salas medianas, todas con fogón para el frío, un despacho, un aseo para los señores y otro en la zona del servicio, cinco alcobas del servicio femenino, la cocina y el vestíbulo. Luego en la primera planta hay cinco dormitorios todos con bañera y lumbre, dos salas más, dos aseos, una inmensa biblioteca, la sala de juegos de los niños y dos despachos. Y la segunda planta igual. Al principio me perdía madre, esta mansión hace por cien casas de la nuestra. —ambas terminaban riendo a carcajadas, pensando en la comparación.
—Qué alegría me da escucharte, se te nota contenta y eso me hace feliz. ¡Qué guapa te veo mi niña y estás más rellenita!
—Lo estoy madre, se lo aseguro. Si viera como me mima Betty la cocinera, parece mi otra madre. Me mima y como usted sabe hace unos guisos deliciosos —bromeaba feliz Marian
—Hija mía, me voy tranquila de que estas bien atendida.
—La verdad madre que aquí vivo bien. Y estoy feliz de verla a usted mejor.
Marian le entregaba a su madre el pequeño sueldo que ganaba para ayudarle en sus gastos y para el alquiler