Los secretos de la mansión Samwel. Charo Vela

Los secretos de la mansión Samwel - Charo Vela


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cosa. Solía ir al pueblo cuando la señora le daba la tarde libre.

      El pueblo más cercano estaba a unas dos horas a caballo, era bonito de casas de fachadas de piedras y tejados empinados rodeados de parques frondosos y una linda plaza donde había una fuente de agua fresca. George, el jardinero, las llevaba en un pequeño carro. Iba con las demás asistentas, paseaban y se compraban algún dulce recién hecho. También se había comprado dos retales de tela floreada para hacerse un par de vestidos. Con la idea que ella tenía de costura y con la ayuda de Betty se los estaba cosiendo por las noches, para cuando fuese a la fiesta.

      Su madre después de pasar la mañana con ella. Tras el almuerzo volvía al pueblo, antes de que anocheciese. Siempre volvía cargada de comida que le hacía Betty y fruta que la señora le regalaba, para que comiese por el camino de vuelta hacia su casa.

      En estos meses Marian había conocido al señorito Jacob. Había estado en la milicia y volvió herido en la pierna en una batalla en el norte. Apenas podía andar por el dolor. Era un hombre joven tendría veintiséis años. Él pasaba horas en la biblioteca. Marian y los niños iban un rato a ver los cuentos. Jacob se reía cuando la escuchaba inventarse los cuentos con los que entretenía a sus sobrinos. Al principio, ella se avergonzaba bastante cuando él le daba conversación, pero poco a poco fue charlando con él. Marian no veía maldad en él y aunque fuese el señorito, era divertido. Él la observaba y pensaba que era una chica inteligente, educada y muy cariñosa con sus sobrinos. A ella le daba pena verlo tan aislado y solo. Se le notaba aquejado de sus dolencias. La guerra había sido muy dura y debió pasarlo muy mal. La recuperación de su pierna era lenta y muy dolorosa. El señorito era simpático y atento con ella. Y aunque Jacob era diez años mayor que ella, le gustaba mucho conversar con él. Él la trataba con respeto y educación, aunque fuese su patrón.

      —Marian me encanta los cuentos que te inventas —le decía Jacob mirándola, sentado en el césped y jugando con los niños—. Eres original en tus ideas y muy ingeniosa. Deberías de escribirlos para poder releerlos cuando queráis.

      —¡Ay señorito Jacob, cuanto me gustaría! —le confesaba Marian mientras preparaba la merienda para los pequeños—. Pero por desgracia no sé leer, ni escribir.

      —Es una pena. Si quieres yo podría enseñarte, tú aprenderás lo que te gusta y yo así me entretengo y se me hacen los días más cortos. Me sobran horas en el día.

      —¿De verdad no le importaría enseñarme? —Marian sonrió, volviéndose hacia él con los ojos brillantes de alegría—. No quiero ser una molestia para usted.

      —Nada de eso, para mí no es una molestia, al contrario —Jacob le ayudaba a preparar los sándwiches—. Esta tarde, mientras los niños juegan por aquí, empezamos la primera clase si lo deseas.

      —Claro que sí, gracias señorito. No sé cómo podré agradecérselo.

      —Tengo una idea —Jacob le puso una mano en el hombro y Marian se estremeció—. ¿Qué te parece si me escribes un cuento? Donde salgan caballos y un soldado herido como yo.

      Marian se mordió el labio, estaba confusa. ¿Sería lo correcto? Los niños dejaron de jugar y pedían su merienda. Marian le contestó un poco avergonzada.

      —De acuerdo señorito. El primer cuento que escriba será el suyo —le prometió ilusionada.

      Capítulo 3

       La marcha inevitable (1875)

      Conforme iban pasando los meses, Marian aprendió a leer y escribir gracias a Jacob. Así creció entre ellos una entrañable amistad, compartían libros que después comentaban y se reían de todo lo que leían. Él, a veces, le pedía criterio sobre sus artículos y ella le daba su sincera opinión, que él valoraba y tenía muy en cuenta. Marian, pese a no haber tenido estudios, era muy observadora y a Jacob le gustaba mucho la visión que tenía ella de los problemas actuales tras la posguerra y sus soluciones. Él le hablaba de los impedimentos que tenían los trabajadores rurales para hacer sus pequeñas empresas. Y qué, aunque él fuese de la alta burguesía, quería ayudarlos a conseguirlo. Marian lo escuchaba y era muy objetiva en sus opiniones, en su forma de ver la situación política actual y muy certera en sus comentarios. “Usted desde su posición, puede hacer fuerza para que puedan conseguir sus empresas. Que darán trabajo a más personas. Señorito a través de sus artículos, puede concienciar a los demás burgueses que es bien para todos”, le transmitía Marian. Su visión le agradaba y entretenía a Jacob y por eso compartía con ella muchas horas en el día, conversando de muchos y variados temas. Él sentía que Marian era una chica avanzada a su tiempo y clase social. Era especial.

      A veces, en algunas situaciones se sentía violenta. No se podía olvidar que él era el señorito y ella una simple nodriza. Él insistía en ayudarla con las clases a los pequeños y ella por educación no se atrevía a negarse, pero esa actitud a veces la crispaba. Él era también dueño de la casa y ella su empleada. No sabía qué hacer. Al final aceptaba su ayuda, aunque no estuviese muy convencida para no contrariarlo. No podía negar la complicidad que tenían ambos en la educación de los niños. Ella pensaba que él se estaba saltando las normas, por cariño a sus sobrinos y por el aburrimiento debido a su enfermedad. Si la señora lo viese reírse con ella y ayudarla con los niños, no le iba a gustar. La señora era muy estricta con las normas. Marian, temía que la despidiesen si lo descubría. Ese trabajo era de ella, no de él. Además, él era su patrón y la trataba como una amiga. Luego, se apenaba del señorito y al final lo dejaba que le echase una mano. Los niños estaban aprendiendo a leer y escribir encantados con la ayuda de los dos. Y los días eran más amenos y divertidos para todos. Marian daba gracias al cielo cada noche por el trabajo tan satisfactorio que tenía.

      Días más tarde, Marian, sorprendió al señorito y le entregó un regalo. Él sonrió al verlo.

      —Como verá señorito he cumplido mi promesa. Aquí tiene, espero que le guste —le dijo mientras le tendía un cuento.

      —El soldado que domaba a los caballos —leyó en voz alta—. Me gusta el título. Gracias Marian, estoy deseando leerlo —dijo con voz de agradecimiento.

      Jacob por la tarde estuvo entretenido leyendo su cuento, el que Marian le había escrito personalmente a él. Trataba de un joven soldado que se llamaba como él, al que apresaron los enemigos y tras varios intentos de fuga sin éxito, una noche logró escapar. Robó dos caballos y se fue a través del bosque con ellos. Intentó montarlos, pero fue imposible no se dejaron. En uno de estos intentos el soldado cayó mal y se dañó la pierna, dejándolo malherido. Tras días de paciencia, acariciándolos y compartiendo con ellos trozos de pan duro, que llevaba en sus bolsillos para comer, logró amaestrarlos. El camino fue largo y difícil, pues el crudo invierno y las nevadas atenuaban el dolor de su pierna dañada y las inclemencias del tiempo le impedían avanzar. Fue turnándose toda la travesía en ambos caballos. De esta forma recorrió pueblos, colinas y bosques, iba comiendo y durmiendo donde podía. Meses después, en la primavera consiguió llegar a su poblado junto a su familia, que lo recibieron sorprendidos, pues lo habían dado por desaparecido.

      No podía apartar la atención del libro que Marian había escrito para él. Lo leyó varias veces, reviviendo cada una de las líneas de la propia historia. Esa noche soñó con un joven que domaba caballos. Al día siguiente, se topó con Marian en el rellano de las escaleras.

      —Marian, gracias por escribírmelo. Me ha gustado bastante y me ha entretenido.

      —¡Cuánto me alegro señorito que le guste! Lo he escrito para usted, como me pidió.

      —Te felicito Marian. Sigue escribiendo todo lo que puedas, tienes un talento innato. Como sabes, yo escribo artículos para la prensa local, pero tú tienes más valor, pues eres muy imaginativa y te fluye solo. Este lo guardaré entre mis documentos más preciados y algún día se lo leeré a mis hijos.

      Esas palabras animaron a Marian a seguir escribiendo. Necesitaba una inspiración. Tras pensar en varias ideas, empezó a escribir otro cuento. Unos niños que se encuentran un perro perdido y


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