Revuelos. David Sergio Ricardo Pavlov

Revuelos - David Sergio Ricardo Pavlov


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relajarme en uno de los dos cómodos asientos que existen en el avión, que no solo tiene buena reclinación, sino mayor espacio para las piernas. Pero estos no son los asientos que se ubican en las salidas de emergencia y en los cuales se deben sentar personas física y mentalmente aptas para actuar en casos de extrema necesidad. Estas son butacas asignadas para individuos con dolencias o ciertos grados de incapacidad, o quizá para el descanso de tripulantes. Pero, ¿por qué estoy sentado aquí?

      VIII

      En el mostrador de check in el personal de las compañías, al observar que me desplazaba en una silla de ruedas, con muletas y vendajes que cubrían partes de mi cuerpo, requirieron una constancia médica que certificara el tipo de lesiones y la autorización para realizar el vuelo, además de que entregara un formulario de declaración jurada, deslindando a la compañía aérea de toda responsabilidad por percances que pudiera sufrir durante el vuelo y en los procesos de embarque y desembarque.

      Mi estado físico era el foco de las inquisidoras miradas de toda la masa de agobiadas personas que tras de mí deseaban realizar pronto el despacho de sus pertenencias, pero sobre todo, de los agentes de migraciones que, con todas las alertas encendidas, me separaron de la fila para proceder a indagarme de manera exhaustiva.

      Era lógico que así sucediera. No llevaba mi pasaporte encima. Solo un documento consular provisorio y una carpeta con toda clase de notas, entre ellas, certificados médicos, historia clínica, actuaciones judiciales, actas y denuncias varias. Me trasladaron a una pequeña oficina donde fui sometido a sondeos de todo tipo; a soportar tediosos debates y conversaciones entre los propios funcionarios; a aguardar la contestación de las llamadas telefónicas que a esa hora de la noche resultaban infructuosas; a la revisión exhaustiva de cada una de las actuaciones y documentos; a la insufrible pachorra manifiesta por parte de los funcionarios para confeccionar la escritura de mis declaraciones verbales; todo, hasta la colocación de un simple sellado, fue, en definitiva, el marco de una bochornosa, interminable y burocrática indagatoria.

      Harto del fastidioso letargo y habida cuenta de que no quería perder mi vuelo, vehemente, solicité a las autoridades migratorias que recurrieran a algún profesional médico para que constatara en la historia clínica que llevaba conmigo el grado de lesiones y los tipos de tratamientos recibidos. Luego de una larga espera, ingresó al pequeño recinto, munido de su maletín, un experimentado, pero también extenuado paramédico, quien luego de un breve cuestionario, efectuó la verificación física de mis lesiones y la lectura de las diferentes fojas médicas. Sin más trámite, autorizado por el profesional, y a bordo de mi silla de ruedas, los agentes procedieron a embarcarme y asistirme dentro del avión.

      IX

      La relajación de mi cuerpo está acorde a la serenidad del castigado vuelo, a la paz de la noche estrellada y al merecido sueño de todos los pasajeros. Inclusive del mío, que no puede ser más sencillo, más elemental, más natural. Solo sueño que camino por las calles de una ciudad no identificada.

      Pero cuando despierto, noto que la pesadilla es la realidad. La realidad que indica que, aun así, muy cómodo en la butaca del avión, no puedo caminar de manera normal ya que tengo una pierna fracturada y un yeso que la cubre desde el pie hasta la ingle. Y, como si fuera poco, sostengo un incómodo vendaje que me protege de modo parcial la cabeza, ocultando las desagradables secuelas de un ojo enucleado. Traumatismos que me llevan a recrear la indeseable realidad vivida segundo a segundo en la lúgubre oficina del aeropuerto, cuando fui indagado por la policía de migraciones. Allí, en amarga evocación, resucité los trágicos sucesos sufridos en el Malecón y el alocado tornado que había afectado al automóvil en que viajaba. La verborragia de los agentes cubanos se transformó en absoluto silencio para dar paso a mi testimonio:

      –Era mi primera jornada en la ciudad de La Habana. Procedente de Panamá y, con algunas demoras por cuestiones meteorológicas, arribé en el avión que aterrizó bien temprano en el Aeropuerto José Martí. Una combi me trasladó al hotel Habana Libre. Allí, pude realizar el check in y, sin inconvenientes, me recibieron el equipaje. Pero no me otorgarían la habitación hasta unas horas después del mediodía. Retiré entonces de la valija una campera liviana y en una toilette del hotel me cambié la ropa por otra más cómoda e impermeable. No dejé en mi maleta ni el pasaporte ni mis valores, porque en alguno de los aeropuertos se había roto, de modo misterioso, el dispositivo de cierre de la misma.

      “No había transeúntes en las calles. Los comercios habían cerrado sus puertas. Sus accesos y vidrieras fueron tapiados con tablas, postigos, terciados y chapas. Me había llamado la atención y me preocupaba ver a las elegantes palmas reales de más de treinta metros de altura, que aun estando arriostradas con cuatro puntos de apoyo, se movían sacudiendo sus largas hojas como si fuera un desfile de emplumadas bailarinas del legendario cabaret Tropicana, meneando sus caderas al compás de una sonora rumba cubana.

      “Al verme bajo el temporal, un camión de bomberos detuvo su marcha, y uno de sus ocupantes me advirtió que tratara de refugiarme donde fuera y lo antes posible, ya que el paso de un tornado por el litoral marítimo era inminente. Pude divisar tras la densa cortina de agua, que un hermoso Chevrolet Impala se acercaba a baja velocidad.

      “Desesperado, le hice enfáticas señas al conductor para que me dejara ascender; por suerte, accedió.

      “Empapado e instalado en la parte trasera del amplio vehículo, el chofer me llevó hasta el hotel, no sin antes reconocer mi origen y acento, y recriminarme por haber salido bajo esas inclementes condiciones. A mi izquierda, en el medio del asiento, viajaba una turista canadiense junto a su pareja, y a mi derecha quedaba espacio para un par de pasajeros más. La palanca de cambios al volante y el asiento delantero en un solo cuerpo permitían que dos ocupantes más viajaran sentados muy cómodos al lado del conductor.

      “Estos vehículos, con seguridad, eran taxis colectivos no oficiales, cuyos choferes trataban de recoger la mayor cantidad posible de pasajeros, conciliando no solo el mejor itinerario, sino el arbitrario precio del trayecto que, en ese momento, poco me importaba. A pesar de los vidrios empañados y el aguacero, y continuando su lenta marcha, el taxista identificó a metros, sobre el Malecón, a dos personas que, por los vientos huracanados, apenas podían sostenerse de pie y estaban aferradas a una columna de iluminación.

      “–¡Vamos urgente en su ayuda! –expresó con pánico el chofer, mientras una lluvia de indefinidos proyectiles impactaba al unísono sobre el techo, capó, baúl y laterales del automóvil.

      “–¡Cuidado, es un tornado! –gritó con desesperación uno de los acompañantes del conductor.

      “Cuando el Impala detuvo su marcha, abrí la puerta trasera derecha para que pudieran ingresar las dos personas. En ese instante, un remolino de agua y viento penetró en el vehículo sacudiéndolo y succionando lo que a su encuentro hubiere. Solo recuerdo que una nebulosa de gritos, chiflidos, golpes secos y horror envolvió el habitáculo. Sentí que mi cabeza y mi pierna estallaron de manera simultánea y, sumido en el más agudo de los dolores, perdí el conocimiento y comencé a navegar en las profundidades del infierno.

      ”Señores agentes, no puedo brindar más información, es todo lo que recuerdo.

      Esta respuesta fue la misma que brindé a las autoridades judiciales y policiales que habían ido a tomarme declaración al hospital, horas después de que despertara de un coma.

      Luego


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