Revuelos. David Sergio Ricardo Pavlov

Revuelos - David Sergio Ricardo Pavlov


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son una adaptación de un hecho real que como pasajero experimenté hacia fines de la década de 1980. Luego, gran parte del cuento se desarrolla en la fábrica de Boeing, localizada en la ciudad de Seattle, Estados Unidos. Pude recorrer esas instalaciones en marzo de 2020 y han sido descritas de algún modo en el transcurso de la narración, en la que un fotógrafo argentino es convocado para documentar la adquisición de cuatro aeronaves de gran porte, por parte de una aerolínea brasileña.

      Por último, “Algo huele mal” es un cuento de terror que se desarrolla en Rumanía, en ocasión de celebrarse los Juegos Olímpicos, versión 2024. El Comité Olímpico Internacional (COI) decide, a través de su comisión de cultura y patrimonio, restaurar algún baluarte arquitectónico que el país organizador establezca. La reconstrucción de un castillo de Transilvania se convierte en el objetivo. Esas refacciones provocarán una serie de acontecimientos que alterarán los ánimos de una comunidad y complicarán el festejo de quienes obtuvieron los máximos galardones en el podio olímpico.

      Este cuento, escrito en el contexto de la pandemia COVID-19, alude en algunos momentos a la misma, y ha sido presentado en el concurso literario 2020 convocado por el Fondo Nacional de las Artes. Pese a enmarcarse en el género de terror, el cuento no pretende abusar de lo sobrenatural para desarrollar la historia, que tiene la impronta de una novela policial en la que no faltan descripciones arquitectónicas y, por supuesto, momentos de extrema tensión.

      Deseo que disfruten de Revuelos, mi segundo libro.

      D.S.R.P.

      El ojo del huracán

      I

      La temporada de huracanes había comenzado sobre las Antillas. Con inclementes vientos las formaciones ciclónicas azotaban algunas islas del mar Caribe, destruyendo, arrasando e incomunicando zonas rurales y pequeños poblados. Miles de personas quedaron aisladas al interrumpirse los servicios de las grandes urbes, como consecuencia de la caída de postes y árboles, voladuras de techos y ganado muerto diseminado a lo largo y a lo ancho de rutas y precarios caminos.

      Ese clima húmedo, denso y amenazante que dominaba el exterior se percibía también, incluso varios días después, en el interior del histórico hotel Habana Libre, localizado en el centro de la ciudad. Un ambiente convulsionado y un estado de constante tensión manifestaban el agobio, fastidio y desazón de cientos de pasajeros varados por la sucesión de vuelos cancelados durante varios días, debido a las condiciones climáticas imperantes. Los amplios salones y el lobby, que fueron mudos testigos del derroche de lujos y opulencia propios del efímero paso de la cadena de hoteles Hilton, como así también del asentamiento e ínfulas de los integrantes del cuartel general de la Revolución Cubana, revelaban un ámbito funesto, producto de la falta de suministro de energía en casi toda la ciudad.

      Y mientras no se apagara, la existencia de un equipo electrógeno otorgaba al menos un alivio al mantener y garantizar la operación de algunos sistemas básicos de comunicación y el funcionamiento de cámaras frigoríficas, iluminación de emergencia en pasillos, ascensores, escaleras y áreas públicas. Sin embargo, la sala de lavandería y planchado tuvo que permanecer inactiva y fue clausurada tras acumular durante tres días un nauseabundo volumen de enmohecidas sábanas, toallas y mantelería. Entretanto, en la cocina, los mecanismos inoperantes de extracción forzada de gases y grasas diseminaban zigzagueantes humaredas que impregnaban de olores los cortinados y la ropa de quien permaneciera en los restaurantes, cafeterías y bares del hotel.

      A medida que se iba normalizando el servicio de energía y la intensidad de las tormentas disminuían, se incrementaba de manera proporcional la expectativa y esperanza de viajar de quienes, apiñados en el escaso espacio del lobby y apostados como podían entre los pocos muebles, se mecían cual marejada toda vez que un desocupado ómnibus de pasajeros ingresaba por la rampa para estacionar en el acceso vehicular del hotel.

      Desorden, desesperación y griterío generado por la marea humana, era el escenario frente al infortunado chofer que no solo debería recoger pasajeros de un determinado vuelo, sino responder preguntas que ni las aerolíneas que aterrizaban en el Aeropuerto José Martí de La Habana sabían. En primer lugar, porque no había funcionarios que las representaran y, en segundo término, porque más allá de los problemas de comunicación, era muy difícil que los call center de algunas empresas aéreas asistieran a los damnificados, aun no existiendo situaciones de crisis.

      Así, con el auxilio de un obsoleto megáfono y un listado manuscrito de nombres, por momentos ilegibles, el conductor del autobús convocaba uno a uno a los afortunados que abandonarían el hotel para ser trasladados al aeropuerto. En el tumulto se oían sollozos, suspiros, ovaciones, ahogadas quejas, lamentos e insultos, y entre ese caos de empujones y codazos, un asistente del hotel intentaba, no sin esfuerzo, introducir las maletas en la bodega del vehículo. Mientras tanto, a medida que ascendían, una autoridad militar verificaba la identidad de las personas, que debían portar a la vista sus respectivos pasaportes. Individuos que, por otra parte, ya no eran simples pasajeros. Eran personas a evacuar del modo que fuere, porque el estado de emergencia vigente era potenciado por la incertidumbre y la consecuente desinformación, ya que los partes meteorológicos estaban sujetos a modelos climáticos que mutaban conforme transcurrían las horas y desorientaban a profesionales y académicos.

      II

      Horas antes de la partida del primer colectivo hacia el aeropuerto, un comité de crisis, conformado por directivos de las principales alianzas de varias líneas aéreas, había propuesto a los gobiernos de los países cuyos ciudadanos se encontraban aislados en Cuba, que enviaran aviones Hércules o similares con el objetivo de concretar la inmediata evacuación hacia el continente. En extraña coincidencia, y aduciendo cuestiones técnicas y presupuestarias, ninguna de las fuerzas armadas autorizó el despacho de esas aeronaves. Aun tratándose de cuestiones humanitarias, se presumía que, en realidad, la negativa se originaba en la posición del gobierno castrista, que no admitiría ni permitiría el aterrizaje de aviones militares y, menos todavía, la presencia y movimiento de fuerzas armadas foráneas en instalaciones aeroportuarias cubanas.

      III

      El aire acondicionado y la mullida butaca del autobús eran, aunque efímeros, el bálsamo que cuerpo y mente necesitaban luego del agobio de varias jornadas inmersas en amarga desilusión tras no poder disfrutar de las anheladas vacaciones en las cálidas y turquesas aguas de las playas y cayos cubanos. Pero estas soñadas imágenes se interrumpían de modo constante. La carretera que unía el centro de la ciudad con el aeropuerto estaba plagada, a nivel del suelo, de pesados cocos, ramas caídas y profundos charcos de agua que impactaban de manera estruendosa y violenta en el chasis del vehículo; en tanto que el techo sufría los azotes de la vegetación devastada y los latigazos de los cables de telefonía y electricidad semicortados. Tras los empañados cristales, a lo largo del trayecto, era posible observar en las penumbras del atardecer, la luz violácea de los relámpagos que iluminaban la elástica y negra telaraña de enmarañados cables que cobraban vida propia en cada descarga, en cada chispazo.

      La llegada al aeropuerto no fue menos caótica que la salida del hotel. Pero esta vez se multiplicaba el alboroto debido a la extensa formación de autobuses que aguardaban el descenso de los pasajeros y sus pertenencias. Muchos de ellos, sin el amparo


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