Los secretos de la mansión Samwel. Charo Vela

Los secretos de la mansión Samwel - Charo Vela


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pasear, bañarse en el lago. Pero las bromas y juegos que él les hacía las añoraban bastante. Robert estaba grandote y era muy listo en los estudios. Le gustaba mucho pescar y montar a caballo. Angie había crecido también bastante, estaba preciosa. Y la perrita Mía seguía tan juguetona y comilona como siempre. Había crecido y era casi tan grande como Angie, que la trataba como si fuese su juguete preferido.

      Por las noches, Marian seguía escribiendo cuentos como el señorito le recomendó. Aunque también aprovechaba para coserse ropa, con los retales de tela que había comprado meses atrás por unas monedas en el pueblo. Cuando ella llegó a la casona, apenas traía dos mudas y una enagua y ya estaban gastadas de tantos lavados. Ahora se había hecho unas enaguas nuevas y dos vestidos entallados y falda larga tableada, así vestida se veía más mujer y ella se gustaba. Su mente volaba y pensaba que pensaría cuando la viese el señorito. Así añorándolo fueron pasando los días y meses del caluroso verano en la campiña. Lo añoraba mucho y desde el beso que le dio el día que se fue, algo dentro de ella se había despertado.

      Capítulo 4

       Empieza la investigación (1898)

      Marian seguía recordando el pasado. Su llegada a la mansión y cuándo conoció al señorito.

      Apostada a los pies de la fría escalera, Marian no podía apartar la mente de lo que había sucedido aquella noche. ¡Lo habían asesinado! De pronto un murmullo de voces, la apartaron un instante de sus pensamientos.

      —Marian ha llegado la policía. Dicen que nos van a interrogar a todos. Han ido a hablar con la señora. Está en el salón pequeño, en el grande están preparando el ataúd del señorito para su velatorio —le contaba Grace con tristeza en su rostro —La señora ha preguntado por ti. Deberías ir con ella, seguro que te necesita en estos duros momentos.

      —Sí Grace, ya voy. Esta noticia me ha trastornado bastante. ¡Qué pena del señorito! —dijo levantándose desolada y caminando a paso lento y apesadumbrada hacia el salón.

      Desde la puerta, Marian pudo observar a la señora afligida en el sillón y dos policías preguntándole y tomando notas. El policía mayor era el qué preguntaba y llevaba la investigación, el policía más joven lo acompañaba. Con sigilo Marian se aproximó a la señora y sin necesidad de cruzar ninguna palabra, ambas se abrazaron y lloraron desconsoladamente durante un rato. La señora la instó a sentarse junto a ella.

      —Marian, ellos son los agentes que están investigando el crimen —le informó Margaret, mientras se secaba las lágrimas—. Agentes, ella es Marian, mi ama de llaves y persona de confianza. Lleva con nosotros muchísimos años. Señores, pueden seguir preguntándome.

      Marian los miró, eran dos policías con su impoluto uniforme negro de chaqueta estrecha con muchos botones y su sombrero redondo. Imponían respeto, uno era mayor de unos cincuenta años y otro más joven de unos treinta. Los dos se hallaban de pie interrogando a la señora.

      —Buenos días Marian. Cuando terminemos de preguntar a la señora, le haremos a usted también unas preguntas. Debemos encajar todas las piezas. Cualquier pista por simple que parezca, nos puede ayudar a encontrar al asesino.

      —Señor agente, estoy a su disposición. Pregúnteme lo que necesite —dijo Marian sentándose junto a la señora Margaret y cogiéndole la mano en señal de apoyo.

      —Señora Margaret, díganos como era su hermano. Nos han dicho que de joven le gustaba mucho el juego y la vida nocturna. ¿Seguía con esa vida? ¿Podría estar metido en algo ilegal?

      —Mi hermano de joven se divertía como cualquier chico de su edad. Tras la guerra, maduró mucho. Siempre ha sido un hombre bueno y responsable. Yo no creo que estuviese metido en nada fuera de la ley.

      Margaret recordó de pronto en su mente un episodio, que pasó siendo su hermano muy joven. Tenía que reconocer que había sido mujeriego, además de gustarle el juego. Una noche hace muchos años, llegó a la casona algo bebido. Su hermana lo sorprendió, venía acompañado por una joven de vida alegre que él traía a su alcoba. Margaret despidió a la chica al instante y le regañó bastante a su hermano. Le dijo que jamás faltase el respeto a la familia, ni al techo que lo albergaba.

      —Hermana, no seas así. Déjala que pase la noche conmigo. Ya soy un hombre, tengo mis necesidades. Esta casa es también mía —le respondía Jacob enfadado y algo ebrio.

      —Jacob, no olvides que Samwel tiene un prestigio que hay que preservar. Con sus responsabilidades y sacrificios. Sus leyes son rigurosas, pero hay que respetarlas. Eso nos los inculcaron nuestros padres y hay que cumplirlas. Puedes tener las mujeres que quieras, pero siempre fuera de estas paredes. La mujer que traigas aquí, deberá ser tu prometida o tu esposa, recuérdalo siempre —le recriminó seriamente su hermana.

      Desde entonces, muchas veces salió al pueblo, volvía tarde algo bebido y oliendo a perfume de mujer, pero sin ningún compromiso serio que se supiese. Y no volvió a llevar a ninguna mujer a la mansión. El día que la llevase sería una dama distinguida y respetable con la que se casaría, como le había exigido su hermana. Hacía un par de años que había terminado la guerra. El señorito Jacob se alistó al ejército, volvió siendo sargento de la milicia. Lo habían herido en el frente, no de gravedad, pero si necesitaba cuidados médicos. La metralla le había atravesado la pierna derecha y cojeaba bastante. Tuvo que dejar el ejército para rehabilitarse de sus heridas. Pasaba largos ratos sentado en la biblioteca, con la pierna en alto y se untaba un ungüento para aliviar la inflamación. Ahora apenas salía, ya no se escuchaba nada sobre sus juergas, ni nada de sus conquistas, ni amoríos. Margaret recordó lo que un día le dijo:

      —Hola, hermano, ¿cómo estas hoy? —le preguntó cuándo él reposaba en la biblioteca.

      —Ya ves hermana, aquí descansando la pierna, para no variar.

      —Deberías salir al pueblo un rato. Eres joven y me apena verte aquí tan solitario.

      —No me apetece Margaret, el dolor al andar se acrecienta y me acobarda. Yo aquí me entretengo leyendo y escribiendo, no te preocupes lo sobrellevo bien.

      —La guerra te ha cambiado mucho hermano. Has madurado bastante, pero aquí encerrado no vas a encontrar una esposa —le bromeaba Margaret y él le sonreía.

      Ella lo adoraba, deseaba que él sentase la cabeza con una honorable dama. No era bueno que un hombre estuviese solo. Él era un buen hombre y lo veía ahora tan dolorido y solitario, que se entristecía mucho de él.

      Margaret con los ojos entrecerrados suspiró al recordar en su mente el pasado y abriendo los ojos dirigió la vista hacia el policía, que esperaba su respuesta.

      —Señor agente, mi hermano siempre ha sido un señor. Digno merecedor de su ilustre apellido —exclamó con fuerza y orgullosa de su hermano.

      —Nos han dicho que usted encontró a su hermano con vida. Alguna pista que nos pueda ayudar. ¿Le dijo algo sobre quién le disparó? —le interpeló el agente mayor.

      —El me intentaba hablar, pero dado su grave estado no le entendía nada —Margaret rompió a llorar sin consuelo—. Solo escuché que nombraba a gente de aquí. A Marian, a Evelyn, a Betty, a Taylor. Él notaba que se moría y con mucho esfuerzo trataba de contarme cosas. Pero se ahogaba y apenas le salía la voz. Además, se desmayó varias veces causado por el dolor y la hemorragia —Margaret no podía controlar el llanto al recordar ese duro momento—. He pensado mucho sobre lo que decía, pero no saco nada en claro de lo que me contó. Con todo el dolor de mi corazón, no puedo ayudaros en eso.

      —Le había comentado si tenía algún enemigo. O, ¿alguien que le hubiese amenazado?

      —Que yo sepa no tenía enemigos que lo pudiesen asesinar. Él se dedicaba a prósperos negocios que tenía en la ciudad. ¡Dios mío, esto es increíble! —gritaba sin poderlo creer—. Desde que mi marido murió, él venía aquí algunas temporadas. Revisaba las bodegas, me acompañaba y disfrutaba del relax del campo. Nunca me insinuó que pudiese temer por su vida.


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