Los secretos de la mansión Samwel. Charo Vela

Los secretos de la mansión Samwel - Charo Vela


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era el entretenimiento de los niños y la perra estaba encantada con ellos.

      Algunos días soleados, Marian los dedicaba a escribir. Pasaba largas horas en la orilla del riachuelo, mientras el señorito Jacob enseñaba a Robert a pescar. Se llevaban el picnic y merendaban en el fresco césped. Para los niños todo era un juego, una diversión. Los señores, nunca le dieron una queja a Marian sobre su trabajo, ni como los educaba o trataba a los pequeños. La apreciaban bastante. Para el señorito Jacob, los días y las horas se les hacían eternas. Los ejercicios de rehabilitación eran dolorosos y lo dejaban muy fatigado. Solo se distraía con la compañía y juegos de sus sobrinos y las charlas con Marian. Ahora también con la perrita siempre jugando alrededor de ellos. Todo era más entretenido y ameno para Jacob. Las horas eran más animadas y los días se le hacían mucho más cortos.

      En la situación por la que pasaba Jacob, ellos eran su gran consuelo. Pese a los diez años de diferencia de edad y de estatus entre Marian y Jacob se llevaban muy bien. Marian llevaba ya en la casa tres años y eran amigos. El único que había tenido Marian. Ella nunca había tenido trato con ningún hombre. Cuando ella miraba al señorito sentía un pellizco en el estómago y no sabía por qué. Se sentía tan a gusto con su compañía que muchas noches soñaba con él. Y se despertaba con un cosquilleo en su cuerpo que no había sentido antes. Algo se estaba despertando dentro de ella, sin darse ni cuenta.

      El verano se presentó muy caluroso y algunas mañanas, Marian llevaba a los niños a bañarse al lago, aunque solo en la orilla y no se metían más allá de las rodillas. Marian no sabía nadar y temía no poder socorrer a los pequeños, ante una situación complicada que se pudiese presentar. Ella era muy precavida y cuidadosa con los pequeños. Si no había suficiente seguridad para ellos, no se arriesgaba a meterse más profundo.

      Jacob la veía muy asustada cada vez que iban al lago. La veía tensa y a él eso le preocupaba.

      —Marian yo puedo enseñaros a nadar a los tres. Así podréis defenderos un poco más adentro, sin problemas. —se ofreció Jacob un día, cuándo estaban en la orilla.

      —No señorito, yo no. Si desea enseñe a sus sobrinos —contestó Marian, avergonzada negaba con la cabeza. Se sentía inquieta con la propuesta.

      Nunca se había mostrado ligera de ropa ante ningún hombre, además, ella no podía olvidar que era el señorito. Los niños lloraron toda la tarde, querían aprender a nadar y ella al final tuvo que acceder por los pequeños, no soportaba verlos tristes.

      —Venga Marian anímate, ellos quieren aprender contigo. Además, si ellos nadan en lo más profundo, cuando yo no esté si surge algún problema, ¿quién los va a auxiliar, si tú no sabes nadar? —la intentaba convencer Jacob y ella lo miraba un poco turbada.

      —Bueno acepto por ellos. No quiero ni pensar que no pueda socorrerlos si pasa algo.

      Así fue, como a la mañana siguiente, Jacob y los niños se pusieron el bañador y ella un vestido fresquito, que tapaba todas sus vergüenzas. Las mujeres decentes debían bañarse en público bien tapadas. Aunque una vez que se mojó, la tela se le pegó a su cuerpo como una segunda piel, ella ruborizada intentaba no salir del agua y cuándo ella de reojo miraba al señorito en bañador, con su torso al descubierto sentía que ardía por dentro. Era el primer hombre que veía ligero de ropa. Jacob también la miraba de soslayo y sonreía. “Es tan casta e inocente y también muy hermosa”, pensaba mientras la observaba.

      Jacob la cogía de las manos y tiraba de ella mientras Marian movía los pies con rapidez para no hundirse. Le enseñó con paciencia a mover los brazos y los pies para flotar en el agua y avanzar sin zozobrar. Con él de profesor aprendieron a nadar en poco tiempo. A Jacob le venía bien la natación, el médico se lo había recomendado para su pierna. Así cada mediodía tras el almuerzo, todos disfrutaban en el lago, a la vez que se refrescaban del calor infernal que hacía, pese a que la mayoría de los días el cielo estuviese nublado.

      Fue un verano bastante divertido e intenso para todos. Y como siempre Mía revoloteaba en el jardín junto a los niños, con su rabo en alto y ladrando para que jugaran con ella. Le habían puesto una casita junto a la casona. Robert ayudaba a Marian a ponerle de comer todos los días. Los niños eran felices con su mascota. Con la que jugaban y cuidaban, como contaba Marian en su cuento. Marian por las noches seguía escribiendo en su alcoba.

      Un día, vinieron a visitarla su madre y su amiga Shara. Marian saltó de alegría al verlas. Su madre venía más a menudo, pero a Shara no la había visto desde que dejó el pueblo.

      —¡Shara estás guapísima, estas hecha una mujercita! ¡Qué alegría me da verte!

      —Anda que tú, pero si pareces una señorita —se decían, fundiéndose las dos en un fuerte abrazo—. Venga que tenemos que aprovechar hasta el último minuto, tenemos muchas cosas que contarnos —exclamaba Shara muy contenta.

      —Os dejo para que habléis tranquilas, voy un rato a charlar con Betty —dijo la madre.

      —A ver Shara cuéntame, ¿cómo estás? ¿Y tu saquito de harina? —bromeó Marian tirando de ella para que paseasen cerca del lago.

      —No te burles, que obedecí tu mensaje. Y un día me atreví y le hablé, otro día le sonreí, otro hice que me resbalaba y vino corriendo a cogerme. Vamos que derramé la harina como me dijiste. Poco a poco ha caído rendido a mis encantos. Amiga te confieso: ¡Tengo enamorado!

      —¡No me lo puedo creer, lo has conseguido! —decía riendo a carcajadas—. Pobre Neil ha caído en tus redes.

      —¿Marian qué dices? Si has sido tú quien me has dado la idea —dijo riendo ella también.

      —Cuánto me alegro por ti amiga, te lo mereces. Vas a ser una esposa ejemplar.

      —Bueno y tú cuéntame, ¿cómo es la vida por aquí? Tu madre me ha dicho, que vas a las fiestas del pueblo con tus compañeras. ¿Has conocido a algún chico guapo que te haya encandilado? —ambas se sentaron tranquilas al borde del lago en el césped.

      —Sí he ido alguna vez, hay música y baile, limonadas, helados y pasamos un rato divertido. La verdad es que chicos hay, pero muy guapos no son —le confesaba sonriendo a su amiga.

      —Ja, ja, ja. Mira que eres exigente con los hombres, en el pueblo tampoco te gustó ninguno.

      —Yo soy feliz aquí, cuidando de los niños. Los adoro. Los señores son muy buenos conmigo, y el señorito Jacob es muy simpático, me ha enseñado a leer y escribir. Ahora escribo los cuentos que me invento, después te voy a regalar uno para que te acuerdes de mí siempre que lo leas. Lo he escrito pensando en ti y en mí, en nuestros años en el pueblo.

      —Yo siempre me acuerdo de ti, tonta. Ya decía yo que te veía con aires de señorita, si eres escritora y todo. ¿El señorito es joven?

      —Es unos diez años mayor que yo. Es un caballero y buena persona. Estuvo en la guerra y lo hirieron. El pobre cojea y está muy dolorido de la pierna. Hace unos días nos ha enseñado a los niños y a mí a nadar en el lago.

      —Marian ¿no te estarás enamorando del señorito? —le preguntó preocupada mirándola a los ojos.

      —No Shara, solo me da pena de él y es tan bonachón. No sale a ningún lado, siempre solitario. Los niños y yo le hacemos compañía para animarlo, nada más. No inventes historias que no son.

      —Bueno eso espero, porque sería una torpeza por tu parte. Los señoritos, dice mi madre, solo quieren a las criadas para pasar el rato sin responsabilidades, ni remordimientos. Una vez consiguen tu castidad te dejan de lado. Se creen que por ser su sirvienta también le puedes calentar la cama y aprovecharse de tu decencia sin ninguna obligación por su parte.

      —Puedes quedarte tranquila. Solo somos amigos. No hay nada que temer, mi corazón está dormido —Marian pensó que no estaba tan dormido, en algunos momentos latía con fuerzas y un fervor recorría todo su ser—. Aún no ha llegado el príncipe de mis sueños que me haga suspirar ni perder la cabeza por él —le dijo sonriendo para tranquilizarla.


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